Karnaval

Karnaval


KARNAVAL 1 » DK 21

Página 24 de 55

DK 21

NUEVO TRATADO DE LOS MANIQUÍES (2)

No es, sin embargo, una idea anticuada del pudor la que obligaría ahora a pasar por alto la desnudez integral de las chicas, sino el respeto a sus sentimientos más profundos. Unidas en esta causa, Emily y Noemí han expresado sin ambages la molestia que les causa desvestirse para complacer a los maniquíes, ya que el anfitrión no muestra demasiado interés a pesar de sus efusivas palabras en la belleza expuesta al natural de sus cuerpos. Los maniquíes las reducen con su presencia a malas copias del original y es lógico que eso las enoje, acostumbradas a ser tratadas como criaturas repletas de encantos individuales. El diabólico fabricante de tales seres los ha hecho tan parecidos a ellas en todo, incluidos el sexo rugoso y los senos puntiagudos, que nadie podría culparlas por sentirse ofendidas en lo más íntimo. Si las modelos podrían considerarse, por muchas razones, mujeres—objeto, ese es el papel que parece corresponderles esta noche, estos maniquíes podrían pasar, ante cualquier audiencia sensible a los problemas de género, por objetos—mujer. No, desde luego, ante Wendy, cuya sabiduría en la materia está a prueba de tales afrentas y, como sabe el anfitrión, de ella depende en gran parte que las otras realicen su cometido sin salirse de las estipuladas pautas del guion.

No son las reprimidas carcajadas de Nicole, a pesar de las apariencias de lo contrario, las que influirían en los pensamientos actuales del dios K respecto de sus invitadas y la representación interesada en la que participan. Nadie podría resistirse ahora a la patente seducción que emana de ellas. Da gusto verlas ahí paradas, algunas a regañadientes, otras no tanto, posando junto al maniquí recién vestido para que el amo y señor de la casa pueda apuntalar en sus hermosas cabezas una nueva tesis de ese sistema de pensamiento con que se propone, al parecer, conmocionar al mundo occidental en cuanto recupere la libertad de movimientos de que ahora disfruta solo de manera condicionada. Haciendo uso de la única libertad que se le permite, la libertad de expresión, ofende de nuevo, sin pretenderlo, a las orgullosas chicas. Las cuatro, sin ponerse de acuerdo por una vez, han adoptado la posición más vulnerable a sus ojos sin prever los latigazos verbales que, surgiendo de la boca del anfitrión, iban a recibir como un juramento o una blasfemia contra lo que representan. En realidad, el dios K se dirige con estas hirientes palabras a Nicole, la única de las cinco mujeres presentes en el apartamento que sabría entender estas vejaciones como merecen, integrándolas en el contexto más amplio de sus relaciones maritales.

—Niñas mías, no nos engañemos por más tiempo, ni seamos más puritanos que los puritanos que dictan las inflexibles leyes de este mundo. Los hombres del siglo veintiuno queremos que la mujer sea creada de nuevo a imagen y semejanza del maniquí, con los mismos derechos y las mismas obligaciones que estos encantadores seres. No queremos a la mujer natural, no queremos a la mujer madre, la mujer compañera, la mujer esposa, la mujer amante, la mujer enfermera, la mujer cocinera. Qué horror. Ese sórdido pacto con el hacedor, por el que cedíamos una parte de nuestra soberanía a cambio de una compañía útil y agradable, nos convino en su momento, el muy ladino no nos dejó otra elección en aquellas difíciles circunstancias. Como negociador hay que reconocer que era un tramposo de cuidado. Pero ya no queremos ni toleramos a nuestro lado una compañera de fatigas ni tampoco, como algunos precursores de otro siglo más idealista creyeron con ingenuidad impropia de una inteligencia efectiva, tampoco queremos, oídme bien, una compañera de juegos. Por más que sean nuestros juegos y nosotros fijemos sus reglas y que ellas se presten con sumo gusto a jugarlos siempre en posición subalterna. Eso no nos basta ya como ideal de vida, sabemos de sobra a donde conduce ese error de siglos. Todos los signos precursores de esta cultura apuntan ya en esta nueva dirección. No queremos, por tanto, una compañera de juegos ni tampoco una jugadora del mismo nivel, una igual en el juego. No, no queremos nada de esto. Queremos, más bien, un juguete. Sí, queremos que la mujer no sea otra cosa que un nuevo juguete confeccionado a la medida de nuestras necesidades. Un juguete lujoso y placentero, un juguete perfeccionado con la ayuda de la cirugía, la publicidad y la moda. Un juguete diseñado a nuestro gusto para satisfacer de manera ilimitada nuestros deseos y placeres. Los hombres del siglo veintiuno no estamos dispuestos a conformarnos con menos. Los maniquíes son el modelo manifiesto de lo que queremos para las mujeres que acepten convivir con nosotros.

