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DK 35

CADÁVER POLÍTICO

Al revés de lo que se cree, un cadáver político es algo muy delicado y engorroso y hay que saber gestionar la situación con inteligencia. Para un hombre público, un individuo con una carrera política por delante o por detrás, o en ambas direcciones, el cadáver político es casi tan importante como un programa electoral. Cualquier candidato sabe que puede ganar unas elecciones incluso sin programa, bastan el carisma y la convicción, el poder comunicativo, la imaginación y la fantasía de la gente hacen el resto. Pero, siendo un cadáver político, como dijo un veterano mandatario, no ganarías ni aunque las elecciones fueran en el infierno y tú fueras el único candidato a regir los destinos de esa región apartada del submundo.

El dios K cuelga el teléfono con la amarga sensación de que su tiempo ha pasado. Las duras palabras del Emperador le han recordado esto cuando había vuelto a hacerse la ilusión de que un retorno a la política era aún posible para él. El caso se estaba resolviendo en su favor, la opinión pública no lo veía ya con tanto odio ni resentimiento, el trabajo de los abogados defensores y los publicistas del partido estaba funcionando, y él había creído recibir la señal de que podía volver. Es más, de que el regreso era algo más que un deseo privado. Una exigencia colectiva, un clamor popular, un imperativo histórico. ¿No era ese el mensaje que se le transmitió en Times Square unas noches atrás? El dios K creyó ingenuamente que era el propio Emperador el que se lo estaba haciendo llegar. Y en el curso de la tensa conversación que acaba de mantener con él, no ha dejado de recordárselo con insistencia, como si ahí se jugara su futuro. En vano. El Emperador lo niega. Jamás transmitiría un recado tan torpe y grosero a uno de sus servidores. Es entonces cuando aparece en la conversación por primera vez la expresión cadáver político, como una maldición que se infiltrara en la sangre del dios K y la corrompiera, separando sus componentes básicos, anulando sus funciones vitales, convirtiendo el cuerpo del afectado en un despojo apenas agonizante.

Un cadáver político, eso es lo que soy sin remedio, se dice el dios K levantándose del sillón y recorriendo el apartamento en busca de señales o signos de lo contrario. La música afroamericana ya no obra los milagros y transformaciones de antes. En el espejo no ve otra cosa reflejada que su imagen demacrada y alicaída, una copia desfigurada del radiante seductor que fue en otro tiempo. No tiene a Nicole a su lado para consolarse, desde que se echó uno o varios amantes apenas si pasa con él algunas horas al día, irritándose y protestando por todo. Ha decidido que esa es la mejor forma de sobrellevar la situación. Así que no hay nadie en la casa para detener a la asistenta que, usando su propia llave, acaba de entrar en el apartamento como si no hubiera nadie en él. No es que DK se haya vuelto un cadáver político, como ha sentenciado el Emperador con autoridad histórica incuestionable, por lo visto se ha vuelto también invisible, imperceptible para los demás, otro efecto pernicioso de la maldición que ha caído sobre su vida. Todos sus esfuerzos para elaborar a conciencia, durante años, una imagen y una presencia mundanas que atrajeran y engatusaran a los electores y no solo a ellos, e intimidaran a sus rivales potenciales, pero tampoco solo a ellos, se han eclipsado de golpe, como un armamento obsoleto que ya no asustaría ni siquiera a un niño indefenso, y ya no posee ni imagen ni presencia ni tan siquiera voz propia para engañarse a sí mismo sobre sus virtudes y méritos.

La asistenta entra en el apartamento mientras el dios K estaba en el dormitorio arreglando el desorden de las sábanas, sus noches son cada vez más intranquilas y angustiosas y la cama revuelta o revolucionada así lo prueba. Va a su encuentro para saludarla y preguntarle quién la manda, sabiendo que es otra vez la misma agencia de empleo que había enviado a las anteriores una tras otra, para mofarse de él o para ponerlo a prueba. Una agencia de empleo no es una agencia de inteligencia, se dice el dios K, hasta que se demuestre lo contrario. Hasta que la inteligencia demuestre que puede ser otra cosa. Una conspiración en toda regla, un complot para arruinar su prestigio o agotar su paciencia y su sistema nervioso, como piensa ahora enfrentado a esta limpiadora robótica enviada de nuevo por la maligna agencia que pretende destruir su sentido de lo real y lo racional. Y es entonces, en pleno estupor, cuando descubre que esta nueva asistenta no lo ve, los gestos enfrente de su cara así lo demuestran, ni lo oye, por más que se empeñe en gritarle al oído, desde muy cerca, puta, eres una puta, ¿quién te envía esta vez? Pero nada, ni caso. La mujer, una hispana regordeta, de pelo corto teñido de rubio y estatura menuda, más joven de lo que aparenta en un principio, se muestra tan indiferente a su presencia en la casa como a las reglas de su trabajo. Los insultos no valen para nada en una situación doméstica como esa. Conviene relajarse, desde luego, tomárselo con más calma, aunque la mujer se lo está poniendo difícil. El dios K, atónito, observa el ritual de la asistenta con la sensación de que, haga lo que haga para impedirlo, esta mujer se saldrá con la suya. Está acostumbrada a hacerlo. Eso se ve enseguida, se percibe de inmediato en los ademanes con que organiza su estancia y se adueña como una reina del espacio circundante. La proximidad entre ambos, aunque uno de ellos la desconozca, sería calificada en algunos juzgados especializados en esta clase de conductas de peligrosa y hasta de promiscua. El dios K, por si acaso, decide apartarse lo más posible del cuerpo de la chica. Nadie le obliga a vigilarla desde tan cerca, y así alejado de la posibilidad de delinquir podrá apreciar con mayor perspectiva todos y cada uno de sus gestos y actos.

