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DK 34

LA VIOLENCIA DE LA LEY

Han invitado a todo el mundo a esta reconstrucción especial. Han querido darle un toque deportivo al caso para suavizar la violencia retórica de la disputa y el odio atávico de los litigantes. No falta nadie en esta noche mágica en el estadio y nadie en su sano juicio habría querido perderse el mayor espectáculo del mundo.

Nadie tampoco sabría decir con exactitud en qué momento del proceso se hizo evidente que no había otro remedio, ya que el establecimiento de la verdad de lo sucedido se revelaba cada vez más imposible, un horizonte cognitivo inalcanzable para todas las instancias implicadas en la resolución del caso. La reconstrucción de los hechos fuera del contexto judicial era el único medio de darle la vuelta a la difícil situación legal. Nadie podría objetar a esta ingeniosa idea, desde luego, dadas las dificultades halladas para dilucidar el papel respectivo de los dos actores principales en un entorno tan íntimo y reservado que excluía la presencia de testigos fiables. Ahí estuvo, por tanto, la clave de la decisión. Si la ausencia de testigos era el obstáculo mayor al que se había enfrentado la investigación, con la fiscalía al frente y el juez renqueando detrás, jadeando como un galgo pero con las fuerzas disminuidas por una opinión mediática más bien desfavorable a todo trato de favor al acusado, no cabía duda de que corregir esa deficiencia debía ser el primer paso del nuevo procedimiento a poner en marcha. La jurisprudencia americana tomaría buena nota de lo sucedido y, calificándolo de juicio espectacular, esto es, un juicio en el que la parte de espectáculo o divertimento de masas era tan importante o más que la parte judicial en sí, lo recomendaría en el futuro para casos similares, para casos, en suma, donde la relevancia social y política de uno de los encausados chocaba con la irrelevancia del otro haciendo inviable la consecución de un veredicto justo, mucho menos una sentencia, sin ganarse la enemistad del pueblo o de las más altas instancias, respectivamente. Muchos habían esperado en vano durante semanas, y habían presionado al juez Holmes con esa intención, para que decidiera lavarse las manos y se inhibiera del caso, cansado de no acertar con la solución a los problemas legales y políticos que le planteaba. Un gesto heroico, en opinión de algunos juristas interesados, un gesto vil, en opinión de otros y también de no pocos periodistas y comentaristas profesionales. No hay forma de contentar a todo el mundo, se dijo Holmes con una punta de ironía, haga lo que haga me juzgarán mal.

Así que el juez Holmes, examinadas en la moviola de la mente todas las posibilidades en un segundo de reflexión que pasmó al fiscal y dejó sin argumentos a la defensa, decidió proponer, en un alegato que aún se recuerda y comenta en los mentideros legales de la ciudad, que la reconstrucción de los hechos se llevara a cabo en un ring de lucha libre, a la que era aficionado desde sus años universitarios, ante una audiencia constituida por personalidades relevantes del mundo del espectáculo y la política pero también gente del común, ciudadanos corrientes, de todas las razas, sexos y credos, añadió el veterano juez con tono demagógico innecesario para que no hubiera lugar a engaño sobre sus pretensiones de impartir justicia a cualquier precio, incluido el de su propio prestigio o su dañado sentido de la realidad. ¿No era hábito corriente en el mundillo del cine, precisamente, el brindar a un público escogido la ocasión de emitir un juicio estético sobre la película presentada en primicia? ¿Por qué no emular esa costumbre tan democrática y ofrecer a los espectadores de la insólita velada la oportunidad de desenredar con su ayuda tan lioso asunto? ¿Por qué conformarse con la opinión de uno, él, el juez Holmes, por muy experto que fuera en los dilemas criminales del corazón humano, o, en su defecto, la de doce don nadies obligados a integrar un jurado para el que no tenían preparación alguna? ¿Por qué no invitar a todo el que quisiera, hombre o mujer de buena voluntad, a poner sus ojos y sus oídos al servicio de una causa tan noble como la de procurar un juicio justo a ambas partes? ¿No eran la infinita variedad de los testigos y la riqueza inagotable de sus puntos de vista garantía suficiente de que ningún detalle relevante escaparía al celo de su examen responsable y minucioso? Además, si era considerado necesario, concluía el juez Holmes agotando la paciencia de los presentes ese día en la sala del tribunal con sus interrogaciones retóricas y sus pomposas presuposiciones morales, pruebas de impotencia judicial más que de cualquier otra cosa más sofisticada, en opinión de muchos, con el inquieto fiscal en primera línea, podrían verse repetidas las jugadas más polémicas a través de pantallas LED de cuarenta pulgadas instaladas a tal fin en la cercanía de los puestos de venta de bebidas, bocadillos y chucherías…

