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DK 28

EL FANTASMA DE LA LIBERTAD

Recuerdo bien aquella ocasión, cómo olvidarla. La etiqueta de la fiesta era la desnudez integral y éramos muchos, de Nueva York y de Washington y también del otro lado del Atlántico, los que habíamos sido invitados para festejar la libertad provisional del anfitrión. No habíamos tomado aún un sorbo de nuestras copas, ni probado bocado de las rebosantes bandejas de canapés que habían empezado a circular hacía muy poco, cuando un alarido inhumano y un violento portazo vinieron a turbar nuestro ánimo. Nicole, nuestra anfitriona, apareció enseguida en el salón para explicarnos lo sucedido y tratar, en la medida de lo posible, de calmar nuestra inquietud.

Todos conocíamos el temperamento caprichoso y volátil del anfitrión, la etiqueta misma de la fiesta era una prueba más de ello y suscitaba toda clase de comentarios entre los invitados. No todos habíamos aceptado con el mismo agrado la obligación de estar desnudos durante la misma con alguna prenda selecta como única vestimenta. Es verdad que el anfitrión tuvo la gentileza de recibirnos y saludarnos uno por uno vestido solo con una pajarita roja bien anudada alrededor del vigoroso cuello. La libertad es siempre provisional, nos decía para confortarnos. Toda libertad es vigilada, no conviene bajar la guardia. La sonrisa con que acompañaba estas sabias palabras era impresionante. No lo conocía más que de oídas y fue una sorpresa descubrirlo derrochando simpatía y cordialidad con sus invitados en esas especiales circunstancias de su vida. Había muchos invitados y a muchos no los conocía de nada, por lo que al principio fue un poco embarazoso moverse por el salón lleno de cuerpos desnudos de todas las edades, razas y sexos. Las presentaciones se hacían enojosas, aunque luego uno fuera encontrando su acomodo entre los conocidos y olvidando la incomodidad inicial del código vestimentario. No había estado nunca en una playa nudista, pero imagino que restando el aire libre y la posibilidad de esconderse tras unas dunas, unos arbustos o en el agua, la sensación debía de ser muy similar.

Sin embargo, alguien llegó sin avisar y no debía de sentirse igual de a gusto que los que comenzábamos ya a distendernos gracias a la conversación. No fue la autora del grito, ni tampoco la causante del portazo. Usando su propia llave, al parecer, según nos contaba la anfitriona, había entrado en el apartamento sin entender que había una fiesta y no había sido invitada. Una nueva asistenta, otra más, distinta de las anteriores, una nueva cada día. Como en una conspiración, la maldita agencia de empleo, seguía explicando Nicole, se las mandaba a diario para torturar a su marido. Y hoy ya no había podido aguantar más la pesada broma y se había derrumbado en cuanto la vio entrando por la puerta. Creyó en su delirio que la asistenta llevaba un arma en la mano y venía a matarlo, para vengarse, y dio un grito de pánico antes de encerrarse en el dormitorio dando un portazo colosal. Y ahí sigue encerrado, una hora después, sin querer salir, sin querer compartir con sus invitados las copas de vino y los sabrosos canapés de caviar y salmón, hasta que la intrusa abandone el apartamento. Empresa, por lo visto, mucho más difícil de lo que parece.

