Karnaval

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DK 4

EXAMEN DE CONCIENCIA

Los embustes de la razón. ¿Por qué le habían gustado siempre tanto a DK esas palabras de Tolstói? El fraude intelectual, los embustes de la razón, las imposturas de la inteligencia. ¿Qué veía en ellas de tan atractivo? Y, sobre todo, ¿por qué se las susurraba ahora, dándolas por olvidadas, el misterioso espectro que se había cruzado con el dios K al salir huyendo de la habitación a toda velocidad? ¿Qué significaba ese recordatorio ahora?, se decía, secándose el sudor parado frente al ascensor que no llegaba, entretenido en las plantas más altas mientras él reclamaba su socorro en vano. Ironías del destino. Venía de lo más alto, la caída no podría ser más estrepitosa. ¿Qué significaba de nuevo? ¿Que vivía bien y pensaba mal, como decían sus enemigos, o más bien que vivía mal y pensaba bien, como le decían, una y otra vez, sus aliados y simpatizantes, induciendo en él un grado de confusión inevitable? No, nada de eso. La soberbia de la razón, la estupidez de la razón. El fraude político. La omnisciencia del espectro burlón lo estuvo atormentando hasta que el ascensor, por fortuna vacío, abrió sus relucientes puertas para tragárselo sin pensarlo dos veces. Alguien, el Emperador quizá, ha decidido que debía recordar el severo juicio del maestro ruso en este turbulento instante de su vida. Él que lo había amado, joven todavía, cuando lo descubrió en la hermosa novela que le regaló una de sus primeras amantes, Marguerite, una mujer mayor, amiga de su madre, cuya carne rancia había conseguido espolear en él un instinto insaciable. Ella se había cansado de él, tras meses de intensa relación, y aquella madrugada fría, cuando estaba a punto de abandonar la mansión en las afueras que les había servido de refugio durante todo ese tiempo, Marguerite se levantó de la cama y sin molestarse en cubrir su aún estimulante desnudez se precipitó hacia la biblioteca de primeras ediciones e incunables que había amedrentado con su silencio de siglos al fogoso amante en los primeros encuentros con ella. Ese silencio secular era otro fraude, como sabía bien ahora. El fraude de la cultura, la impostura de la palabra en el tiempo. Esa biblioteca se reveló una cámara del tesoro donde una contraseña mágica podía abrir a voluntad las fuentes del conocimiento de la realidad y del espíritu. Como descubriría horas más tarde, sin poder conciliar el sueño, con el perfume insidioso de Marguerite pegado a la piel, mientras hojeaba el tomo de la primera edición francesa del libro como quien recorre un tratado básico sobre la vida y sobre la muerte. La fuerza de los clásicos, se dijo entonces, como se dice hoy, tan alejado ya de aquella ingenuidad moral y de aquel candor erótico. El espectro siniestro ha venido a recordárselo en el desierto pasillo del hotel cuando se disponía a huir de su última fechoría, antes de sumirse en las entrañas mecánicas de este ascensor que lo conduce directo al infierno, eso es al menos lo que piensa ahora, sintiendo una culpabilidad que no es de este mundo. Una culpa infinita por todo el daño cometido. Esas palabras sabias podrían forzar la clemencia del juez de los reinos inferiores y tal vez por eso le han sido restituidas. Esas palabras, pronunciadas con la solemnidad debida, podrían convencerlo de la necesidad de otorgarle una segunda oportunidad sobre la tierra. Ya se sabe que en el infierno las ilusiones se cotizan a bajo precio, nadie las necesita, nadie cree necesitarlas ya para soportar las penalidades y sufrimientos, y sin embargo todos los condenados se dedican a fabricarlas todo el tiempo como entretenimiento y, llegado el momento, comercian con ellas como vulgares traficantes. Es un medio divertido de aliviar la larga espera de una sentencia que quizá nunca se produzca, o no en el sentido previsto. El recuerdo de esas líneas de Tolstói murmuradas por el espectro a su paso bien podrían ser otra contraseña para atravesar los atrios del infierno y llegar hasta el supremo juez de las acciones y los pensamientos, si había que creer en todas estas fantasías escatológicas que su mente alentaba mientras el ascensor no cesaba de descender más allá, intuía, del nivel de la calle. Una de esas ilusiones, la más arraigada quizá, era la que le había hecho creer en la posibilidad de abandonar el hotel, la ciudad y el país sin pagar un elevado precio por sus malas acciones. Quizá alguien había decidido concederle la oportunidad de proclamar su inocencia ante el tribunal más severo. El único con capacidad real para dictar una sentencia inapelable. Las leyes humanas, se decía, no pueden juzgarme. Mis actos responden a un código que no podrían reconocer sin poner en cuestión sus propios fundamentos. Sí, encerrado en ese ascensor que negaba su nombre descendiendo de manera regular a los cimientos del edificio y las entrañas de la ciudad que lo rodeaba como una réplica de sus artificios, deseos y sueños, buscaba una respuesta nueva a todas estas viejas preguntas. Citando de memoria las palabras del gurú estepario, estaba claro que el pensamiento no podía ofrecerle esa respuesta, ya que era imposible que se elevara a semejante altura, o descendiera tan bajo como el ascensor de trayecto interminable. Solo la vida, mi vida, insistía, podría responder, con todo mi cuerpo y no solo con mi alma de réprobo. La idea del bien y el mal, de lo malo y lo bueno, que transmitían las palabras del