La original propuesta fue un éxito multitudinario inmediato. Se vendieron de la noche a la mañana más de quince mil entradas y las restantes se sortearon en todas las radios y televisiones locales y nacionales y algunos privilegiados las obtuvieron tirando de influencias y privilegios, y durante los meses previos al evento no se pudo decir que en la ciudad o en los medios se hablara de otra cosa más interesante. Entre tanto, los dos contrincantes, con el asesoramiento de abogados y entrenadores contratados al efecto, diseñaban sus estrategias ofensivas y defensivas para no perder el combate a doce asaltos en los que la opinión popular, expresada en las papeletas que se entregarían a cada asistente al entrar en el Madison Square Garden, el estadio elegido por los patrocinadores de la velada por razones comerciales que no hacen al caso, daría por zanjada la denuncia en un sentido u otro.

La locura festiva se había normalizado esa noche, no era para menos, y la gente, desde todas las calles adyacentes y las estaciones de metro y de autobús, acudía en masa al estadio más conocido de la ciudad con la convicción de que después de esto, como escribió el cronista deportivo del New York Times, nada podría ser ya nunca lo mismo para nadie. Ya no era el delirio de los turistas en Times Square, rindiendo culto tribal a los tótems del capitalismo corporativo, sino algo mucho más íntimo y secreto, un sentido recuperado de la vida comunitaria, una vibración colectiva unida a los valores fundamentales. Al fin y al cabo, aunque el problema a dirimir afectaba a dos extranjeros, un francés notable y una paria guineana, era la institución americana de justicia la que se examinaba ante el mundo. Era este caso como podía haber sido cualquier otro, como se decía en algunas tertulias conservadoras (la FOX, sobre todo) para disminuir su importancia objetiva y una parte del riesgo de quedar desacreditados. Todos, a derecha e izquierda, estaban convencidos de que si no se resolvía el caso con prontitud y eficacia sería dañado gravemente el sistema de verdad y de autoridad en que se fundaba la institución del juicio y esta misma, con todo su historial democrático a la espalda, no podría sobrevivir por mucho más tiempo a esta puesta en cuestión. Muchos eran también los que acudían esta noche con la simple intención de ver en directo a sus ídolos más amados y admirados, las estrellas del cine y el deporte nacional que habían anunciado su presencia testimonial en el estadio. La mayor parte de los famosos interrogados se ponían de parte de la inmigrante africana, por razones humanitarias, y se habían encargado de airear su compromiso a través de revistas especializadas y diferentes canales de televisión para ganarse la simpatía de la gente, que también apoyaba al contrincante en apariencia más débil de los dos. El dios K, por el contrario, apenas si contaba, entre el rugido irracional de los espectadores, con algunos cientos de seguidores masculinos lo bastante avergonzados de serlo como para no ostentar sus preferencias ante los demás. La guerra fría había dañado el tejido cerebral de este país, se decía compungido DK, todo era confusión y estupidez desde entonces y nadie sabía reconocer ya a un libertador cuando lo tenía delante de las narices. A un héroe popular, una de esas figuras carismáticas que nacen para liderar grandes cambios históricos en nombre de la multitud que se limita a seguirle sin preguntar por su destino.

