Karnaval

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DK 7

ECCE HOMO

[Cómo se llega a ser lo que se es]

Cae la noche por capas, como una espesa lluvia de ceniza negra, sobre los altos tejados de la ciudad que nunca se despierta de su sueño secular. El bólido amarillo, situado muy por debajo, al nivel de la iluminación aún tenue de la calle, circula a toda velocidad en mitad del tráfico sorteando vehículos más lentos y algunos aparcados junto a la acera de un lado y de otro de los cinco carriles de la segunda avenida, como en una carrera organizada por cualquier absurda instancia municipal a fin de probar la fiabilidad de sus planes de futuro.

Futuro es también lo que piensa no tener ahora el bulto bamboleante que se desplaza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como un metrónomo de los nervios y la impaciencia de la situación, en el bólido amarillo que pretende ponerse a la cabeza de esta alocada carrera de todos contra todos. El misterioso pasajero ha prometido mil dólares extra al conductor si es capaz de trasladarlo al aeropuerto JFK en menos de quince minutos. Todo un récord para esta ciudad. El taxista afgano no sabe nada del futuro, ni le preocupa más que el inmediato, el tangible, el que apenas se distingue del presente por infinitesimales fracciones de segundo, por lo que sus expectativas actuales, dado que ha invertido más de una hora aguardando a la puerta del hotel la rentabilización de esa espera, no pueden ser colmadas de mejor manera. Siempre ha sabido que sus grandes dones serían recompensados algún día como se debía, y ese día ha llegado al fin, lo llevaba esperando mucho tiempo. Un pasajero que necesita abandonar el país lo antes posible, un pasajero apresurado que se ha entretenido más de lo debido haciendo gestiones o las compras de última hora, los regalos con que piensa aportar algo de felicidad a los que se quedaron esperándolo al otro lado del océano o del continente.

La empresa parecía imposible, y más a esa hora tardía en que a todos les acomete la misma fiebre de abandonar la ciudad por todos los medios disponibles con el fin de refugiarse en sus casas y cederles el terreno a los fantasmas sin cuerpo y a los cuerpos descoloridos de los muertos vivientes, que a su vez se lo disputarán, con la caída en picado de la noche, a la masa informe de los turistas, esos no—muertos venidos de todas partes cuya existencia para un taxista experimentado es tan indefinible como baratas sus pretensiones de consumo y desplazamiento. Sí, tomando un hatajo que rara vez se había visto obligado a usar, y con la ayuda inestimable del GPS y de una audacia a prueba de policías y semáforos, ha logrado llegar antes de lo pensado al puente que cruza el río, más vacío de camiones que de costumbre, y se ha lanzado por la autopista vecina, forzando el límite subsónico permitido por la legalidad, a una velocidad que nadie en su sano juicio se atrevería a recomendar ni al peor de sus enemigos mortales. El silencioso pasajero acepta de buen grado la tensión y la incomodidad del viaje acelerado con tal de que su objetivo se cumpla como desea. Y así es, con puntualidad local, 14 minutos y 46 segundos después de montarse en el taxi a la puerta del hotel se encuentra parado frente a la puerta de salidas del aeropuerto más caótico del mundo extendiéndole al conductor un cheque por la cantidad acordada. Ojalá sus pies tuvieran la energía del taxista, se dice al buscar la puerta de embarque en el tablero electrónico. Un largo trayecto que recorre a toda prisa, secándose el sudor de la frente y la nuca con un pañuelo perfumado que aviva su memoria erótica en un mal momento. Un trayecto sembrado de controles de seguridad e identificación que le devuelven, no sin estremecerse por ello, el sentido de la realidad que había perdido desde hace unas horas, sin saber exactamente por qué. No se acuerda de lo que hizo, pero sí de que hizo algo por lo que debía volver a casa cuanto antes. No tiene tiempo de preguntar a alguna de