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DK 13

LA ESTRATEGIA FATAL

La historia es un simulacro que solo conviene a los vencedores.

Dadas las especiales circunstancias, nadie podría estar hoy en desacuerdo con esto. Cuando el más bello homenaje posible al dios K está teniendo lugar en este lujoso apartamento situado en el ático de un emblemático edificio de una de las zonas más elegantes de la ciudad. Puertas de madera lacada, moquetas y cortinas de terciopelo rojo, butacas de cuero amarillo, paredes enteladas de negro y oro, mobiliario antiguo, de diseño y valor exorbitantes, como los cuadros y los jarrones, todos los detalles decorativos de esta celda, renovada de arriba abajo para complacer el gusto clásico de sus nuevos inquilinos, en que DK planea vivir los próximos meses en régimen de arresto domiciliario, aunque suene cómico, estaban pensados para recordarle en cualquier momento del día o de la noche lo que podía perder si sus abogados y él mismo como principal encausado no actuaban con la eficacia necesaria en su defensa. Como también se lo recuerda, con cada gesto, con cada comentario, la multitud de invitados que han acudido a la desesperada llamada de Nicole para testimoniarle su apoyo incondicional. Han venido a celebrar con él su puesta en libertad todos los que se consideran en la actualidad sus amigos. Todos los que querrían considerarse tales a pesar de los problemas que eso pueda acarrearles en público o en la privacidad de sus conciencias. Esa comprensiva actitud moral los distingue de la plebe, los distingue de la masa amorfa, de falsa apariencia humana, que ha emitido un juicio tan negativo como precipitado contra el dios K, el amigo de todos, pobres y ricos, empresarios y trabajadores, banqueros y rentistas, madres e hijas. Indignos e indignados, todos a una. Todo el lote, sin distinción de clases, razas, sexos o nacionalidades, de la especie a la que pertenece por azar como miembro egregio. Como el capitalismo, su más viejo enemigo, DK los ama a todos y todos, por esta sola razón, están representados aquí, sin excepciones, para dar testimonio de su amor al amigo y de su fidelidad al credo de amor universal profesado por este a lo largo de una vida colmada de éxitos y satisfacciones. Un amor filantrópico que quizá solo excluya a una mujer en particular, su rival político de hace unos años, enfrentándose a él con toda inocencia sin adivinar la desnudez integral en que veía a esta altiva adversaria, radiografiando su alma y su cuerpo al mismo tiempo, en un mismo plano.

Muchas niñas, desnudas y vírgenes, retozan en una bañera. Les pregunto a qué juegan. Responden que están jugando al juego de los elefantes sociales.

Y DK los recompensa a todos y cada uno (son muchos como para enumerarlos o dotarlos de un nombre individual, la mayoría viene de muy lejos, del gran país del Dios K) con su gracia y sus dotes secretas de bailarín y cantante, deslizándose por el inmenso salón amueblado como en una comedia musical, buscando a su público entre los grupos dispersos que han despejado el espacio disponible, más de doscientos metros cuadrados, para permitirle recorrerlo con la alegría y la libertad de que ha hecho siempre gala en sus acciones. El gesto de DK, al tomar la iniciativa de este espectáculo amplificado por las preciosas vistas nocturnas de la ciudad que se proyectan en los ventanales como un documental sobre la ciudad insomne, ha hecho de todos los presentes su público. Un público no siempre entusiasta, nadie puede decir lo que quiere, ni siquiera él disfruta de esta impunidad de la palabra, y esperar la unanimidad, es la ley de la oferta y la demanda del mercado de las telecomunicaciones, pero no de la comunicación inmediata, de la comunicación espontánea y directa. Un público, si bien es cierto, no menos representativo que privilegiado. Nadie duda ahora, agradecido, de su fortuna al saberse invitado a este karaoke de catárticos efectos para su protagonista y, quién sabe, su audiencia casual.