Después de escuchar esta ofensiva parrafada, sin taparse los oídos para no depender de la versión, siempre sesgada, de las otras, ya a ninguna de las cuatro invitadas, Wendy y Emily, Mandy y Noemí, se le ocurre discrepar de las demás en cuanto al perverso propósito de la representación, coincidentes en esto con la despectiva anfitriona, que tal vez no se decida a retirarse aún por un extraño prurito masoquista, una inexplicable fidelidad al sadismo implícito del vínculo conyugal.

Se hace cada vez más indiscutible en la mente de todos los allí presentes que para el dios K, tras perder el apetito sexual que siempre le había servido de instrumento fiable para escoger entre la vasta oferta femenina, no existían grandes diferencias entre las modelos desnudas o vestidas y las réplicas hiperrealistas de los maniquíes. Y este aspecto programático constituía para sus actrices, sin ninguna duda, el rasgo más ingrato del espectáculo. Tenían la sensación de estar atrapadas en un drama sin evolución posible, un drama circular y vicioso, una representación muerta, sin expectativas de mejora.

En cualquier caso, si hay algo de excitante para el dios K en esta exposición alterna de cuerpos vestidos y de cuerpos desnudos no es, desde luego, la explotación de la desnudez en sí misma, que horroriza a Nicole con su obscena vulgaridad, sino más bien la imaginación de todo lo que esos cuatro cuerpos, en ese exceso de visibilidad y cercanía en que se ofrecen a él, estarían ocultando como su más preciado secreto. Como el misterio femenino es considerado una ilusión mental por cuantos han indagado en él, una fantasía masculina, el dios K parece esta noche mucho más interesado en desvelar los mecanismos de fascinación mediante los cuales actúa en la realidad sometiendo a ambos sexos que en disfrutar sin vergüenza de sus indudables encantos.

De ese modo peculiar debió de entender Noemí, la española versada en lenguas y oficios del mundo, el oscuro propósito del espectáculo cuando se plantó con insolencia frente al dios K y le puso ante los ojos sus manos, tendidas en vertical, con los dedos apuntando hacia abajo, para que examinara de cerca su pulcritud y belleza. Por muy ensimismado que se encontrara en sus cavilaciones sobre el asunto y por mucho que el desnudo de Noemí y el perfume ponzoñoso del Miracle de Lancóme, con que anegaba todos y cada uno de los centímetros de su exuberante cuerpo, pudieran intimidarlo en ese momento de retiro interior, no era pensable que el dios K no reparara en esas preciosas manos extendidas frente a su cara como una tácita ofrenda de felicidad. Unas manos de dedos finos y uñas recortadas, lacadas para la ocasión en ese tono rojo cautivador que en otros momentos de su vida había logrado suscitar una reacción enérgica en todo su ser y ahora la luz de la linterna incrementaba hasta volverlo agresivo. Unas delicadas manos, las de Noemí, que, todo sea dicho, imploraban su atención con conmovedora pasividad y prometían al mismo tiempo colmar con eficacia, la mirada de la chica a la ruborizada Nicole se hizo aquí más incisiva, cualquier tarea que el deseo del otro quisiera encomendarles. Todo eso tenía un alto precio, como establecía el guion de la velada y la descarada Noemí se encargó de recordarle enseguida, tomándose la licencia de improvisar a sus anchas:

—¿Qué pagaría, mi señor, por tener a estas manos de reina como esclavas de sus deseos?

