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DK 18

INFORME CLÍNICO

Según el informe médico encargado por Nicole a un célebre gabinete de expertos tras comprobar las secuelas del incidente en la vida psíquica de su marido, los trastornos del dios K podían tener muchas causas, no todas discernibles, pero una de ellas, la más perturbadora para la delicadeza y fragilidad de su economía libidinal, según las palabras del psiquiatra francés, no era otra que la ausencia de clítoris constatada en la mujer africana con la que había tenido la desgracia de tropezarse en una de sus recientes aventuras, así se calificaba el episodio en el informe, con discreción clínica. Esa carencia fisiológica, atestiguada en el reconocimiento de los peritos del fiscal, había sido experimentada por el dios K como una incriminación contra su sexo. De esa mutilación cruenta inscrita en el cuerpo de la mujer, en opinión del psiquiatra, emanó en el instante del contacto íntimo un sortilegio obsceno que, en un primer momento, debió de producir un fortalecimiento ilusorio de la potencia viril del sujeto para luego, en un segundo momento difícil de precisar, anterior o posterior a la eyaculación, paralizarlo de manera definitiva.

Cuando esa misma tarde, mientras el dios K duerme la siesta sin sospechar nada, Nicole relee las conclusiones del sesudo informe, encuentra en ellas muchas explicaciones a lo que ha vivido en las últimas semanas, las primeras de reclusión de su marido en este apartamento neoyorquino, y comienza a comprender, al principio con escándalo, luego ya con la resignación de que había hecho gala en otras ocasiones en que las tendencias de su marido habían puesto a prueba la solidez de su carácter y del vínculo personal que los unía, el verdadero calibre de su desgracia. ¿Cuánto puede resistir una mujer antes de desmoronarse? ¿Cuánto y en nombre de qué?, se preguntó cada vez, sin entender muy bien el designio de sus reacciones, fueran estas el llanto, la depresión o la cólera, de todas ellas, llegado el momento, había hecho una exhibición desafortunada ante el causante de sus males y, lo que es peor, ante algunos testigos privilegiados. Hoy no ha llegado tan lejos. Hoy es la sorpresa pero también la preocupación las que gobiernan su ánimo al examinar una y otra vez los categóricos términos del análisis de los expertos. No le ha hecho falta negarle al marido el acceso a su parte más privada para comprobar que ya no es el mismo de antes. Y, sin embargo, sigue extrañándole la energía desbordante que acomete de la mañana a la noche al dios K, una energía que ella atribuye a los trastornos pero que otro observador mejor informado sabría atribuir a otras fuerzas, liberadas o desatadas por las experiencias de los últimos meses. Una energía y una fuerza que se apoderan de él en todo momento y que nunca se traducen en reacciones fisiológicas que podría domesticar con las artes habituales. No, esa fuerza y esa energía ingobernables se traducen todo el tiempo en acciones absurdas, acciones verbales, sobre todo, pero también rituales improvisados ante distintos invitados con fines incomprensibles. El dios K, tras el incidente, se diría que ha perdido el sentido del ridículo tanto como el de la medida y la razón de sus actos. Se toma por quien no es en todo momento y no se priva de comunicárselo, por escrito o a viva voz, a todo el que esté dispuesto a escucharlo sin tomarlo por loco. No es extraño ya que muchos de sus antiguos amigos y conocidos les hayan vuelto la espalda y hayan perdido el interés en el caso, como si prefirieran una condena firme que al menos, según piensan y le expresan con frases cada vez más sibilinas, le devuelva la cordura y la normalidad. O un simulacro tolerable de ambas, ya que tampoco están seguros de que esa demencia transitoria que ahora posee al dios K a todas horas no se estuviera ya incubando en él cuando lo conocieron y trataron con asiduidad. Que simule de nuevo estar en el mundo, con todas las consecuencias, y se comporte como ese ser razonable y calculador por el que siempre lo tomaron, a pesar de todo, los que le conocían, esos mismos que confiaron en él para encomendarle puestos de la más alta responsabilidad, o los que se plegaron contra su voluntad a sus arbitrariedades y extravagancias sin sospechar el desarreglo mental que las motivaba. En sus nuevas amistades preferiría Nicole no tener que pensar ahora, tal es el temor y el asco que le inspiran. Ella misma, en estas semanas de reclusión, le ha consentido todos los caprichos que se ha atrevido a pedirle con tal de verlo recuperarse cuanto antes de su alarmante estado de postración sexual.

Pero esto no se produce ni se le antoja cercano el día en que haya de producirse. Por el contrario, el dios K se muestra confundido, o actúa como tal ante ella con el fin de confundirla aún más, o ha confundido todas las categorías que, como se suponía, habían marcado el éxito de su carrera pública y privada. Es como si toda la fuerza indómita que antes inflamaba su pene, se dice Nicole con escabroso realismo, en cualquier momento, por cualquier estímulo, unas medias nuevas, una falda más corta de lo previsto, un destello de carne entre la ropa mal ajustada, una mirada desafiante y provocativa, la marcada ausencia de sujetador o unas bragas intuidas a través de un vestido, un tono particular en la laca de las uñas de los pies o las manos, un nuevo perfume o unos nuevos zapatos de tacón alto, cualquier cosa, en suma, que se insinuara como novedad ante sus narices de catador compulsivo, se hubiera trasladado de lugar, se hubiera mudado a otra parte y con su desaparición se hubiera llevado lo fundamental, el espíritu singular que le proporcionaba hasta entonces vida y animación, abandonando ese miembro a la indiferencia y la inutilidad.