Llamo puta a la mujer capaz de desaparecer totalmente por pura perversidad, sin necesidad amorosa, por la pura tentación de escurrirse entre nuestros dedos.

Una elegante sexagenaria, sentada por casualidad al lado de Nicole, la resignada esposa de DK, a pesar de haber mantenido intensas relaciones con este hace varias temporadas, sonríe a desgana, por no quedar mal, ante el aparente disparate que acaba de pronunciar el dios K, su antiguo amante, liberado no ya de la prisión, como habían pensado todos los invitados algo ingenuamente, sino de los prejuicios y los tabúes de la comunidad. La esposa, con un gesto banal, recuesta entonces su cabeza sobre el hombro de la otra amiga, de su misma edad y porte, colocada al otro lado del amplio sofá, como para indicar su preferencia por esta, en la escala de relaciones, y su fatiga, tras un día de agotadores preparativos, y su relajación, tras estas semanas de insoportable tensión emocional.

Los seres y los objetos son tales que en sí mismos su desaparición bs cambia. En este sentido, nos engañan e ilusionan. Pero también en este sentido son fieles a sí mismos, y nosotros debemos serles fieles, en su detalle minucioso, en su figuración exacta, en la ilusión sensual de su apariencia y de su encadenamiento. Pues la ilusión no se opone a la realidad, es una realidad más sutil que rodea a la primera con el signo de su desaparición.

El dios K finge ante los demás no importarle que las canciones y la letra de las canciones que tararea sean irreconocibles para la mayoría. Ya no le importa hacerse entender, es su menor preocupación en las presentes circunstancias. Ha asumido la ambigüedad inevitable de su nueva condición. De qué sirve, llegado el momento, si nadie parece conocerte y todos te niegan el saludo y la solidaridad porque dicen no reconocerte ya. Es tan frágil el sustrato de la vida social, tan fundado en equívocos, infundios y presuposiciones sobre el otro. Para qué molestarse en aclarar los enigmas de la identidad propia ante el tribunal siempre implacable de los otros. No cambiará nada cuando esa identidad sea acusada, como él lo ha sido, por realizar actos que ni él mismo sabría explicarse sin entrar en contradicciones flagrantes. Ha podido comprobar en sus escarmentadas carnes qué poco le importa al mundo comprender nada y menos que nada. Esa labor está excluida del entendimiento entre los seres humanos, hombres o mujeres. Por esto mismo, al fin liberado de la mentira y la hipocresía, el dios baila como un poseso y recita y canturrea sus melodías electivas. Se las sabe de memoria o alguien, como algunos invitados han comenzado a sospechar, se las dicta a través de un micrófono minúsculo oculto en una oreja, como es habitual en los múltiples platos de televisión de estos tiempos amnésicos.

La única democracia es la del juego. Es posible que con la teoría del Juego y del Caos estemos a punto de desprendernos de esa responsabilidad histórica, de esa responsabilidad terrorista de la salvación y de la verdad, que explotan la ciencia y la religión, y de recuperar la misma libertad que los Antiguos.

El dios K, eufórico y aliviado, celebra así la liberación de su espíritu y de su alma y no solo la de su robusto cuerpo, el exceso de masa corporal adquirido durante el encierro forzoso. Ha dejado atrás de golpe la pesadez innata que aplasta aún a los otros y los obliga a relacionarse entre ellos contra su voluntad. La pesadez de la cultura y la educación, la pesadez mundana de las buenas maneras y el disimulo permanente. DK es un pionero moral del nuevo siglo. Un hombre de su complejo tiempo. Sin ataduras con el pasado. La encarnación viva del puro presente y el luminoso futuro. Lástima que no vaya a durar lo bastante para ver todo lo que estos tiempos prometen, aunque esto no lo proclama en este momento por precaución, no es tan ingenuo como parece. Al contrario, más parecería que su pequeña gran exhibición buscaría proclamar ante sus innumerables e innombrables amigos y conocidos, reunidos aquí por voluntad expresa de Nicole, la condición inmortal recién adquirida en los rigores sin cuento de una celda policial, situada apenas a una milla y media de distancia en esta misma ciudad. Todos deberían probar esa disciplina saludable, está seguro de que si conocieran sus efectos menos reconocibles, el tratamiento llegaría a ponerse de moda entre muchos de los que ahora lo miran bailar con estupor, sin saber si se ha vuelto loco durante el arresto o si siempre lo había estado y nunca supieron intuirlo hasta este momento preciso, en que su vesania se ha manifestado ante ellos con signos provocadores.