—Cien mil.

—¿Te burlas de tu humilde sierva?

—Un millón.

—¿En serio?

El dios K le entrega sin demora las dos partes sobrantes de las transacciones anteriores más un tercer fajo intacto de billetes de cien dólares. Hasta el mutismo y la inexpresividad de Ben Franldin resultarían sospechosos en este instante para el actual presidente de la Reserva Federal, como si el viejo patriarca de la república hubiera dado su aprobación al pago en metálico, embelesado también él con los sinuosos encantos de la chica extranjera, entendiéndolo como justa recompensa a sus servicios y predisposición saludable.

—Quédatelo todo. Es tuyo.

La zalamera Noemí no lleva sujetador, con lo que se ve obligada a distribuir la totalidad del dinero recaudado en distintos enclaves delanteros y traseros de la única prenda, un tanga negro Calvin Klein de microfibra diseñado para ajustarse al pliegue depilado de las ingles y a la frontera natural del pubis, que hace todo lo posible por preservar una parte al menos de su fragante desnudez de las miradas indeseables.

—Ahora te pertenezco, mi señor. Haz de mí lo que quieras.

El dios K pareció dudar, al escuchar estas inesperadas palabras de la chica, sobre si debía o no proseguir con la representación, como si escuchara en ellas una resonancia íntima a la que no convenía desatender. Por un momento creyó, como espectador iluso de esa escenificación de sus propios fantasmas, en la posibilidad de que el fin anunciado de la misma había llegado de improviso. No tardó, sin embargo, en descartar esa idea errónea mientras veía cómo Noemí se alejaba de él, contoneándose, con la misma actitud de satisfacción aparente que las dos anteriores.

Sin embargo, el metraje de la noche avanzaba inexorable hacia su consumación. Los nervios del viento se habían calmado un tanto y el revuelo de telas y cortinajes había cesado de repente en el apartamento para afirmar esta verdad sin paliativos. Incluso el cronómetro, rebelándose por un momento contra la voluntad de su dueño, se atrevía a señalar con exactitud el agotamiento inminente de la situación. No cabía perder mucho tiempo en plantearse dilemas insolubles. La indicación del dios K, sintiéndose amenazado por diversos factores entre los que se contaba, desde luego, la fatua arrogancia de las chicas, fue clara y terminante. El espectáculo debía continuar sin más dilación a riesgo de poner en peligro su sentido mismo. Mientras las modelos y los maniquíes no se hubieran probado todos y cada uno de los vestidos comprados en las tiendas más exclusivas de la ciudad, como les recordó jugando con las palabras para granjearse su comprensión, no tendría ningún sentido ponerle fin.

Así que, abandonando su posición servil junto a los maniquíes, las cuatro chicas volvieron, cogidas de las manos formaban una simpática cadena humana, a la zona del perchero para equiparse con nuevos vestidos y complementos a juego. Los elegidos fueron esta vez, por orden de preferencia, Donatella Versace y Donna Karan para la lujosa indumentaria, y Guccio Gucci, Mario Prada y Louis Vuitton para los bolsos, los zapatos y los cinturones. Ninguno de estos artesanos difuntos y diseñadoras aún en activo, al contemplar a las chicas apropiarse de los productos de su ingenio con esa desinhibición y esa desenvoltura que no se enseñan por desgracia en las escuelas de diseño y confección, ni se recomiendan en la mayoría de las pasarelas al uso, habrían podido quejarse al dios K, llegado el caso, por sentirse despreciados como marcas en este extravagante pase de modelos solo apto para mentes privilegiadas.