La asistenta, una mujer espigada de facciones asiáticas y modales bruscos, como si se encontrara en total soledad, desde que entró en el apartamento sin llamar y fue descubierta por el anfitrión, con sonoro estupor, no ha cesado un solo momento de realizar las tareas de purificación y orden que le debían de haber encomendado en la agencia antes de venir. En vano la anfitriona, con el tono melifluo y condescendiente que acostumbra, ha intentado convencerla de la inoportunidad de sus pretensiones y del daño psicológico que su intrusión ha causado en la delicada salud mental del dios K. La actitud impasible de la limpiadora hacia las palabras de Nicole, una especie de sordera profesional, merece todo tipo de comentarios en los distintos corros de comentaristas que se han formado para intentar sobrellevar la extraña situación con cierto humor. Pero eso no impide que la enérgica asistenta barra y friegue el suelo deslizándose entre los invitados con una agilidad mal recompensada. Arrastra los muebles por el suelo como una bruta, rayando el parqué y produciendo estridencias que nos irritan y exasperan, aunque tratemos, por cortesía, de sonreírnos los unos a los otros como si no pasara nada. Y, de hecho, no pasa nada, como repite la anfitriona paseándose de un lado a otro de la fiesta tranquilizando a los presentes e invitándoles a disfrutar de la celebración sin preocuparse por la asistenta, un percance insignificante en nuestras vidas. Acabará pronto su trabajo y se irá, como hacen todas tarde o temprano, dice la anfitriona, que posee, ahora lo veo bien por primera vez, un cuerpo admirable en su madurez, bien conservado y de veras atractivo. La encuentro encantadora, pese al ingrato papel de esta noche. Le ha tocado suplir la ausencia de su marido, aterrorizado como un niño por esta inofensiva empleada de hogar, y es un placer seguirla con la mirada mientras, con untuosa amabilidad, se dirige a sus invitados para recordarles que más tarde, cuando esto pase, tendremos ocasión todos de conocernos mejor.

La asistenta, una mujer metódica y meticulosa, ha barrido y fregado el salón, ha limpiado el polvo de las sillas, de las mesas y de los jarrones y objetos decorativos, poniéndolo todo patas arriba, y ahora, por si fuera poco, decide pasar el aspirador para eliminar hasta el último rastro de la película de polvo, ceniza y mugre, las pelusas de todos los colores, texturas y consistencias acumuladas en el salón durante semanas. Todos estamos deseando que acabe, aunque algunos, por razones perversas, hayan comenzado a admirar su tesón y su disciplina profesional. Hasta que esa interrupción no se produzca y esta mujer hacendosa como pocas no deponga su actitud (ya es tarde para convencerla, nos dice Nicole, con gesto inconsolable) y se marche del apartamento por su propia voluntad, el dios K no abandonará el dormitorio y podrá sumarse a nosotros para comentar los hechos que han dado lugar a esta situación tan desagradable para todos. Nadie que la vea ahora arrodillada en el suelo frotando con un paño empapado en cera abrillantadora las manchas que oscurecen ciertas zonas del entarimado de parqué podría desear que terminara su tarea.

Las conversaciones entre nosotros giran sobre los asuntos previsibles, todos los invitados, sabiendo que venían a una fiesta en casa de DK, el hombre mejor formado e informado del mundo, han hecho los deberes estudiando los temas de rabiosa actualidad y algunos intemporales con objeto de gratificar al anfitrión con una conversación ilustrada, unos comentarios enciclopédicos, unas réplicas eruditas e inteligentes. Quizá por ello algunos de los presentes, a falta de mejores opciones, intentan entablar conversación con la asistenta. Algunas mujeres se han inclinado por educación para preguntarle si se encontraba bien, o si necesitaba algo, o si tenía alguna opinión que expresar sobre lo que había pasado, obteniendo el mutismo como única respuesta. Y algunos hombres, acompañantes o imitadores de estas mujeres curiosas, sin temor al ridículo, han intentado conversar con ella sobre los temas de la actualidad más candente. Incluso uno de ellos tuvo la falta de delicadeza y el mal gusto, no me lo explico, de preguntarle por el tema de actualidad por excelencia en esta casa. Por los gestos de la mujer, de un sigilo y una discreción encomiables, cabe adivinar que no siente ningún interés en socializar con los invitados y mucho menos si con ello pone en riesgo la imagen de laboriosa seriedad que pretende transmitirles, con su uniforme impecable y sus ademanes estrictos. No parece saber nada del asunto por el que se le inquiere con torpeza y nada dirá sobre él que pueda despertar el morbo sensacionalista de los invitados, más bien creciente, por el estado anímico del anfitrión.

