Karnaval

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KARNAVAL 1 » DK 12

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DK 12

LA MIRADA ASESINA

Si no es el dios K en persona, ¿quién es ese individuo alto y fornido que lleva puesta una máscara con su rostro impreso en ella? ¿Quién es ese individuo de cabeza rapada y qué se propone hacer en esta habitación? Aparte de la máscara expuesta con demasiado descaro, este enigmático individuo de intrigantes intenciones viste unos vaqueros lavados, unas zapatillas deportivas y una sudadera negra con una capucha retirada que abulta en su espalda. A juzgar por las peculiares actividades a las que se consagra en este momento podría deducirse que se propone filmar una película, una anómala película, desde luego, de las que no se exhibirán nunca en salas convencionales ante un público más o menos numeroso.

Hay una mujer tumbada en la cama, desnuda e inmovilizada. Es guapa y joven todavía. Esa mujer se parece mucho a la actriz y modelo Kate Upton, el mismo pelo rubio, los mismos ojos azules, la misma nariz, el mismo lunar insinuante encima del labio, la misma boca y los mismos dientes, el mismo mentón, la misma silueta, los mismos pechos, el mismo problema de estrechez en las caderas, pero no es ella, por razones obvias, no es la misma persona. Las ligaduras que sujetan los brazos al cabecero de barras de la cama y las piernas a los pies de la misma son blancas y elásticas, aunque la mujer así apresada no parece resistirse ya como debió de hacerlo hasta hace unos minutos. Ahora se diría que ha perdido el sentido y mantiene los ojos cerrados. La respiración no deja lugar a dudas. No está muerta, aunque lo parezca, ni muestra ninguna herida ni lesión en el cuerpo. El enmascarado da vueltas alrededor de la cama comprobando como un maníaco que todo está en orden. Todo tiene que estar como él quiere, en esa posición y no en otra, como le han dicho. Los pies, el repliegue y el grado de abertura de las piernas y las rodillas, la curva de las caderas, la posición de los brazos y la cabeza, el gesto de la cara, y una larga melena rubia desparramándose en cascada sobre ambos hombros, así como los nudos de las ataduras, como si estuviera posando al gusto de un cliente de ideas de puesta en escena muy retorcidas y al mismo tiempo lógicas. La mujer muestra tatuajes vistosos e inscripciones diversas en los pechos, el vientre, los brazos y los muslos, y perforaciones en los pezones y el ombligo y quizá también en el sexo rasurado, oculto entre los muslos, donde parece brillar una pieza de artesanía metálica. Dada la posición de tensión en que se encuentra el cuerpo, más bien delgado, los grandes pechos se le aplanan y se le marcan en exceso las costillas en la piel del busto añadiendo a su imagen un efecto siniestro. Los guantes de látex preservan al enmascarado de cualquier contacto directo con el cuerpo de la mujer, lo aíslan de cualquier sensación que pudiera perturbarlo o excitarlo. Cuando todo está en orden, cada parte como corresponde al diseño previo, toma una de las dos hipodérmicas que se encuentran depositadas en la mesilla de noche y se la clava a la mujer, que no se inmuta con el pinchazo, entre el meñique y el cuarto dedo del pie derecho. Luego la devuelve al mismo lugar. La otra jeringuilla debió de servirle antes para inyectarle algún somnífero, eso explicaría la pasividad extrema de la mujer durante los minuciosos preparativos. Para comprobar los efectos de la última dosis suministrada, el enmascarado la abofetea varias veces en la cara y logra así que abra los ojos, lo mire, lo reconozca de inmediato y exprese con la mirada cristalina el horror de la situación y de la imagen que, tomándola desprevenida, se le ha puesto delante de los ojos. La imagen desnuda del rostro del dios K. En su opinión profesional, la mujer ya está más que preparada, mental y físicamente, para la sesión de espiritismo sádico que va a protagonizar, una sesión donde la cámara de vídeo Sony 700 XDCAM actuará como médium pasivo y la voz de la mujer prisionera será el espíritu invocado desde el más acá. Una vez conseguido este clima confidencial entre la cámara, apostada sobre un trípode a los pies de la cama, y el objeto visual de su deseo, el enmascarado se consagra a ajustar el objetivo, enfocar distintas partes del cuerpo de la mujer tumbada boca arriba, fijar el plano y empezar a grabar unas tomas que constituirán el prólogo de la película, si valen la pena, o serán descartadas como metraje inútil llegado el momento del montaje final.