las empleadas del aeropuerto por la sala VIP donde en otras ocasiones, llegando con mucho tiempo de antelación, había tenido la oportunidad de conocer a importantes personajes de las finanzas o la política que aprovechaban esos momentos de distensión para compartir con él la parte inconfesable de sus vivencias en la ciudad que se disponían a abandonar. Experiencias similares a las suyas en lo esencial, si se excluían algunos detalles morbosos o fetichistas que habrían hecho las delicias de la prensa sensacionalista que vivía a costa de descubrirlas. News of the world. Noticias del mundo real, un escándalo reiterado para la clase media televisiva que las consumía como verificación de sus peores hipótesis sobre los usos y abusos de la clase política y financiera transnacional. Pero también había ocasiones en que el tono confidencial del encuentro, si el hombre o la mujer en cuestión se mostraban en fase sentimental a causa del excesivo alejamiento de los suyos, permitía hablar de la familia, comentar las preocupaciones domésticas, los problemas específicos con la mujer, el marido o los hijos e hijas que no podían evitar echar de menos en la distancia a pesar de que sus relaciones con ellos no atravesaran los mejores momentos de su historia, en parte por la ambigua naturaleza y la larga duración de esos viajes y estancias. No era este el motivo íntimo, no obstante, de su fuga precipitada del país donde había trabajado durante estos últimos años. Ni era algo que cabía explicar con facilidad a los antipáticos guardianes del orden del aeropuerto, obligándolo a desprenderse de zapatos, cinturón y chaqueta, a depositarlos con mimo en una bandeja de plástico donde podía ver retratada ahora, de modo gráfico, la insignificancia de su vida, la torpeza de sus actos, la mezquindad de sus ideas sobre la realidad. Fue entonces cuando reparó, tras rebuscar en sus enseres con creciente nerviosismo, para alarma de los policías de ambos sexos que vigilaban sus acciones como si se tratara de un criminal en potencia, en que le faltaba el móvil. ¿Se le habría caído en el taxi meteórico? No sería extraño haberlo perdido ahí, dada la disciplina de tumbos y sacudidas, frecuentes virajes y bruscos cambios de dirección a que la vertiginosa conducción del taxista lo había sometido en el trayecto hasta el aeropuerto. Siguió rebuscando en vano, mientras la mirada escrutadora de los agentes expresaba cada vez más la sospecha de culpabilidad del sujeto que les habían enseñado a reconocer en los más banales gestos. Todo pasajero es culpable hasta que se demuestre lo contrario, esa era la ley inflexible a la que obedecían, aunque lo negaran por conveniencia estratégica, en sus labores de vigilancia. En estos tiempos y en este país, piensa, es mucho más fácil ser policía que ciudadano, vestir un uniforme, cualquier uniforme, que no hacerlo. Este mero hecho vestimentario, se decía en plena ofuscación, al llegar a un aeropuerto, lo convierte a uno de inmediato en sospechoso a los ojos de los que encubren la culpabilidad de sus cuerpos tras uniformes de una autoridad intachable. Para no despertar más suspicacia en los policías, y verse obligado además a ser sometido a uno de esos necios interrogatorios de horas que tantos de sus conocidos habían padecido al tratar de entrar en este país transformado en un estado policial por voluntad de agencias gubernamentales que no toleraban demasiado la mirada extranjera sobre sus asuntos internos, prefirió renunciar a su búsqueda y dar el móvil por perdido. Se sorprendió a sí mismo deseando, con el sentido de la ironía recuperado, que el piloto afgano supiera darle un uso adecuado a la agenda exclusiva que el aparato atesoraba en su interior. Pasó entonces, como un héroe cívico, bajo el arco triunfal del identificador de metales y se encontró del otro lado, ya a salvo del acoso policial, recuperando sus objetos y sumándose a la multitud anónima de los que disfrutarían a partir de ahora de unos minutos o unas horas de libertad e