Muchos, ahora, comienzan a pensar que han perdido el tiempo instruyéndose estos últimos días con tanto esfuerzo para estar a la altura de la invitación, viendo con impaciencia que la asistenta se ha tomado la puesta en limpio del apartamento como una obligación moral, una especie de redención personal y no parece dispuesta a perder la oportunidad que se le brinda esta noche de obtener otros contratos de trabajo en el domicilio de alguno de los presentes. Al fin y al cabo, aquí hay mucha gente importante, posibles clientes que residen en grandes casas que se ensucian con facilidad y acumulan desperdicios y residuos de los que no saben deshacerse por sí solos, gente que tiene mucho dinero y poco tiempo para limpiarlas a fondo como requieren, por qué no aprovechar la ocasión para mostrarles sus habilidades profesionales en directo. Eso piensa mi interlocutor, un abogado francés de paso en la ciudad, como me dice guiñándome un ojo, para resolver un importante negocio inmobiliario. Nos acaban de presentar y a pesar del ingenio con que describe la situación lacerante que estamos viviendo el hecho de que haya tenido una erección mientras hablaba conmigo sin perder de vista a la asistenta me ha incomodado bastante, me he sentido un poco intimidado y he preferido irme con una amiga a la que hacía tiempo que no veía y me hacía señas desde el otro lado del salón, parada como una estatua junto al pie de una bonita lámpara más alta que ella. No sé qué tienen, pero me encantan estas cadenitas colgantes, el material en que están fabricadas, el modo en que me recuerdan cosas de la infancia que creí olvidadas, será eso, no sé, me dice, tirando una y otra vez para encender y apagar la luz de la lámpara, y me doy cuenta enseguida de lo que está haciendo. O le han dicho que haga, quizá como un favor a la anfitriona, cada vez más nerviosa con la ausencia del marido. Atrayendo la atención de todos para distraerlos de la incomodidad causada por la presencia de la trabajadora intrusa, a quien no hay modo de apartar de su cometido. Pretende limpiar a fondo las gruesas alfombras del salón y el bramido del aspirador, al encenderse de nuevo, se ha tragado todos los ruidos y todas y cada una de las necias palabras de las conversaciones, imponiendo el silencio en todo el salón.

Estoy cada vez más fascinado con mi amiga, enganchada a tirar de la cadenita de la lámpara como si eso le diera acceso a alguna forma de poder sobre el resto de nosotros, y con la limpiadora, que con los pases reiterados del aspirador no se limita a remover el polvo que había escapado a su inspección anterior. Nos hace polvo, es cierto, y nos recuerda con su actitud emprendedora y su obsesión universal con la limpieza la tosca materia de la que estamos hechos, esa carne grosera que ostentamos sin pudor ante ella, que ni siquiera se digna mirarnos con actitud reprobatoria, no cabe imaginar amonestación más severa. Es la única persona vestida de pies a cabeza en todo el apartamento y eso le otorga de inmediato, como transgresora del tabú de la fiesta, un paradójico sentimiento de superioridad. Siento vergüenza de todo esto, vergüenza y fastidio por lo que está pasando, me siento indignado, y se lo comunico a mi amiga, que tiene además de una manía obsesiva, apagar y encender la lámpara, unos preciosos pechos cuya arquitectura ha sobrevivido, con retoques quirúrgicos, a dos matrimonios problemáticos, cuatro hijos e incontables amantes y aun así podría seducirme con ellos de nuevo si quisiera como hizo hace ya mucho tiempo como para que me acuerde con exactitud de las sensaciones. Me considero un hombre fácil, todo el que me conoce lo sabe. Por si fuera poco me encanta el lazo negro de raso con que mi amiga ha decidido ceñir su cintura y disimular en lo posible el ligero abombamiento del vientre.