La indiferencia política: sobreimpresión, proliferación de todas las opiniones en un contínuum mediático. La indiferencia sexual: indistinción y sustitución de los sexos como consecuencia necesaria de la teoría moderna del sexo como indiferencia.

Ah, Virginie, por qué no estás aquí esta noche como él hubiera querido, te echa tanto de menos, como siempre. Por qué no accediste a su deseo cuando te lo manifestó. Eras más que un cuerpo deseable y joven para él, un ideal, un atisbo de lo sublime envasado en la juventud de un cuerpo intangible. Tantas cosas habrían cambiado en su vida y, quién sabe, en la historia del mundo si te hubieras decidido a tiempo a aceptar sus demandas y deseos. No puedes pretender ignorarlo. No pretendas actuar, con tu ausencia y tu silencio exasperante de décadas, como si no te importara o no supieras las consecuencias de tu falta de afecto y tu indiferencia hacia él. Virginie, lo eres todo para él, incluso hoy, aunque él ni siquiera sepa reconocerlo.

Si todas las cosas tienen por vocación divina la de encontrar un sentido, una estructura donde fundar su sentido, tienden también por nostalgia diabólica a perderse en las apariencias, en la seducción de su imagen, es decir, en reunir lo que debe permanecer separado en un solo efecto de muerte y de seducción.

Los banqueros, los financieros y los agentes de bolsa ríen las gracias del dios danzarín, así como los embajadores y los políticos, aunque la risa, con su poder devastador, mate sus intereses más queridos. Las mujeres, en cambio, sin importar la profesión o el estado civil, lo miran con agudo recelo y hasta con celos. El infierno de las mujeres. Unas fueron elegidas en el pasado para engrosar la lista de sus conquistas, mientras otras aguardan sentadas en el banquillo a que el paso de la edad no las condene al ostracismo y la nada. El dios lo sabe, es un profesional de la seducción a todos los niveles, y se alimenta de esa fuerza elemental que emana de unos y otras, por motivos distintos, y prosigue su danza frenética entre los invitados entendiéndola como un ceremonial de exacción de deuda soberana. ¿Es que no ven lo que pretende? ¿Es que no son capaces de comprender que todo esto aspira a liberarlos de la culpa que sienten por haber dudado de él durante estas semanas, tomándolo por un vulgar delincuente sexual? ¿Es que no entienden el designio de sus palabras como un bálsamo que aquiete la inquietud de sus espíritus? No, parece que no, pero ni por esas se frena el frenesí dionisíaco del dios K, embargado por una necesidad de expiación individual y colectiva que podría parecer trasnochada si no supiéramos, como sabemos, la nostalgia y la melancolía que expresan sus gestos por un mundo menos irracional, menos caótico, si se quiere. Sí, es un hombre de su siglo, un emprendedor de su época, pero a qué precio, con qué sacrificios, para satisfacer qué deseos. Cuánto hubiera preferido que la audiencia de esta noche fuera la retratada con tan altas miras por las grandes novelas de Tolstói, su narrador profeta preferido. Una sociedad de almas elevadas en el refinamiento espiritual. Una comunidad mística separada por clases y familias pero participando del mismo anhelo de sumarse a la melodía compuesta por el creador para el oído de los elegidos. Cuántas lecciones no supo aprender de sus ardientes páginas en su momento y ahora parece conocerlas de memoria. El gran León ruso, un hermano de sangre, un coloso como él. Un ídolo espiritual. El único ser capaz de obligarle a volver la vista atrás en busca de una seguridad anímica y una certidumbre moral que cree haber perdido para siempre.