Coincidiendo con el inicio de la filmación, la mujer comienza a agitarse en la cama, a medida que los segundos transcurren en el contador y la cámara graba lo que tiene delante, sin prejuicios, la agitación se incrementa como un ataque epiléptico, una grave afección nerviosa o cualquier otra patología de síntomas similares, todos los miembros de su cuerpo empiezan a sacudirse, a temblar, a tensar las ataduras al límite de su resistencia y a retorcerse, revolviendo las sábanas y modificando la disposición calculada del cuerpo en el encuadre. La mujer grita y chilla, sin abrir todavía los ojos, y luego, en un tono más sereno, emite mensajes fonéticos indescifrables, mensajes compuestos en apariencia solo de consonantes o de vocales, o de consonantes y vocales combinadas de modos no gramaticales. Por alguna razón técnica inexplicable su voz aguda y sus labios sensuales no logran sincronizarse. El enmascarado, en cambio, tiene una voz masculina, grave, con la que intenta controlar las reacciones psicológicas de la mujer y la manda callar hasta solucionar el desajuste. La mujer, pasados unos minutos en silencio, comienza a levitar de pronto sobre la cama, mientras el enmascarado, sin alterarse lo más mínimo por este hecho, como si lo estuviera esperando, se limita a manipular los comandos y dispositivos de la cámara a fin de mejorar la calidad técnica de las tomas y los planos. Solo las ataduras elásticas que la mantienen unida al cabecero y a los pies de la cama impiden que su cuerpo siga elevándose ingrávido en dirección al techo de la habitación. Es entonces cuando la mujer, suspendida en el aire medio metro por encima del nivel de la cama, se ve impelida a hablar sin restricciones, como en sueños, con las órbitas oculares moviéndose bajo los párpados a una velocidad cada vez mayor, como si se le hubiera administrado algún suero confesional de eficacia absoluta.

—¿Qué quiere saber?

—Todo.

—No sé tanto.

—Recuerde que no quiero hacerle daño. No me obligue.

—¿Dónde lo conocí? En una discoteca. ¿Quién me lo presentó?…

—No pronuncie su nombre. No me interesa su nombre.

—Vale, no daré nombres. Era una conocida común. Había sido su amante hasta que él se cansó, o ella se cansó de que la sodomizara por sistema, no recuerdo bien este tipo de detalles y ahora se limitaba a presentarle otras chicas, ponerlo en relación con nuevas amantes, cobrar su comisión, organizarle encuentros y sesiones especiales. Como ha visto esta noche, por dinero lo hago todo. Cualquier cosa. Incluso eso.

—No se distraiga. Tenemos menos de una hora.