espectro, instruido por algún poder superior, acerca de sus dilemas mentales y existenciales, le parecían en ese momento ficciones útiles para controlar la conducta, pero no una garantía de conocimiento ni una prueba de rectitud. Algo natural, lo consideraban los demás, muchos de los que lo apoyaban y una buena parte de los otros, algo adquirido al nacer la conciencia en una sociedad que inculcaba valores como una plantilla sobre la que escribir ateniéndose a la separación entre renglones, a los márgenes, que jamás había que cruzar, a la regularidad de la caligrafía, esmerada y pulcra, como le enseñaron siendo un niño proclive al exceso y la negligencia. ¿Era así su vida? ¿Eso pensaba en realidad? No, desde luego la bajada del ascensor al fondo del pozo sin fondo de la realidad solo podía significar una negación contundente de tales creencias y valores. Si bajaba al nivel inferior no lo hacía para ser juzgado y perdonado, hecho improbable, pero tampoco para ser castigado sin más. La vida no funcionaba así, con el automatismo de una atracción de feria o de un artilugio de laboratorio. El amor al prójimo, esa era una de las cuestiones palpitantes que el espectro había sabido imponer con objeto de que sus labios la repitieran en voz baja, como la repetían ahora, prisionero en la cabina del ascensor, como una oración profana, conociendo las malas interpretaciones de ese amor que habían dirigido su vida hacia este final operístico. No buscaba la razón de su existencia, la razón parecía clara, las razones de su conducta también. La razón había descubierto la verdad de la vida, como ciento treinta y tres años antes había creído descubrir el poderoso novelista ruso, y no había querido mirarla a los ojos, por miedo a sentirse paralizada y perder su influencia sobre la vida y la mente de los humanos. La razón, repetía con tono dramático, ha descubierto la lucha por la existencia, el conflicto de la supervivencia del más fuerte y la ley que exige la eliminación de todos los que impiden la satisfacción de mis deseos. La razón es mafiosa, corrupta, intratable. La razón elimina todo lo que no sea el interés y el provecho, a costa de cualquier cosa, la vida de los demás o la sangre de los inocentes. El salto irracional fuera de ese cuadro de horrores y masacres que pinta la razón, con sus innobles y chillones colores, es el amor. Él lo sabía, lo había sabido desde que su vieja amante le regaló como despedida ese libro precioso, encuadernado en rojo y negro con primor artesanal, y le infectó con ese virus amargo y dulce a un tiempo. ¿Era el amor, finalmente, la clave de su tumultuosa vida? ¿Era el amor lo que había hecho de él el político y el hombre de mundo que todos conocen? Sí, se decía disculpando sus errores, el amor era la razón de su vida y la razón de su pensamiento. Un amor irracional, una vida irracional, un pensamiento irracional, puestos al servicio de la razón. La soberbia de la razón. Esa era la razón última de este descenso al infierno. Había sacralizado lo más irracional sin entender que, al mismo tiempo y quizá sin darse cuenta, ponía por encima de todo las razones secretas de esa irracionalidad. La estupidez de la razón, como murmuraba el espectro alojado ahora en algún lugar de esta cabina opresiva, no podía sino resultar un fraude. Una colección de embustes, en eso había fundado sin saberlo su carrera y su vida paralela. Un contemporáneo del ruso, mucho más sabio por otra parte, habría sido capaz de proporcionarle a DK una solución instintiva a todos sus problemas morales. Decía este sabio sarcástico que siempre hay algo de demencia en el amor y siempre hay algo de razón en la demencia. Pero ya es tarde para él, demasiado tarde al parecer, el ruido del ascensor al frenar su impulso y ralentizar los motores es tan potente que resultaría imposible que estas esclarecedoras palabras alcanzaran el interior de sus oídos provocando la iluminación que tanto parecía requerir durante los interminables minutos del descenso. Visto así, era muy fácil comprender lo que le esperaba abajo, cuando el ascensor se detuvo bruscamente y se abrieron las puertas de inmediato. Al otro lado no le esperaba el amor, no podía estar ahí, ni siquiera él creía en la posibilidad de un final feliz para este viaje, pero tampoco el odio exactamente. Se encomendó a la voluntad del destino y ya no sintió miedo, aunque temblaba como en brazos de su primera amante, ni ofuscación, aunque sudaba como un condenado. La paz febril que lo invadió al abandonar el ascensor recalentado era la misma con la que, muchos años atrás, había cerrado el libro regalado por Marguerite al concluir su lectura compulsiva en unas pocas horas. Una paz paradójica, repleta de inquietud y dudas. El amor al prójimo no admitía escapatorias ni fugas racionales. El amor era, sin ninguna duda, la vía más efectiva que se conocía en el mundo para hacer próximo al extraño, íntimo al desconocido. Debía pagar por lo que había hecho. Debía pagar por traicionar con cada uno de sus actos el fin último del amor. Debía pagar por su interpretación equívoca del concepto. El precio de ese error, por suerte para él, estaba aún por negociar. Ese detalle circunstancial podía dejarlo en manos del poder superior que velaba desde la antigüedad por sus súbditos con celo digno de más honorables causas. Nunca, a pesar de todo, se había sentido tan solo en la vida y tan desamparado como ahora.

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