inocencia vigiladas. Corrió hacia la puerta de embarque, con la chaqueta al hombro, como un seductor huyendo de una situación comprometida, pasillo tras pasillo, resoplando y jadeando, jadeando y resoplando, sin poder parar para recuperar el aliento o secarse el molesto sudor. Y, a pesar de todo el esfuerzo y la fatiga, como un profesional del optimismo vitalicio, seguía sonriendo al mundo, ofreciéndole su imagen más positiva. Una sonrisa sin contenido expreso. Una sonrisa vacía, como la de algunos programas de televisión. Una sonrisa muerta, como la de los políticos en plena campaña electoral. Una sonrisa que parecía más un rictus incontrolado de la boca que la expresión de un sentimiento reconocible y genuino. Una sonrisa aciaga, también, eso esbozaban ahora sus delgados labios al recordar de nuevo al taxista e imaginar la sorpresa que se llevaría cuando esa misma noche, al retornar el coche al garaje, se encontrara su móvil de última generación olvidado como propina en el asiento trasero. Cuántas llamadas perdidas, cuántos mensajes no leídos, cuántas claves privadas, cuánta información inútil, en definitiva, no proporcionaría ese teléfono excepcional al ignorante taxista de Kandahar. Tendría gracia que su valioso móvil cayera en esas manos menos peligrosas que otras. Para distraerse, vuelve a pensar, con sadismo matemático, en la suma millonaria que algunos conocidos y muchos desconocidos estarían dispuestos a desembolsar por poseer esa preciada información. Cuánto no estarían dispuestos a pagar todos ellos, evoca por diversión algunos nombres importantes y descarta otros por prudencia, a cambio de conocer aunque fuera la tercera parte de los nombres y los números que contiene su delicado mecanismo. El precio actual, al saberse lo sucedido, se habrá disparado mañana con toda seguridad. Así de volubles son los mercados, él lo sabe por experiencia.

Llega exhausto a la puerta de embarque ajustando aún en su cabeza el confuso algoritmo con que pretende computar la revalorización de esos datos cuantificada en dólares y en euros, tomando en cuenta, para fijar los decimales de cada cifra, una ecuación que incluye variables como los índices de apreciación del producto en función de las expectativas creadas, las siempre volubles tasas de cambio y la oscilación irremediable de las divisas internacionales en las últimas doce horas. Ha fracasado en el empeño de calcular esas dos cantidades dispares cuando se planta con ímpetu, pasaporte en mano, ante el mostrador reservado a los pasajeros de primera, donde le da la bienvenida con una sonrisa insinuante una azafata de la compañía nacional más publicitada que le transmite de inmediato, en su hermosa lengua nativa, todo lo que necesita oír en ese momento crítico de su vida. El mensaje de que ha llegado a la meta y está a salvo, de que ya no corre ningún peligro, de que nadie lo persigue ni lo perseguirá nunca en ninguna parte. Pero él desconfía por sistema de esos mensajes tranquilizadores, como buen político sabe lo que significan, sabe por qué se utilizan, con qué fin, a quién sirven. Las poblaciones los reciben a diario de sus élites, las masas de votantes los consumen como un mal necesario en situaciones difíciles, durante una crisis, antes de las elecciones o los plebiscitos, sin dar indicios inequívocos de cómo los interpretan y los asumen. En su opinión, ese es el gran fallo del sistema establecido. El agujero negro de la opinión pública, como decía el viejo Attali, y, aún peor, el agujero de gusano de las encuestas y las estadísticas. Pero eso no lo consuela, no puede consolarlo de haber perdido su móvil, una prueba cierta de su evasión forzosa del país. En cuanto se instala en su asiento rodeado de una cantidad abusiva de cordialidad y buen humor y hasta un punto de coquetería por parte de las dos azafatas que lo asisten en la difícil maniobra, solo piensa, por extraño que parezca, en llamar a su mujer, a la que imagina ajena por completo al drama que está protagonizando. Llamarla