Ella, entre tanto, sintiéndose como en su propia casa, se ha sentado en el sofá a descansar del ajetreo en el metro y la larga caminata hasta llegar aquí, se ha descalzado para estar más cómoda, ha comenzado a hurgar en el bolso que traía apretado contra el cuerpo y a extraer un montón de efectos personales que no son reconocibles a simple vista. A continuación, se ha echado en el sofá, con la espalda apoyada contra un cojín mullido y los pies bien aposentados en otro cojín igualmente mullido situado en el otro extremo del mueble, ha descolgado el teléfono y ha marcado varios números, colgando y descolgando cada vez, antes de que alguien le respondiera al otro lado. Ese alguien, sin duda, es su cómplice, piensa el dios K, sentado frente a ella en su sillón favorito, ese mismo individuo que debió de decirle que el apartamento estaba vacío a esa hora. Quizá sea otro empleado de la maldita agencia y los dos se hayan aliado en este plan diabólico para desposeerlo de sus pertenencias más queridas. Es verdad que de no ser por la llamada del Emperador, anunciada la víspera por las vías habituales, él no habría estado en casa esta tarde. El dios K no habla español, ni conoce los rudimentos de esa lengua de inmigrantes y parias de los dos continentes, como piensa, por lo que apenas si tiene tiempo de entender hasta qué punto son insustanciales los temas abordados en la conversación con su interlocutor antes de que la mujer cuelgue el teléfono. Después de estar un buen rato pensando en sus problemas, ya se sabe que esta gente está llena de ellos, soportan vidas melodramáticas, sobrecargadas de relaciones familiares tortuosas y carestía innata de medios y recursos, la mujer enciende un cigarrillo y se recuesta aún más en el sofá, apoyando ahora la cabeza contra el cojín para sentirse más cómoda, con la intención, imagina el dios K, de pensar también en lo que el otro le ha prometido al teléfono a cambio de su colaboración, o de introducir algo de indolencia en una vida que debe de carecer en exceso de ella, así como de confort y facilidades. O, por qué no, de hacer un rápido inventario mental de las cosas valiosas que pretende llevarse de la casa, aprovechando la ausencia de los inquilinos.

El estado del cadáver político es paradójico, como le ha dicho a las claras el Emperador hace un rato por teléfono, y se mide por grados, por deslizamientos, no es una condición en la que se irrumpa de buenas a primeras, con violencia. En eso se parecería, según le dice el Emperador, a lo que explican algunos tratados egipcios o tibetanos sobre el ingreso en los dominios de la muerte. Un abandono progresivo del cuerpo, una errancia insensible del alma, un sentimiento de desposesión, de no pertenencia, de desarraigo, de indiferencia, de impotencia, incluso. El retintín del Emperador al enfatizar esto último le pareció humillante, cómo podía saberlo, quién se lo había contado. ¿Era finalmente, como se decía, el hombre mejor informado del mundo, o solo fue una casualidad, un comentario malintencionado y nada más? Pero no se lo reprochó por no parecerle aún más susceptible o paranoico. Te sientes desencarnado, sin asideros físicos, insistió el Emperador al teléfono, como si hubiera experimentado ese estado en carne propia y pudiera describirlo con la autoridad que da la experiencia. La realidad deja de concernirte, enajenado de cualquier atadura real a las cosas o las personas que te rodean, liberado de cualquier forma de dependencia, y, como consecuencia de ese estado de flotación casi gaseosa en el que te vas instalando, te vuelves transparente para los demás, imperceptible, traslúcido. Todo esto se daría antes, al parecer, como sensaciones premonitorias del nuevo estado al que se accede de manera escalonada, sin sobresaltos. ¿Por qué, entonces, habría comenzado a sentir un furor y una rabia inconcebibles hacia la asistenta instalada en el salón de su casa como si fuera el suyo propio? Ni toda su comprensión ni su condescendencia podían tolerar la actitud insolente de la intrusa. Después de fumarse cinco cigarrillos casi seguidos tumbada en el sofá, se apropia del mando a distancia de la cadena musical que le regaló Nicole para que pudiera escuchar sus discos afroamericanos y sintoniza a todo volumen un canal de música hispana. La maldición del dios K se cifra, en este momento, en una relación inversamente proporcional con ella, compuesta de elementos y rasgos más complejos de lo que se pensaría a simple vista, viéndolos a los dos uno enfrente del otro. La inexistencia de él es el rasgo más acusado, ya que eso le garantiza a ella una impunidad y una libertad insoportables para él. El peor, con todo, no es este rasgo obvio de la situación, sino el opuesto. Como consecuencia de su estado manifiesto de inexistencia, al dios K se le agudiza la sensibilidad hacia la mera existencia física de la mujer, su presencia corpórea en el mismo espacio del apartamento cobra una resonancia y una fuerza insufribles para él, condenado a percibir hasta la exasperación cada detalle referido a la mujer. La sugestiva imagen de su cuerpo mientras está tumbada en el sofá, con la falda recogida, la camisa desabotonada y los pies en alto, enfundados en medias negras de nailon, apoyados en el cojín con una negligencia que, en otro tiempo, no le habría dejado indiferente pero que hoy, con todo lo sucedido, le resulta un espectáculo deprimente. Para colmo, el timbre anuncia con insistencia una visita inesperada que no es para él, nadie podría saber que estaba en casa. Por cómo lo recibe ella al abrir la puerta, un festival de besos en la boca y abrazos ardientes, se diría que este tipo alto y delgado y bien vestido, traje blanco y zapatos negros, que entra por la puerta sin quitarse el sombrero, con una confianza en sí mismo a prueba de escollos, no es su marido, desde luego. Más bien parece un amante fogoso, uno de esos galanes raciales, por lo que el buen fisonomista que hay en DK deduce de sus rasgos exteriores, típico de los culebrones televisivos a los que suelen ser adictas estas mujeres incultas cuando se entregan al fantaseo romántico y al devaneo ocioso. A instancias de la mujer, que se ha hecho con el dominio del terreno antes de la llegada de su cómplice, se sientan los dos en el sofá, comienza el procedimiento habitual en estos casos, con los protocolos que conocemos y las rutinas de rigor, y, al cabo de un momento, la acción se precipita en la dirección prevista y los dos hispanos están desnudos en el salón, ella más sobrada de carnes y él más musculoso o fibroso, retozando en el sofá con naturalidad, y el dios K, hundido en el sillón frente a ellos, contemplando esta escena tan erótica como exótica con la distancia cinematográfica exacta que otorgan la veteranía y el conocimiento del mundo.