El cadáver putrefacto de la burguesía alimenta la historia europea del último siglo y medio. América no es ni un sueño, ni una realidad, es una hiperrealidad. Es una hiperrealidad porque es una utopía que desde el principio se ha vivido como realizada.

Y todos los reunidos allí, con Nicole a la cabeza, temen de nuevo lo peor. Temen que se haya vuelto loco de verdad. Así lo demostrarían sus gestos y palabras. Temen que el cuerpo del dios K haya sido poseído por un demonio autóctono. Temen que las semanas de reclusión en una celda infecta lo hayan puesto en contacto con la legión de demonios que acechan en las calles y callejones de las grandes ciudades, los locos y los monstruos que las habitan como guardianes de esa libertad incontrolada que las vuelve inhóspitas al caer la noche. Los demonios de la incultura, la ignorancia y la maldad. Los demonios de la pobreza, la miseria y la supervivencia marginal en el sistema más implacable del mundo. Los demonios de las masas de miserables y menesterosos que se agolpan en las esquinas con actitud desafiante y agresiva. Los demonios engendrados por la promiscuidad racial y étnica. Uno de esos peligrosos demonios alienígenas que anidan en las grandes centrales nucleares, o en las torres de alta tensión, o en los cables del tendido eléctrico que alimentan los lucrativos vicios de las grandes urbes americanas. Uno de esos demonios traviesos y juguetones, en opinión de los testigos, debió de infiltrarse en la mente de DK en algún momento anterior a su inicua reclusión y lo condujo a comportarse como una bestia, con la camarera negra y con nosotros ahora, se dicen algunas voces críticas que, sin embargo, aún se consideran amigos del dios K. A faltarnos al respeto y a echarnos en cara nuestras lacras y nuestras taras, nosotros que habíamos acudido para dar prueba de amistad y de solidaridad en la desgracia, una vez que había quedado claro que nada lo estaba y que esa confusión intencionada favorecería su puesta en libertad y su presumible absolución, libre de cargos. Pero no para asistir a este espectáculo denigrante, a esta humillación en toda regla. Una cosa es querer follarse a todo lo que huela, bien o mal, a sexo femenino, o lo simule para su beneficio inmediato, y otra muy distinta es tomarnos por idiotas integrales. Insultar nuestra acreditada inteligencia con estos aforismos comprados a precios de saldo en el mercadillo de las ideas en alguna reventa por liquidación de existencias.

La seducción sabe que el Otro jamás está al término del deseo, que el sujeto se engaña buscando lo que ama, que cualquier enunciado se equivoca buscando lo que dice. El secreto siempre es el del artificio. El Otro es el que me permite no repetirme hasta el infinito.

Todo es falso, todo es fingido e impostado en esta fiesta paródica organizada por un loco, así lo declaran sin contemplaciones los más desafectos a la causa DK, para disimular su intrínseca locura haciéndose pasar por tal y ganarse la simpatía incondicional de los presentes. Y si no es así, ¿por qué nadie advierte las lágrimas que inundan los ojos del dios K mientras no deja de improvisar nuevos y arriesgados pasos de baile? ¿Por qué nadie repara, en medio de la brusquedad de sus movimientos, en el rastro de sal que han dejado en sus mejillas antes de alcanzar los labios y ungirlos con la expresión de un sentimiento muy antiguo? Su mujer menos que nadie. Nicole ha cambiado de hombro por instinto, sin sopesar las consecuencias, y ahora reposa su cabeza en el hombro de la sexagenaria cada vez más consternada, o compadecida, por lo que está viendo y oyendo sin entender su objeto ni captar las intenciones del sujeto. Nicole ha cerrado los ojos, desesperando ya de que la velada se parezca en algo a la que había planeado en los días previos, con creciente emoción, y de que su marido se calme del éxtasis danzante en que se adentró de repente, apenas comenzada la recepción, sin apenas probar el alcohol. No, las lágrimas fluyen por su rostro sin que nadie les dé valor, confundidas con el sudor del esfuerzo, un accesorio sentimental de la atrevida puesta en escena, nada menos importante.