Esta misma idea fue la que convenció a la resentida Nicole de la urgente necesidad de retirarse, sintiéndose definitivamente excluida de la representación. Abandonó el salón sin despedirse de nadie y fue a refugiarse, una vez más, en la soledad del dormitorio a fin de poder encajar el mensaje hostil de su transformado marido y el abyecto propósito del espectáculo que había organizado con la única intención de enunciarlo en su presencia con total impunidad. Al acabar de vestirse, sin intuir el discreto melodrama conyugal que había acaecido mientras ellas estaban atareadas otra vez con la elección de la ropa más adecuada a la situación, las cuatro chicas regresan por separado junto a los inertes maniquíes para intercambiar con ellos de nuevo, como establece el rudimentario guion, sus flamantes adquisiciones de temporada.

Llega un momento en el que la mecánica del espectáculo se vuelve tediosa para todo el que no tuviera el privilegio de contemplarlo en directo, sin la deformación, verbal o visual, del diferido. Por lo que carece de sentido repetir las sesiones interminables de desnudamiento y revestimiento que modelos y maniquíes, maniquíes y modelos, se vieron obligados a realizar, una y otra vez, antes de poder satisfacer las expectativas del pretencioso director de escena. El dios K aprovechaba, en cada entreacto, para profundizar o afinar en los enunciados de su nuevo credo, aun a sabiendas de que en algunos tribunales, sobre todo ante jurados populares, y ante algunos jueces de recta tradición, tales provocaciones podrían costarle, y más en sus actuales circunstancias, una pena de cadena perpetua en una cárcel de máxima seguridad donde la lobotomía selectiva y las terapias bioquímicas de reeducación del violador y el maltratador se atienen sin más a la legalidad vigente.

—En el futuro, amigas mías, lograremos fabricar legiones de mujeres artificiales y anatomías articuladas que convencerán a las copias de carne y hueso de la necesidad de satisfacer todas nuestras demandas de placer, por más que les repugnen o contravengan su idealismo en materia de relaciones sentimentales y afectivas. Las mujeres se gratificarán unas a otras. Como es sabido, cuentan con todo lo necesario para darse unas a otras un placer ilimitado. ¿No es eso, en el fondo, lo que la naturaleza ha pretendido desde siempre?

Como si las palabras del anfitrión actuaran de carburante de los mecánicos actos de las modelos, estas, comportándose como auténticas profesionales, llevaron hasta el punto final lo programado en el guion del espectáculo burlesco. Eso sí, no se privaron a partir de un momento determinado de maltratar a los maniquíes, golpeándolos inadvertidamente, clavándoles agujas y alfileres e incluso arrancándoles miembros cuando el dios K no las vigilaba, con un sentido cómico de la venganza que nadie habría intuido de antemano en estas cuatro modernas y modélicas mujeres.

A pesar de todo, DK no se arredró ante la actitud insurgente de sus invitadas y les lanzó, sin temor a las represalias, una invectiva hiriente.

—Todas nuestras ilusiones tienen nombre de mujer. Por eso sufrimos tantas desilusiones. No hay nada perverso en querer reducir la vida a nuevas apariencias y nuevas formas, ¿no os parece?

Todo tiene un final lógico, o eso suele decirse para no agotar la paciencia de los otros sin ganarse un merecido castigo. El problema principal de cualquier conclusión consiste en que nadie consigue ponerse de acuerdo sobre el momento idóneo para hacerla. Nicole misma, encerrada ahora en su dormitorio, debe de estar planteándose este mismo problema, con tortuoso dramatismo, en relación con su matrimonio. Tal vez por esta misma razón, entre todas las situaciones paradójicas a que dio lugar el espectáculo de esa noche, ninguna llegó a serlo más que la que, de improviso, le puso fin. Fue un momento especialmente hilarante, en otra de las pausas obligatorias en medio del ajetreo agotador de las mujeres y los maniquíes, pero sirvió a todos los efectos para darlo por terminado sin que ninguna de las participantes entendiera por qué entonces, precisamente, y no una hora antes o una hora después, cuando tantas posibilidades parecían abrirse aún.