significa para él, en este instante, regresar a casa, aunque sea con la voz, recibir el mensaje de que sigue existiendo en el mundo un lugar que merece de verdad ese nombre afectivo. Pide permiso a la azafata más atractiva de las dos para hacer una llamada urgente por el teléfono del avión, excusándose con humor por haber perdido el suyo en un lance doloroso que preferiría no tener que detallar. La rubia de ojos azules, pómulos redondos y nariz respingona, modelo perfecta para ese anuncio publicitario de un hotel alpino de cinco estrellas que nunca le propondrán protagonizar, le sonríe y le dice que sí enseguida, con voz aterciopelada y tono empalagoso, como si lo conociera de toda la vida, o conociera esta de memoria, punto por punto, todo, como suele decirse, lo bueno y lo malo, lo infame y lo execrable, y aun así le siguiera sonriendo sin esfuerzo y mostrando un aprecio y un apego incondicional por su persona, perdonándole todas sus malas acciones del pasado y, de antemano, las del futuro, dispuesta a casarse con él, al menos por unas horas, a pesar de todo lo que no puede evitar saber. ¿Qué había hecho él para merecer este trato preferente reservado solo a los dioses? ¿Era todo esto una confabulación política para hacerle sentirse mejor? ¿Para relajar sus mecanismos de prevención y autodefensa? La azafata está entregada a su estimulante trabajo y al cuidado de su cliente favorito, pero tiene otras obligaciones menores que atender también en este momento, ya tendrá tiempo durante el largo viaje transatlántico de demostrarle con creces lo que siente por él. Por ahora debe relajarse y descansar y hacer esa llamada que tanto le urge, como le recuerda, pero antes debe pedir permiso al comandante de la aeronave. La rubia, con risitas maliciosas y gestos de picardía impropios en estas circunstancias, le pasa la obligación de esa consulta a la azafata morena que atendía a otros pasajeros en espera de que le llegara el turno de dedicarle también todas sus atenciones. Tampoco está nada mal la otra chica, se dice viéndolas juntas de nuevo, el esbelto cuerpo de una rozándose con el de la otra mientras cuchichean, a buen seguro, indiscreciones sobre él. No sé con cuál de las dos, si no hubiera pasado lo que ha pasado, me quedaría esta noche prometedora. Por qué no con las dos a un tiempo, por qué privarse de la otra cara de la moneda de la suerte si las dos desprenden el mismo perfume carnal, una fragancia femenina inconfundible para el experto. Forman, acaso sin proponérselo, un dúo irresistible y encantador, debería felicitar al director de recursos humanos de la compañía por su acierto al contratarlas para hacer felices a distinguidos pasajeros como él que necesitan distraer sus sobrecargados cerebros durante el vuelo con pasatiempos ligeros y chispeantes. Le recuerdan, cada una en su tipo, a dos famosas actrices cuyos nombres no le vienen a la cabeza en este momento, sí sus inolvidables rostros y cuerpos, por más que lo intenta una y otra vez. Se siente fatigado y podría sucumbir con facilidad al sueño. Es entonces cuando la azafata de melena oscura y largas piernas regresa como un buen recuerdo de la cabina de pilotos con una sonrisa de media luna más que sospechosa y la orden de que puede hacerse sin problemas lo que pide, no hay razones técnicas para negárselo, le comunica tendiéndole el aparato y desapareciendo al instante. Procede a marcar los dígitos con nerviosismo y se equivoca. Ha olvidado anteponer el prefijo internacional y la voz de la operadora se lo recrimina. Vuelve a empezar, intenta calmarse, por fortuna las azafatas se distraen ahora con las vicisitudes de los pasajeros de clase turista que obstruyen el paso con sus pesados bolsos y cuerpos y no pueden ser testigos de su torpeza telefónica cuando alguien que no es su mujer descuelga y saluda dos veces antes de que él dé por terminada la llamada. Vuelve a marcar y se interrumpe, teme haber pulsado una tecla equivocada. Sigue adelante con la convicción de que está marcando