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DK 45

DIONISOS K EN EL OMBLIGO DEL MUNDO

—Este planeta entregado al control de una banda de descerezados, empollones y tecnócratas de medio pelo.

Sí, esto mismo y otras cosas parecidas, con tono sosegado a pesar de la indignación, le dice a su pueblo, al ejército del pueblo reunido aquí, en Times Square, pasada la medianoche, desde la tarima improvisada que le han preparado para impartir la bendición de sus últimas palabras a todo el orbe congregado a su alrededor para oírle despotricar contra el mundo.

—El pesimismo endémico es el medio de toda revolución. ¡Qué digo el medio! El instrumento, el arma para cambiar las cosas. No desesperéis ni en los peores momentos. El enemigo lo sabe. El optimismo endémico es el medio del enemigo para mantener las cosas como están. ¡Qué digo el medio! El arma, el instrumento para preservar el estado de las cosas. Así que no desesperéis, por mal que pinten las cosas, no os volváis locos, no llaméis blanco al negro y negro al blanco. Siempre hay una esperanza para todos. Un mañana. Un futuro. Cuanto peor, mejor. No lo olvidéis nunca.

Su amigo Hogg los había convocado y todos sin excepción han acudido a la cita. Ahí están. Sus amigos y sus enemigos, son los mismos en su caso. La Corte de los Milagros en pleno, con el viejo Hogg encabezando, con su bastón de mariscal en jefe, la marcha de los miserables y los descontentos. Vienen por todas las calles que confluyen en la plaza. Los letreros electrónicos y las pantallas guardan silencio, solo por una hora, se mantienen en blanco, sin mensajes publicitarios, sin anuncios, sin noticias, sin películas ni vídeos promocionales. Es como si el mundo se hubiera detenido, enmudecido, para concederle al dios K el protagonismo absoluto en la muerte sacrificial que desea con tanto ardor como sentido de la justicia. La muerte con la que espera ofrecer un testimonio válido en este mundo y quién sabe si en el otro, aunque nada de lo que sabe le permita asegurar la existencia de ese otro mundo, más bien al contrario, la inexistencia de alternativas. No hay otro mundo donde su gesto tenga algún sentido, ya no, no hay otro mundo que entienda un gesto así si no participa, de un modo u otro, del sistema capitalista, de su gestión mezquina de los recursos y las personas. Así es. De modo que esa ruidosa multitud de fieles lo espera en Times Square para dar cuenta de su carne y de su sangre, hacerla carne y sangre de la masa, de la multitud que aguarda una nueva oportunidad, un mundo posible. Ha querido que la riqueza se distribuya mejor y no ha logrado sino multiplicar la pobreza y la miseria. Ha querido que la economía se ponga al servicio de la gente y la economía ha aprovechado la oportunidad para oprimir más a la gente. Es el signo de los tiempos, todo es un malentendido tremendo, todo sale al contrario de lo que se pensaba. Un signo eficiente de que gobierna la estulticia y no solo la maldad. La estupidez y la locura y no solo la perversidad. Ha querido que el dinero fluya entre la gente como fluyen los ríos hacia el mar. Ha querido marcar un rumbo en el mar, indicar que un buen piloto se limita a gobernar la nave, dice ahora, más exaltado, desde la tarima, como un predicador de la plebe, a saber de dónde sopla el viento y conocer las corrientes que lo agitan, evitar el naufragio, pero poco más, a un buen piloto no se le debe pedir más. Ha querido todo eso y ha fracasado, el mundo se hunde en la catástrofe y en el desastre y él debe pagar su parte de culpa. Ha sido cómplice de la catástrofe y también ha querido salvar al mundo del desastre. En vano. Ahora no le queda otra salida que entregar su cuerpo, parte a parte, miembro a miembro, a la multitud que desborda el acotado perímetro de Times Square. Sus amigos y sus enemigos, reunidos aquí, en este emplazamiento mítico, para practicar el