Sucedió cuando la muñeca Emily, a la que correspondía ahora subastar sus candorosas posesiones al mejor postor, abandonó el grupo para acercarse al anfitrión mientras este guardaba un silencio tenso, un silencio preñado, como suele decirse, ya la fatiga comenzaba a manifestarse en las chicas y hacía estragos en la atención y la concentración del director de escena, pero también en el curso de sus pensamientos. Parada de pie ante él, Emily, de insinuante silueta infantil, se agachó para poner su mirada avispada a la altura de la del dios K y este entendió, en otra de sus precipitadas interpretaciones, que era el rostro sin maquillar enfocado a la luz de la linterna, con toda su dotación de grandes ojos caramelizados, cutis transparente, pómulos prominentes y enrojecidos, nariz aplastada y labios turgentes, lo que pensaba ofrecerle esta miniatura femenina a cambio de una cuantía no menor de la que había derrochado con las otras tres, lo sorprendió doblando de pronto el espinazo e inclinando la cabeza ante él en señal de entrega y reverencia. Sin dejarle reponerse del sobresalto, la rubia Emily recogió con las dos manos su larga cabellera por encima de la cabeza, deslizando el pelo con morosidad entre sus menudos dedos, y desnudó a continuación y expuso a su vista una nuca resplandeciente por la que, según dijo, un millonario de Boston le había pagado un par de días atrás, a cambio de poder besarla y lamerla, una suma equivalente al precio del Versace gris perla con que pretendía encubrir su cuerpo de falsa colegiala. Nadie estaría en condiciones de adivinar hoy el mensaje que el generoso bostoniano pudo ver proyectado en esa pálida franja de piel y carne sudorosa antes de depositar en ella sus fríos labios y su viscosa lengua de potentado, ni en qué especiales circunstancias se produjo la licitación fetichista, pero es mucho más fácil averiguar lo que el dios K, intoxicado quizá por la esencia número uno de Clive Christian que manaba del cuello de Emily como de un frasco recién abierto, creyó ver allí representado con gráfica perfección. En todo caso, no se recató de compartir sus primeras impresiones con ella y con sus tres distanciadas amigas.

—El mundo pertenece a la muerte. Esto es, a las mujeres. Todo el mundo miente, a propósito, sobre este asunto. Las mujeres mandan en todo. Sobre la moda y sobre el mundo. Al final solo ellas conocen la verdad de la vida. Todo es una impostura. Están mejor situadas que ninguno de nosotros para saberlo. Esa es la verdad de los desfiles de moda, de los escaparates, las tiendas y los maniquíes. La muerte nos seduce con sus mejores atavíos para arrastrarnos a la perdición… Hemos terminado por hoy. Necesito estar solo. Llevaos los vestidos y todo lo que queráis y dejadme solo, por favor.

Cuando el dios K se encontró al fin a solas en el apartamento, no lloró como en otras ocasiones por el aciago signo de su vida actual, ni buscó ningún consuelo fantástico a su estado de desesperación y abatimiento. Hizo algo mucho más fácil de contar que de entender en toda su importancia. Se abalanzó furioso sobre los cuatro maniquíes, alguno vestido, los demás desnudos, mutilados por un ardid cruel que las invitadas le habían jugado sin que se diera cuenta y ahora le divertía, a pesar de todo experimentaba un acceso de infinita simpatía por las alegres modelos que habían cometido ese crimen insignificante para defender sus privilegios sexuales, y los arrojó uno tras otro por el ventanal abierto. Los vio sobrevolando el aire con ligereza, impulsados por el viento de la noche que los alejaba en apariencia de su destino, con sus postizas cabelleras desmelenadas por el pánico o el vértigo de la caída y sus brazos alzados en muda petición de socorro, pero se negó a verlos estamparse contra el suelo. Era una imagen de su fracaso aún más intolerable de lo que había sido capaz de sospechar al comienzo de la estéril sesión.

Ir a la siguiente página

Report Page