En ese polvo que succiona la potente aspiradora con avidez filosófica, no debemos olvidarlo, viajan moléculas y partículas de nuestros cuerpos, escamas y pelos y caspa y restos imperceptibles de lo que somos o de lo que fuimos o de lo que estamos dejando de ser hora a hora, minuto a minuto, sin saber muy bien aún en qué nos transformaremos cuando nos quedemos sin nada, despojados hasta de lo más íntimo y secreto. Mi amiga se entusiasma con la idea metafísica que acabo de exponerle, se pone seria de repente, como si le recordara algo que ella hubiera pensado con antelación en soledad, y deja de jugar con la cadenita de la lámpara como una niña traviesa. Me mira a los ojos con malicia y me pregunta ¿estás pensando lo mismo que yo? Miramos los dos en la misma dirección, la mujer de la limpieza arrodillada de nuevo en el suelo, con la falda del uniforme levantada, ofreciéndonos el trasero y los muslos como tema de reflexión palpitante sobre la falta de fundamentos de nuestras creencias más acendradas. Cómo decirle que cualquier cosa que nosotros podamos pensar de ella o comentar sobre ella no alterará el hecho de que esa mujer va a estar ahí toda la noche limpiando nuestros desechos y nuestra suciedad hasta que decidamos irnos del apartamento y dejarla hacer su trabajo con entera libertad. El sagaz anfitrión lo ha entendido así y por eso, a pesar de la alegría que mostraba en las presentaciones y la ilusión que manifestaba hacia las posibilidades sociales de la fiesta, se ha recluido en el dormitorio, con la intención de que esta mujer acabe pronto su sagrado trabajo, sin estorbo alguno, y se vaya de la casa cuanto antes. El dios K, por lo que había escuchado y leído, es un hombre de ideas y, sobre todo, de gran capacidad de gestión. Nada de lo que he visto esta noche me hace pensar lo contrario.

Nadie se mueve, en cambio, cuando la limpiadora, tras acabar de barrer otra vez, vuelve a encender el aspirador y comienza a pasarlo de nuevo por entre los pies de los que aún se mantienen erguidos y los numerosos cuerpos tumbados ya en el suelo. Viendo el ambiente enrarecido que nos rodea, le digo a mi amiga que es hora de irse de allí. No vamos a poder salir, estamos atrapados, ¿no lo ves?, me contesta ella con una sonrisa frívola que traduzco, al descubrir el brillo de sus ojos, como una ironía circunstancial. ¿Quién ha dicho que tengamos que salir? Hay muchos dormitorios en la parte trasera del apartamento. Con suerte, le digo, podríamos terminar antes de que la asistenta entre a limpiarlo. No tuvimos esa suerte. Al poco de empezar a conocernos mejor en la intimidad, la verdad es que la había olvidado por completo como amante, hacía muchos años que no coincidíamos en una fiesta de este tipo, y me estaba entusiasmando con su actitud deliciosamente infantil en la cama, oímos otro alarido escalofriante que procedía del salón y salimos corriendo, preocupados, a ver qué pasaba. Muchos invitados se habían marchado ya, incluido el abogado francés que había comenzado a coquetear, sin mucha suerte, con la guapa anfitriona, según vi poco antes de irme con mi amiga juguetona al dormitorio.