el número correcto. Su mujer, Nicole, descuelga al tercer timbrazo y le dice hola, nada más, hola otra vez, un saludo frío, él percibe la hostilidad de la recepción pero a pesar de eso se siente como en casa al oír su voz al otro lado, como si estuviera en la puerta llamando al timbre con insistencia en vez de usando la llave para darle una sorpresa y ella entreabriera la puerta y no lo reconociera. ¿Quién es usted? ¿Qué es lo que quiere a estas horas? Le dice dónde está, le dice que está volviendo, le dice que la echa de menos y que tiene muchas ganas de verla y abrazarla. Un silencio tenso precede a la respuesta de ella. He llamado a tu móvil varias veces y no lo cogías, le dice sin abandonar ese tono cortante. He llamado otra vez, hace unos minutos, y lo ha cogido una mujer y luego un hombre que se ha hecho pasar por policía. Me ha contado lo que le has hecho a esa mujer, aún no sé si creerle. Me ha contado muchas cosas. Y ahora no creo conocerte. No sé quién eres, me dices que estás en un avión de vuelta a casa, pero no te creo, no sé dónde puedes estar. No creo nada. No sé con quién estoy hablando. Voy a colgar. Trata de decirle que no lo haga pero ya es tarde, una mano ha tomado la suya, mientras mantenía cerrados los ojos, examinando la oscuridad interior que atraviesa un rayo fulminante, y le ha obligado a deponer el teléfono. Cuando abre los ojos, ve a dos policías flanqueados por las azafatas, la rubia y la morena, que ya no sonríen, parecen apenadas, sorprendidas, decepcionadas incluso, como si él las hubiera engañado a una con la otra, a la morena con la rubia y a la rubia con la morena, sin un motivo especial, solo porque le apetecía jugar con ellas al intercambio de roles y posiciones. Debería tener más cuidado con sus apetitos, le dice el policía acercándole la cara en un plano aberrante que nadie verá en una pantalla nunca porque no está pensado para eso, ese gesto solo pretende intimidar al detenido, no hacer famoso al policía. Solo eso, sin más especulaciones. No sé de qué se ríe, le dice el policía con la cara tan pegada a la suya que su aliento profesional le resulta perfectamente identificable. Hiede a café barato ingerido hace un momento a toda prisa y a loción de afeitar matutina aún más barata y a testosterona malgastada en acciones violentas y absurdas y, en el fondo, bien poco placenteras. A uniforme sudado, sí, a eso también, por desgracia, es el olor de la autoridad en su más baja expresión jerárquica, el hedor pestilente de la ley de la calle. Es verdad, en todo caso, ni él mismo sabe de qué se está riendo ahora, en nombre de qué, cuando todas sus protestas y coartadas se han derrumbado al chocar contra esa cara de perro policía que le está mirando con la misma expresión de asco con que miraría a un contenedor de basura donde se oculta, según el fiable chivatazo de turno, un masivo alijo de estupefacientes o el cadáver descuartizado de una mujer. Reírse porque sí, en cuanto se pone en pie a la fuerza, es una forma de abandonar el control sobre sus movimientos, ya no le pertenecen, como las manos, esposadas a la espalda, ya no son las suyas. Son las de otro en el que ya no se reconoce. Su mujer tenía razón. No es el mismo. Sonríe por última vez a las afligidas azafatas y le guiña un ojo cínico a cada una, tomándolas por réplicas actuales de sus actrices favoritas. Quiere expresarles su firme deseo de regresar pronto. La promesa de una segunda parte más gratificante cuando acabe esta comedia de pésimo gusto montada por jueces, fiscales y policías para complacer a políticos y banqueros de todo el mundo. Vendrá de nuevo, les traerá regalos caros y ellas estarán esperándolo con su mejor sonrisa de alegría compartida y ya no habrá entre ellos más separaciones ni infidelidades. No más traiciones tampoco. Esto será el paraíso. Una fiesta por todo lo alto, como la que le espera en la comisaría, en la que figura por sorpresa como el único invitado de la noche.

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