—La primera vez lo hicimos en su despacho. Me obligó a fingir que era su secretaria, ya sabe usted que ninguna mujer se atrevía a entrar sola en su despacho entonces, pero su fantasía era muy activa. Me había dado instrucciones muy precisas sobre la forma de vestir y de moverme. Era un maniático de los detalles. Yo tenía que entrar en su despacho como si él no estuviera ahí. Revolvía sus papeles, abría sus cajones, ponía un poco de orden en su mesa, curioseaba sus cartas y su email, señalaba alguna corrección en los informes que se amontonaban en las carpetas, subrayaba párrafos en sus discursos, ese tipo de cosas. Entonces aparecía él y fingía descubrirme espiándolo para otros. Me sorprendía traicionándolo y me ganaba un castigo. Me agarraba con fuerza los brazos y mantenía su boca a un palmo de la mía mientras me interrogaba. ¿Quién te manda? ¿Por qué has entrado sin permiso? ¿Cuánto te pagan por hacer esto? Ese tipo de basura, ya me entiende. Fueron varias veces iguales, no puedo recordarlas todas en detalle. Yo no debía responder a nada, solo dejarme hacer. Al cabo de un momento se cansaba de los interrogatorios y comenzaba a desabrocharme la camisa, se tomaba todo su tiempo, luego, al llegar a los últimos botones, la desgarraba para hacerse el impaciente o me invitaba a que lo hiciera yo misma. No debía soltarme el sujetador en ningún caso. No le interesaban los pechos, no eran su fuerte, si entiende lo que quiero decir, en eso me recuerda a algunas lesbianas que he conocido, pero sí el sujetador, este era una pieza fundamental de la sesión. Iba directo al asunto. Una vez que me había quitado la camisa y la falda, me tenía que colocar de espaldas a él, apoyada contra el escritorio desde la posición del visitante, en ese momento percibía sus dedos abriendo un hueco entre las bragas y la carne y al poco ya notaba el avance decidido de su pene. No usaba ninguna protección y no solía tardar mucho en acabar, pero nunca lo hacía menos de tres veces casi seguidas. No me permitía ir a lavarme entre una y otra, con lo que al final mis muslos estaban chorreando y la suciedad se había extendido hasta las medias y los zapatos. Nunca me pagaba en mano. El dinero se ingresaba mensualmente, como un sueldo, en una cuenta bancaria que me había encargado de proporcionarle antes de empezar. Como le gusté, me convirtió en su mascota, era así como me llamaba, y me llevaba con él a todas partes.

—Dónde, por ejemplo.

—Estuve en Marrakech, cuatro o cinco veces, fue muy divertido. Si tuviera que escoger, las marroquíes son las mejores colegas con las que he trabajado. Son encantadoras y aplicadas y no le hacen ascos a nada, o saben disimular mejor que otras. Cuando él quería el famoso número del harén, yo hacía de favorita casi siempre y dos o tres jóvenes marroquíes se dedicaban a darme masajes por todo el cuerpo y a lamerme el sexo hasta volverme loca. Nos quedábamos dormidas y él se marchaba con sigilo. Créame, no es fácil contentar a hombres así. Lo tienen todo, lo han visto todo, lo han probado todo. Políticos y ministros, banqueros y empresarios. No se conforman con cualquier cosa. Necesitan sentirse especiales. Y eso cuesta mucho. Otras veces, para variar, fueron sementales marroquíes, bien escogidos por el tamaño de su polla. Los circuncidados como él eran los favoritos, le gustaba en especial verlas entrar y salir de mi coño, con su glande amoratado y su largo tallo endurecido, y luego les imponía que se masturbaran entre mis pechos y se corrieran en mi cara. La sodomía reiterada acabó disgustándome. Pero no podía negarme a nada. En Bruselas fue más duro, por culpa de un parlamentario alemán que tenía un pene minúsculo, con el que él solía salir cada vez que visitaba la ciudad para enseñarle nuevos locales. La primera vez me llevaron engañada a un garito lleno de homosexuales donde la disciplina era una versión sadomasoquista del cuento de la lechera. Yo era el recipiente y tenía que calcular toda la leche que podría acoger en mis orificios. Sentí asco y repulsión, por mí y por ellos. Me hicieron mucho daño, en el cuerpo y en el alma. Esos cerdos se estaban vengando de mí por ser mujer y él no hizo nada para impedírselo. Disfrutó viendo cómo me degradaban. Me lo explicó luego, camino del hospital. Los desgarrones en mi vagina sangraban en exceso y él no era tan cruel como para no hacer nada. Le gustaba ver cómo su objeto de deseo era denigrado por otros. Nada le producía más placer, según me dijo, una vez que había satisfecho ese deseo, que ver cómo el objeto que lo había suscitado perdía todo interés. No había amor en él, no parecía saber lo que era ese sentimiento. Pero le perdoné esa vez y muchas posteriores. Siempre le perdonaba, encontraba fáciles motivos para hacerlo, y él sabía hacerse perdonar. Era un profesional. Cuando sospechó que me estaba enamorando de él, me abandonó, una noche, en Praga, tras una desagradable orgía con un grupo de putas locales y un par de mañosos serbios o húngaros, no me acuerdo bien. Tuvo la gentileza de pagarme dos noches más de hotel y el vuelo de regreso, pero no quiso que me volviera a acercar a él, aunque teníamos muchos conocidos comunes y me lo crucé varias veces en clubes y fiestas privadas aquí y allá, en Niza y en Marrakech, en París y en Cannes, nunca hizo otra cosa que sonreírme desde lejos.