Era el dios K, quién si no, el que había gritado como un energúmeno. Estaba furioso. Había salido de su refugio, decidido a poner fin a la situación, y había hecho el vacío alrededor de la asistenta, despejando de invitados la parte del salón en la que esa mujer estaba manejando de nuevo el aspirador como si tal cosa. Era la misma zona por la que había pasado y repasado ya al menos cuarenta veces desde que comenzó a limpiar el apartamento pero en la que su mirada microscópica debía de intuir aún la presencia de abundantes restos de material potencialmente infeccioso. El dios K, sin ninguna consideración hacia sus invitados, estaba en ese momento plantado frente a ella apuntándole con una pistola a la cabeza con violenta determinación. Esto iba en serio, ahora sí, esa era la idea dominante en las expresivas caras de todos los testigos de la escena. Nadie le decía nada, sin embargo. Los quince o veinte invitados enmudecidos que aún aguantaban en el salón parecían atenazados por los gritos de DK y la indiferencia irritante de la limpiadora a sus reiteradas amenazas y advertencias. Piénsatelo mejor, le dije, no cometas otra tontería. Me sentí estúpido de pronto, al comprender el sentido inconsciente de mis palabras, en cuanto el dios K se volvió para mirarme y me lanzó todo su desprecio a la cara. Todo su desprecio y su asco, como si me lo vomitara encima. Tuve ganas de taparme los ojos, de darme la vuelta, de ocultar la cara entre los gloriosos pechos de mi amiga, que me apretaba el brazo con mucha fuerza, provocándome un dolor agudo. Quería indicarme con este gesto el pavor ancestral que la mirada de crueldad innecesaria y los gritos de cólera del dios K le causaban. Si no hubiéramos estado todos desnudos, diría que esa mirada nos estaba desnudando, nos desnudaba de todos los atributos y los motivos de orgullo de nuestras vidas y nos sumía en una pobreza básica que resultaba intolerable para la conciencia moral de cada uno de nosotros. Me desnudaba, sobre todo, ya que era yo el objeto preferente del odio de esa mirada elemental, de una fiereza inexplicable en un hombre de su clase y de su nivel cultural. Me escrutaba y radiografiaba sin decir una palabra mientras seguía apuntando con la pistola a la frente de la asistenta, que no parecía darse por aludida y decidió ponerse de rodillas, sin apagar el aspirador, no para justificar su actitud y suplicar por su vida, como sería lógico, sino para cepillar una vez más el terciopelo granate de los bajos del sofá. Pasaron unos diez minutos de una tensión insostenible, mi amiga me apretaba cada vez más el brazo, y yo sentía, apartando la mirada de los dos protagonistas para observar las reacciones de los demás invitados, inmóviles o paralizados, que sobre aquella habitación planeaba la muerte, o alguna otra forma de destrucción innombrable, después de que durante la mayor parte del tiempo hubieran brillado en ella, con el desenfreno habitual, el desenfado, el absurdo, la necedad, la banalidad, el ridículo y hasta la falsa diversión de cualquier fiesta.

Fue entonces cuando el dios K, la comedia de salón acababa sin remedio y nadie sabría nombrar el género concreto de lo que vendría a continuación, disparó varias veces a bocajarro sobre la asistenta, los estampidos de las balas sonaron como truenos y tuvimos que taparnos los oídos para no ensordecer y los ojos para huir del horror. Mi amiga gritó atemorizada y pareció que lloraba cuando abrí los ojos y comprobé que la mujer de la limpieza no daba señales de estar herida. Cepillaba con ceremoniosa lentitud el polvoriento terciopelo que no se había manchado con su sangre mientras el dios K se llevaba la pistola a la sien y volvía a disparar en un gesto teatral de desesperación o impotencia. Esta vez nadie gritó y nadie se alarmó con la detonación. Todos sabíamos que las balas eran de fogueo y solo los gritos del dios K, tan reales como un puñetazo en la cara o en el estómago, clamando para que la asistenta se marchara de inmediato de su apartamento y las carcajadas diabólicas con las que abandonó el salón poco después, riendo como un demente, sabiéndonos impresionados con su dramática actuación, y se encerró de nuevo en el dormitorio, dando un sonoro portazo otra vez, lograron sobreponerse a los múltiples disparos con que acompañó todas estas acciones consecutivas hasta vaciar el cargador como pretendía.

No sé muy bien por qué, pero todos rompimos a aplaudir, como al terminar una representación, en el momento en que Nicole acompañó a la asistenta, cabizbaja y avergonzada, hasta el vestíbulo y se despidió de ella pidiéndole amablemente que no volviera nunca a esta casa. Cuando la puerta se cerró al fin y Nicole regresó al salón para anunciarnos, con voz entrecortada, que era la hora del champán, los helados y los pasteles, todas las mujeres estaban llorando, conmovidas, sin poder evitarlo.

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