Nicole había intentado, durante toda una tarde, el segundo día de su instalación en el apartamento, insuflarle vida a ese órgano abatido por todos los medios a su alcance, los mismos que había empleado en apoteósicos encuentros anteriores con DK cuando este se identificaba aún por su bien con ese nombre y esas siglas reconocibles. Al principio, achacó su fracaso al trauma de la desagradable experiencia y a la culpabilidad asumida. Fue paciente y laboriosa, se empeñó en su tarea con artes aprendidas durante años. En balde. Ese miembro desvalorizado le mostraba con insolencia el mayor desinterés por sus atenciones y caricias. Le echaba en cara la vulgaridad de su método. Le reprochaba la falta de inteligencia, la interpretación mecánica de las circunstancias, la negación a reconocer que su marido había dejado de serlo para transformarse en otra cosa, transfigurado por un milagro del tiempo en un ser de naturaleza superior que ya no estaba atrapado en los dilemas de la trivialidad carnal. Un ser liberado del deseo, cuyo órgano colgante, que ella pretendía despabilar con recursos propios de una profesional, no era para él más que el maloliente residuo animal de una vida anterior, ya superada, un recordatorio de la condición indigna que aspiraba a dejar atrás lo antes posible. Con esa actitud renuente, el dios K le estaba reprochando, además, la absoluta inoportunidad y el pésimo gusto con que insistía una y otra vez en rebajarse ante él a fin de devolverlo, contra su voluntad, a un pasado indecente del que se avergonzaba en exceso.

Una excusa de este tipo vino a comunicarle, de improviso, una noche de hace dos o tres días, viéndola afligida en el curso de un perverso ritual iniciático en el que participaron modelos y maniquíes como accesorios de la liturgia y en el que Nicole, coaccionada por él a estar presente desde el comienzo, era la primera vez y él parecía considerar importante que ella asistiera aunque fuera como observadora, se negó, ofendida, a presenciar el final. Y eso que una excelente educación estética, y un trato familiar reiterado con el mundo de los artistas menos conformistas, la habían predispuesto en contra del filisteísmo y la mojigatería de que hacen gala otras mujeres de su entorno cada vez que se ven obligadas a entrar en contacto, por azar o por celos conyugales, con el temperamento artístico de muchos hombres, esa coartada respetable tras la que encubren su persistente voluntad de degradarse y envilecerse en la compañía más adecuada para hacerlo. Hasta ese día infame, viéndolo dirigir con esa pasión y ese ardor los prolegómenos de la representación y la distribución de papeles entre las tres invitadas de honor, jamás habría sospechado que a su marido, aún pretendía ella que lo fuera contra todas las evidencias de lo contrario, al menos formalmente, le subyugaran hasta ese extremo los dudosos encantos escénicos de los tableaux-vivants, esas piezas obscenas que estuvieron de moda en todos los burdeles del mundo civilizado en la época de sus ancestros de hace dos o tres generaciones, si no antes. ¿Cuánto puede resistir una mujer? ¿Hasta qué punto está dispuesta a conocer las verdaderas inclinaciones del hombre al que aún llama, por conveniencia social más que sentimental, su marido? ¿En nombre de qué? ¿Del amor? De qué amor, se pregunta legítimamente Nicole al ver que a cada día que pasa el dios K se sitúa no solo más allá de ella, en un lugar donde ella no podría alcanzarlo por mucho que quisiera, y no es este el caso, nunca ha pretendido tal cosa en todos estos años, sino más allá del amor, en un terreno abonado para experiencias y sentimientos que nadie en su sano juicio sabría nombrar sin perderlo de inmediato. Los recuerdos, solo los intensos recuerdos de los apoteósicos comienzos de su relación en aquel plato de televisión donde vivió una de las experiencias cenitales de su vida, como un álbum de imágenes retocadas para acomodarlas al deseo de que las cosas sucedieran así y no como realmente sucedieron, logran aportarle algo de consuelo en las presentes circunstancias.

Todo el lujo vital y la lujuria, sí, esa exuberancia libidinal de sus comienzos como pareja, ahora sí, se han desbaratado para siempre, arruinados por una suma de errores y abusos que se ha vuelto una resta implacable para ambos. Una resta que da como resultado catastrófico el cero. La puesta a cero del capital atesorado del dios K, ese antiguo orfebre del orgasmo femenino, a cargo de esa bruja celosa y embustera. Sí, de la noche a la mañana se esfumó el esplendor, es cierto, se esfumó la magia y, con ella, se esfumó la alegría. Todo el ardor cabalístico de los inicios y el privilegio sexual de todos estos años de matrimonio se han convertido hoy, por un capricho del programa aleatorio que rige el curso de los acontecimientos de este bajo mundo, en materia muerta, energía degradada o envilecida y nada más. El polvo y la ceniza que se acumulan como signos aciagos de la destrucción en los muebles, las alfombras, las cortinas y los ceniceros del apartamento alquilado, esta prisión intolerable en que transcurren sus días y sus noches con lentitud exasperante. El dios K, a causa del trastorno nervioso y la crispación del caso, la inquietud malsana del encierro y las tensiones insostenibles de los mercados, ha vuelto a fumar con la misma avidez de antaño. Como un condenado a muerte, dispuesto a acelerar al máximo la ejecución de su sentencia.

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