antiguo rito del ágape con el amigo y el enemigo más querido. Ah, la multitud, cuánta prosopopeya para describir una masa de cuerpos confundidos, un amasijo de partes y de partes de partes. Ha soñado tantas veces con ella. Ha soñado tantas veces con las posibilidades cifradas en el ser de la multitud. Ha creído tanto en la posibilidad de liderar ese cuerpo agregado que es como el mercurio infinitamente separable e infinitamente compacto. Ese cuerpo revolucionario, sí, pero cómo ponerlo en marcha. Cómo arrancarlo de la inercia. Esa es la ciencia, la nueva ciencia de la realidad. El movimiento de la multitud. La multitud, sí. Los pobres, los indigentes, los descontentos, los indignados, los harapientos, los miserables, las putas, los enfermos, los lisiados, el lumpen, los okupas, los yonquis, los descamisados, los analfabetos, los parias, los vagabundos, los parados, los marginales, los bohemios, los locos, los artesanos, los enfermos, los trabajadores, los perdedores de todos los oficios y profesiones, los que lo han perdido todo y no esperan ganar nada en la vida. Los artistas, sí, también ellos, y los escritores, cómo no. Ahí están todos, abriéndole paso al dios K para que ocupe su lugar central en la plaza. Los mismos que lo odiaban y acabaron amándolo, así de reversibles son los sentimientos de la multitud. Los mismos que lo amaban y acabaron odiándolo en cuanto deja de hablar y el silencio se instala en la plaza de los tiempos como una suerte de sentencia contra él. Los mismos y otros muchos que no lo conocen de nada, invitados como comensales a este banquete inesperado donde todos esperan comer del mismo, alimentarse de él y fundirse con él por los siglos de los siglos. Eso les han prometido sus líderes. Han venido porque los han convocado. Algunos desde muy lejos, por todos los medios de transporte disponibles. Y no pueden esperar más. Están impacientes, ansiosos, hambrientos. Lo van a trocear, lo están troceando. Lo van a devorar, lo están devorando. Entre todos. Se lo reparten como un botín, como un tesoro o una recompensa, como el oro o el alimento, así el dios K en poder del populacho que lo ha alzado en el aire, como a un pelele, antes de abatirlo al suelo y abalanzarse sobre él. La canalla que pretendía liderar para recuperar la dignidad y el orgullo, para cambiar el orden de cosas, lo está despedazando sin piedad, por imperativos históricos, no puede negarse a asumir su destino en estas difíciles circunstancias del mundo. La realidad necesitaba un sacrificio de ese nivel simbólico. Y el dios K, despedazado, pasa de mano en mano, perdiendo peso y masa, trozo a trozo, aquí va un pie, de mano en mano, y una mano, de boca en boca, y un brazo, y una pierna, y las nalgas, descarnadas, y la cabeza, sí, vaciada del cerebro prodigioso, el rostro desfigurado, sin nariz, sin orejas, y los genitales, arrancados de cuajo por alguna beata desgreñada, estos circulan ahora a toda prisa entre la gente, como reliquias venerables, nadie puede retenerlos demasiado tiempo, todas las manos y las bocas reclaman el derecho a tocarlos y a poseerlos así sea por un segundo, concibiendo la ilusión de que de ese contacto ínfimo nacerá algo nuevo, una nueva vida se engendrará, nadie quiere perderse su parte, por minúscula que sea, con tal de participar en el acontecimiento, ingerir una porción de sustancia divina, apoderarse de ella y hacerla suya para siempre. En un momento determinado, con la escasa conciencia conservada en mitad del suplicio, entre tanto dolor infligido, tanto sufrimiento que no cree haber hecho nada para merecer, como otros líderes que pasaron en su tiempo por la mano vengativa de la multitud, cree haber reconocido un rostro familiar, una cara amiga, incongruente en este contexto hostil, las palabras salen apenas de la boca entre burbujas de sangre y de saliva y nadie las escucha:

—¿Wendy? ¿Eres tú, Wendy?