Nadie quería perderse el combate de la noche, por llamarlo de algún modo adecuado, aunque al final del mismo todos estuvieron de acuerdo en que el espectáculo había sido bastante aburrido y previsible, muy por debajo de las expectativas generadas en las semanas previas. Es verdad que todo el mundo se sabía el guion de memoria, durante meses había sido repetido y examinado hasta la saciedad en todos los medios. Y es verdad también que los abogados de la defensa, el juez Holmes, el inquisitivo fiscal y la acusación particular habían acordado la víspera del evento que la africana y su presunto violador se limitarían a repetir sobre el cuadrilátero lo que habían hecho el día de autos en la suite del hotel. Ni más, ni menos. Pero nadie se esperaba esa falta de convicción de ambos luchadores, esa desmotivación contagiosa, esa carencia de fe en sus posibilidades de victoria, como si la reconstrucción no fuera con ellos y los tuviera como actores cruciales del drama. Y eso que, cuando ella saltó al cuadrilátero ataviada solo con el exiguo sostén de un bikini negro de diseño californiano y unos pantaloncitos de atleta ceñidos a los muslos, todos anticiparon un desenlace diferente, más espectacular, más teatral, más acorde con la relevancia mediática del caso. Se equivocaban todo el tiempo de estrategia, o de táctica, como si no supieran distinguirlas, usaban los miembros contrarios a los que decían haber usado en la escaramuza del hotel, y por si fuera poco lo hacían en una posición distinta de la declarada con anterioridad en el tribunal. Él le agarraba la cabeza con fuerza desproporcionada y trataba de obligarla a que mirara al suelo por razones que nadie entendía del todo, como si pretendiera forzarla a reflexionar sobre el calvario público que estaban atravesando por su culpa, mientras ella, con la mano derecha asida al cuello de él como si quisiera estrangularlo allí mismo, parecía querer practicarle una llave que lo tumbara boca abajo de una vez y le obligara a reconsiderar su actitud defensiva ante lo sucedido. Nadie podría haber dicho con claridad qué había pasado allí, nadie estaba en condiciones, ni siquiera repitiendo los lances una y otra vez en las pantallas habilitadas a tal efecto, de saber con exactitud si él mentía, o ella mentía, o, quizá lo más probable en opinión de casi todos los testigos, los dos mentían a conciencia. En cambio, como creía en solitario el juez Holmes, más benévolo que la mayoría con las motivaciones humanas de la conducta, tras escuchar las estrambóticas declaraciones de cada parte, también era muy posible que ambos se engañaran sobre su participación en los hechos, desconociendo realmente qué había ocurrido entre ellos.

Muchos espectadores achacaron a la pareja de vistosos dragones que ella llevaba tatuados en los hombros, uno rojo y otro negro, por recomendación de su astuto entrenador, el impacto negativo que causó en el dios K en cuanto los descubrió al tratar varias veces de inmovilizarla con los brazos tomándola por sorpresa desde atrás. Se sintió paralizado, sin fuerzas ni argumentos con que doblegarla. Uno setenta de estatura versus uno ochenta, parecía repetirse mentalmente el dios K como consuelo ante la imposibilidad reiterada de aplicarle con éxito ninguna llave planeada durante los duros entrenamientos. El vociferante público vio desde el principio, no sin razón, en cuanto ella saltó a la lona con impulso imparable, ávida de confirmar su inocencia y demostrar la culpabilidad de su atacante, que él se enfrentaba a una pantera negra de miembros elásticos y ágiles, una luchadora invulnerable que no estaba dispuesta a que se repitiera el abyecto suceso que la hizo famosa, a su pesar, en todos los hogares del planeta. Estaba decidida a convertirse en un modelo imitable, como mujer y como madre, para todas esas amas de casa que la habían odiado al principio sin molestarse en entender sus razones. Algunos espectadores de las primeras filas contaron a la salida del combate que creían haber visto a los dragones erguirse como dos gárgolas furiosas sobre los hombros desnudos de la africana, desplegando las alas, sacando la lengua bífida y emitiendo un bramido perturbador, con el fin de amedrentar al dios K. Otros, más incrédulos, reconocieron que este se había comportado durante todo el combate como si eso hubiera ocurrido en realidad, como si hubiera visto, en el fragor de la lucha cuerpo a cuerpo, a las criaturas antediluvianas exhibiéndose con insolencia frente a él en formato 3D, cada una erguida en un hombro distinto de su adversaria, amenazando su integridad y desafiando sus intenciones de vencerla, y se habría mostrado medroso e inofensivo en todo momento, acobardado por la energía intimidatoria que despedían la felina antagonista de sus peores pesadillas y las peligrosas mascotas de fuego que la protegían contra su agresor en el ring y fuera de él. Aconsejada por sus abogados, ella había decidido aprovechar la ocasión para disipar cualquier sospecha sobre su actitud en la habitación del hotel. No era una puta, este escabroso punto estaba siendo probado con suficiente contundencia en el cuadrilátero ante quien albergara dudas respecto de sus motivos para denunciar al dios K. Su equívoco comportamiento, dentro y fuera del ring, no respondía a esa obscena aceptación del pacto más denigrante entre un hombre y una mujer, aquel en que mediaba dinero, según la vaga idea que se hacía Holmes del sucio asunto, en la satisfacción del deseo de una de las partes en el cuerpo o los genitales de la otra. Pero entonces, como se preguntaba con razón una parte del público, la más crítica quizá con la amañada disposición del combate, ¿por qué no usó la misma estrategia agresiva de hoy para invalidar las pretensiones sexuales de él? ¿O es que lo hizo, se defendió con uñas y dientes, como una leona africana aliada con dos dragones vietnamitas, y se negó a reconocerlo después por no debilitar su ventajosa posición de víctima en el litigio?