Hay algo de estúpido en el puro acontecimiento a lo que el destino, si existe, no puede dejar de ser sensible. Hay algo de estúpido en la evidencia y la verdad, de lo que la ironía superior no puede dejar de disculparnos. Así que todo se expía en uno u otro sentido. Y el olvido o el duelo no son más que el lapso de tiempo necesario para la reversibilidad.

A nadie, entre los presentes, viendo este derroche de energía física, de gratuidad y de despilfarro, le extraña ahora la fama de gran amante que precedía a DK, ni tampoco algunas de las ideas económicas más alocadas que había sido capaz de defender al frente del FMI. Quizá por ello muchos de los invitados, mostrándose desengañados y ofendidos, han comenzado a abandonar el apartamento sin despedirse, desalojando aún más el espacio disponible para los bailes cómicos del anfitrión.

El mundo no es inteligente, pero el pensamiento no tiene nada que ver con la inteligencia. El mundo no es lo que nosotros pensamos: es, por el contrario, lo que nos piensa…

Esta fórmula inconclusa, enunciada en voz baja por el dios K, como una confidencia oracular o una predicción bursátil, bien podría tomarse por principio y fundamento de una nueva economía, críptica propuesta de un nuevo reparto de la riqueza y la propiedad, incluso, en la fantasiosa mente de algunos, pero no lo es. Todo lo contrario. De modo que cuando el dios K se desploma de improviso en un butacón vacío y entra en un estado inconsciente del que tardará muchas horas en despertarse, no queda casi nadie en el salón para aplaudirle como se merece. Un cogollo de escasos fieles entre los que no se cuenta ya su mujer, que se levantó en mitad de la canción anterior y desapareció tras algunas de las innumerables puertas que acotan los espacios privados del apartamento. Nadie sabría decir a estas alturas si lo hizo sola o acompañada, pero tampoco ninguna de las amigas que ocupaban el sofá con ella se encuentra allí para festejar el final de la desquiciada performance del dios K con el mismo entusiasmo que los demás. La apelación a la ironía superior de hace un momento no podía pasar desapercibida a Wendy, la pelirroja escultural que apenas si ha abandonado en toda la noche la contemplación de las impresionantes vistas del apartamento a través de las cristaleras. Ese fastuoso panorama le recuerda tantas cosas que tiende a olvidar con demasiada facilidad. Ahora se ha vuelto en la dirección contraria, girando el torso lo justo para no tener que levantarse, a aplaudir con tibieza, por un automatismo cortés, sin hacerse ilusiones, imaginando que todos celebran como ella la terminación del espectáculo más que el espectáculo en sí. Nada del otro mundo, por otra parte. No muy lejos de aquí, en la bulliciosa avenida Broadway, se representan a diario, con gran asistencia de público, obras no mucho mejores que esta. Pero nadie los había preparado, como espectadores, para algo así de perturbador. Un impacto teatral de esta categoría. Es comprensible que no todos supieran encajarlo y aceptarlo con gusto. El dios K aparece sumido en un profundo letargo, preservado del ruido de los aplausos y los comentarios, por lo que no es de extrañar que, sin dejar de aplaudir por respeto a su figura, los invitados tardíos vayan tomando la iniciativa de abandonar a su vez el apartamento convencidos de una sola cosa importante. Será Presidente, un hombre con esa comprensión de la realidad y esas dotes para someter a esta a sus dictados y ponerla a su servicio con tanta audacia como habilidad, un hombre así, repiten a coro, debe ser nombrado Presidente lo antes posible por el bien de la nación y del pueblo. Todos piensan lo mismo y repiten la consigna, al unísono, mientras se retiran del escenario con discreción y cordialidad.