Pasado un tiempo, el festín se vuelve orgía desenfrenada y ya nadie reconoce la forma o la función de los trozos sanguinolentos que circulan a toda prisa y devoran con avidez insaciable, podrían pertenecer a cualquier parte del cuerpo, a cualquier miembro, a cualquier víscera, a cualquier órgano, con lo que la parte más preciada antes de la bancarrota consigue pasar desapercibida, confundida ahora con otros pedazos inservibles, restos de restos, residuos reducidos a la ínfima expresión, porciones insignificantes. Otra economía del gasto es posible, sin duda, otro modelo productivo, otra mitología del consumo y la consumación de la materia y los cuerpos en movimiento incesante hacia la nada. No, no parecía haber otra salida. No había otra solución al problema planteado por la existencia paradójica del dios en un mundo que no acepta dobleces ni ambigüedades morales. La realidad nunca es tan generosa como se pretende. Ni los mercados diabólicos, los amos del mundo, ellos tampoco. El dios K, en sus últimos días sobre la tierra, ha acabado siendo el enemigo de la realidad, el enemigo de los mercados, el enemigo de todos los señores y los amos de la realidad, les ha dado todo lo que tenía a todos los que no tenían nada, contra la opinión de Nicole, una desagradecida que quería poseerlo todo para ella, parte a parte, en exclusiva. Toda la carne y la sangre con la que podrán alimentarse durante el largo invierno que se avecina. Un invierno de años. Un invierno de décadas. Con el viento septentrional, ya se sienten las primeras ráfagas desecando el paisaje y aplastando todo cuanto contiene, flora y fauna, congelándolo a su paso y sumiendo la vida en un aletargamiento devastador. El dios cartesiano, el dios de todos y de nadie, el dios cualquiera, les ha dado al final una parte significativa de lo que deseaban. Una pequeña parte, mejor que nada, aunque como gesto su valor equivalga a cero en la estimación de las agencias. No sirve para mucho, es cierto. La tristeza y la desolación con que, acabado el suculento banquete, la multitud abandona la plaza y se disuelve no permite albergar muchas esperanzas en el futuro. La gente va desapareciendo, tal como llegó, en las calles adyacentes a la plaza. Como si nada, como si no fueran nada, sin dejar otro rastro o huella de su presencia y su paso por esta plaza que la basura acumulada que nadie recogerá antes del amanecer y quizá nunca, nadie querría reciclarla ya. No vale para nada, ni el viento se la querrá llevar. Regresan a sus arruinadas existencias con la sensación de haber olvidado enseguida todo lo que significaba lo que han vivido esta noche. Es un fracaso insuperable. El final se aleja, se hace cada vez más inaccesible, remoto. Como un punto minúsculo en la distancia.

Los letreros electrónicos, las terminales mediáticas y las pantallas se han encendido de repente al quedar la plaza vacía como antes de que todo empezara esta noche. Como si el programa que las controla se hubiera reactivado tras los incidentes a una orden de sus operadores ocultos. Ya pasó, podemos volver a la normalidad, parecerían decir. Desde todas las fachadas de los rascacielos, con el esplendor espectacular de todos los días del año, los medios proclaman la gran noticia histórica del momento. El proyecto del Nuevo Orden Secular ha conseguido salvarse otra vez. Dentro de unas horas lo anunciarán todos los titulares de prensa, encabezará todos los noticiarios de televisión y radio, circulará como un reguero de pólvora incendiaria por los dominios insurgentes de internet y también, como una bendición eclesiástica, por los más conformistas. Con su habitual astucia, el Doctor Edison ha vuelto a ganar la partida y, según declara en un escueto comunicado, se siente hoy más contento que nunca.

Urge buscar refugio. El invierno promete ser interminable.

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