El juez Holmes se sentía ampliamente recompensado, como instigador de la velada y padre de la iniciativa, al ver cómo se ocupaban los espectadores en examinar al detalle todo lo que sucedía en el cuadrilátero y traducirlo tal cual al oscuro relato de lo sucedido en el hotel. Y había que observarlos con atención, como hacía él todo el tiempo, encerrado en su palco privado anexo al de autoridades, comportándose como escolares concentrados al máximo en la resolución de tareas asignadas, esforzándose más allá de lo razonable por comprender de una vez el sentido de los movimientos y las argucias de los dos luchadores en la lona. Pero nada, no había modo de sacar nada en claro de todo aquello. El falso combate parecía una coreografía demente concebida en un arranque de embriaguez por un demonio, o por un avatar de Satanás, para burlarse de las expectativas de esclarecimiento definitivo de la verdad y confundir todas las categorías morales que el buen Dios de los judíos les había inculcado desde el Génesis con el fin de preservar su influencia sobre ellos, como pueblo electo, y garantizar así su dominio sobre la realidad. ¿No era ella, en suma, la que había sido violada? ¿No era él quien había abusado de ella? ¿Qué estaba pasando aquí, entonces? ¿A qué venía esta inversión de papeles entre ellos, esta escenificación ambigua de sus actos y de sus gestos? ¿Alguien podía explicarlo, por favor, del modo más llano y escueto posible?

Las papeletas, una vez revisadas una a una por los mismos policías encargados de custodiarlas, no dejaron lugar a dudas. Nadie había entendido nada en la recreación deportiva del incidente, como tampoco en el testimonio oral de los implicados durante la vista previa. El juez Holmes, como tantos árbitros futbolísticos en condiciones similares de inferioridad cognoscitiva, respiró satisfecho al saberse exculpado por el público de la acusación de negligencia e incapacidad. Ni siquiera los diecinueve mil ochocientos noventa y cinco testigos de la velada en el célebre estadio habían podido dilucidar con un grado de aproximación suficiente, al cabo de dos horas y media de tedioso espectáculo, qué había pasado entre esos dos actores aquella dichosa tarde en la suite del céntrico hotel neoyorquino. No hubo forma de averiguarlo de ningún modo, de nada sirvieron tampoco las pantallas LED y sus recursos a la cámara lenta y la parada de imagen y la ampliación selectiva de detalles. Eso sí, por si acaso, la gran mayoría de los espectadores (un 98 %) prefirió darle la razón a la aguerrida guineana, una amazona del cuadrilátero que los había cautivado con cuatro armas secretas: su potencia beligerante, su atuendo seductor, sus tatuajes draconianos y sus modales felinos. Más vale una inocente con las manos sucias, debieron de decirse con sabiduría aprendida en algún breviario bíblico de saldo, que un culpable con la mente inmaculada.

Nadie se extrañaría, por tanto, de que unas semanas después el juez Holmes solicitara la jubilación anticipada y se retirara al rancho que poseía en Connecticut a meditar en solitario sobre las complejas enseñanzas del caso. Murió allí al poco tiempo, de un ataque al corazón, con lo que cabe conjeturar que todo lo aprendido en ese período se lo llevó a la tumba, como un buen hombre de otro tiempo menos confuso, para ponerlo en práctica al otro lado de la vida. Ese reino de ultramundo donde el amor y la justicia imperan, como asegura el padre Petroni, sin recurrir a la violencia de la ley.

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