—¿Eso fue todo?

—Sí.

Al terminar el sórdido trabajo de documentación, la mujer está muerta, tumbada boca arriba en la cama, inmóvil como al principio. Las sábanas blancas están empapadas en sangre y, sin embargo, no se observan cortes ni incisiones en ese cuerpo inerte de muñeca exangüe y, a su manera perversa, aún atractivo. Sin necesidad de ejercer ninguna forma de violencia, la anatomía de la mujer se muestra descoyuntada, como un maniquí dislocado por un psicópata, con las extremidades inferiores y la cabeza orientadas en la dirección contraria al torso. Como marca personal, antes de salir de la habitación cargando con el equipo de filmación, el asesino enmascarado ha depositado una vez más encima del vientre del cadáver, como se le ha indicado en las instrucciones, la copia del retrato del dios K en que una hermosa joven, desnuda y complaciente, le acaricia la barba con una mano mientras posa la otra en el muslo cubierto de la deidad a la que solicita algún favor inconfesable. Es ahí, en ese abdomen inanimado, donde la imagen del dios K parece estar gestando una nueva vida para el futuro. Es ahí donde la encuentra depositada la policía, como una broma macabra, al irrumpir en la habitación tres horas y cincuenta y cuatro minutos después, tras recibir el aviso a través de una llamada anónima. La autopsia del cadáver de M. E. revelaría dos informaciones cruciales. La primera concernía al estado de la mujer, embarazada de dos meses en el momento de su muerte. La segunda causó desconcierto, no era para menos, en la pareja de forenses encargados de examinar el cadáver. Según el informe de estos, sometido aún a discusión entre especialistas, el cuerpo de la mujer presentaba señales de haber muerto por asfixia dos horas antes de que se le administrara la segunda inyección en la membrana interdigital del pie derecho. Aunque no fue posible determinar con exactitud todos los componentes de la sustancia administrada, uno de los dos forenses llegó a la conclusión de que la explicación más lógica a este hecho de apariencia paranormal es que la mujer fuera resucitada por efecto del fármaco inyectado en segundo lugar con un propósito maligno que solo la mente perturbada de un psicópata podría concebir.

Sin embargo, ella no era la primera víctima de la siniestra lista, sino la cuarta, ni tampoco sería la última. La primera víctima de la serie había sido una abogada parisina asesinada en su bufete, una noche de finales de mayo, mientras revisaba un caso que debía defender al día siguiente en la corte suprema. Su cuerpo, decapitado y descuartizado, fue encontrado por una horrorizada mujer de la limpieza a eso de las siete de la mañana. La cabeza estaba colocada encima de la pantalla de una de las lámparas de la mesa de despacho, un brazo en uno de los archivadores, el otro, como un mensaje grotesco dirigido a la perpleja policía, en el cuenco del bidé del cuarto de baño contiguo. Los pies habían desaparecido del escenario del crimen. En todos los casos registrados, un total de diecinueve asesinatos de mujeres en un período aproximado de ocho meses y medio, la única pista fiable para la policía, al aparecer como la invariable firma del autor de los crímenes sobre el vientre de cada uno de los cadáveres, fuera cual fuera su estado de conservación, la constituyó la reproducción en blanco y negro del retrato del dios K robado de su mansión parisina la noche misma de su detención en Nueva York, doce días antes de la comisión del primer asesinato.

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