Todos menos uno. En todo movimiento hay siempre algún disidente, es inevitable, forma parte del juego de las ideas y los grupos de poder que las representan en público. Wendy, sí, la exuberante pelirroja encarna ahora, en solitario, la expresión de la más pura disidencia. Fascinada por el espectáculo alternativo que tiene lugar tras los cristales, vistosa manifestación de otro poder menos visible, Wendy no se cansa de observar, en pos de una verdad quizá amarga para ella, la asombrosa ciudad en la que vive desde una altura idónea que le revela tantas cosas como le oculta. Sobre su vida y también, cómo no, sobre la extraña vida de los demás. El silencio ambiental la protege en su determinación de penetrar con la mirada hasta el fondo de las cosas. Todo llega al final, se dice decepcionada, mientras se descalza con rapidez y masajea un pie tras otro con gesto insinuante, aliviando así una necesidad que reprimió durante la velada para no parecer vulgar ante los distinguidos invitados. Con los zapatos asidos en una mano y el bolso en la otra camina poco después con lentitud, como es su costumbre, desplegando un encanto lascivo que carece de destinatario real aparte de ella misma, la dicha que siente por tener un cuerpo prodigioso como el que exhibe con orgullo ante el mundo, los escasos metros que la separan del butacón regio donde el dios K, apoltronado, quizá esté soñando con una orgía cinematográfica en la que ella, u otra mujer de trazas similares, réplica onírica de sus desmedidas proporciones y sinuosos contoneos, sea la estrella absoluta. Al llegar frente a él, no puede evitar sonreír al verlo sumido en esa actitud infantil de derrota y resignación. Durante unos minutos, lo mira con expresión ambigua, alternando el desprecio y la admiración, la incomprensión y la aceptación, la atracción y el rechazo. Siempre le pasa con los hombres cuando se duermen abrazados a su cuerpo, como niños insatisfechos, y ella vela su sueño animal con los ojos abiertos, preguntándose por lo que significa para ellos una mujer, qué encuentran en un simple cuerpo de mujer. Qué les recuerda, qué desean y obtienen a través de su contacto físico. Cosas así, nada nuevas, desde luego, ni pretenden serlo. Ella es una persona práctica, luego solo se plantea los problemas que puede resolver. Con la misma agilidad con que se quitó los zapatos hace un instante, se remanga ahora el ceñido vestido granate y comienza a deslizar las bragas a juego (de diseño irresistible) por sus muslos hasta hacerlas caer al suelo, de donde las recoge con la mano izquierda, la más activa y eficiente de las dos. Antes de abandonar el salón, mirando a uno y otro lado para asegurarse de que está sola, las deposita con gesto negligente encima de la cara del dios K, como una prenda o un regalo inesperado. La señal equívoca de un compromiso íntimo. Wendy sabe que mañana, en cuanto se despierte del sueño atroz en que habrá vivido unas horas interminables, DK la llamará sin falta y ella acudirá enseguida, como hacía con frecuencia antes de la detención, a disipar sus angustias y hacerle sentirse mejor de lo que es o de lo que cree ser en las pesadillas que le cuenta para que las interprete como si fuera su analista. Vendrá a este apartamento donde el dios K planea vivir refugiado, junto con Nicole, hasta que acabe la comedia del juicio o llegue de verdad el juicio final y sorprenda a todos, culpables e inocentes, buenos y malos, desprevenidos. Por eso quizá, como prueba de su carácter arisco e impredecible, da un portazo de protesta, de indignación o de queja al salir del apartamento. Nadie lo oye. Nadie lo puede oír.

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