Es cierto, piensa el dios K, que él no haría así las primeras maniobras. No sería tan brusco ni tan insensible a las demandas del cuerpo de ella. Esta chica requiere otros mimos, más delicadeza y refinamiento, no un trato tan desconsiderado y grosero. En fin, la posición de superioridad moral que le concede el retiro, le hace pensar que quizá no sería una mala idea pasar el resto de su vida adiestrando a la gente en la práctica del amor como antesala necesaria de la tarea política más importante. Ya se lo ha explicado a Wendy otras veces, con todo lujo de detalles, y ahora con gusto se lo explicaría a sus dos nuevos alumnos, a poco que estos le prestaran atención. Eso es, en definitiva, lo que le faltó al cristianismo, no una teoría del amor, esa la tenían, la crearon los griegos y ellos se la apropiaron tal cual, lista para ponérsela encima como una túnica de moda recién adquirida en un mercado de Atenas o de Alejandría, pero apartaron al mismo tiempo la práctica del amor de los griegos, el inimitable eros pagano, y sin esa práctica carnal, sin ese amor consumado de los cuerpos que se atraen, como estos dos ahora, con la fuerza imparable del deseo, la teoría, por magníficos que fueran sus presupuestos y postulados, no valía para nada y acabó hundiéndose en el vacío, la sequedad y la abstracción más estériles al cabo de siglos de absurdas batallas teológicas y guerras de religión aún más absurdas para imponer, en nombre del falso principio del amor desinteresado al prójimo, sus valores doctrinales a un mundo que no los necesitaba para realizar sus fines. Así el dios K, sin quitar ojo de la pareja latina ensamblada en un baile horizontal de ritmo impetuoso y frenético en el que los amantes alternan sus posiciones, como en una alegoría de la vida social, unas veces la mujer arriba y otras debajo, manteniendo siempre la iniciativa, inagotable, vigorosa.

Un cadáver político, como lo es él con todas las consecuencias, está en condiciones de diagnosticar la defunción de otros congéneres, cadáveres institucionales y religiosos, ideológicos y culturales. Un cadáver político es experto en una ciencia nueva, conocida por muy pocos en el mundo actual, el Emperador había menospreciado ese aspecto de la cuestión al hablar con él hacía unas horas por teléfono. Un cadáver político, solo por el hecho de serlo, sabe más de la muerte que de la vida, de los signos de la muerte y de la muerte misma que hay en la vida mucho más aún.

El Emperador, aunque nadie lo considere un cadáver en este sentido, hace mucho tiempo que huele a muerto. Tanto o más que el dios K. Y con él todo su difunto séquito de reliquias históricas y pervivencias nacionales rescatadas del abismo del tiempo. ¿Qué se creían, que podían condenarlo a un confinamiento peor que la muerte y esperar que no se vengara alguna vez del daño irreparable que le habían causado? La venganza de un cadáver político tiene muchas facetas y una de ellas, la más terrible y la más temible, era esta, sin duda. La facultad de decretar la muerte funcional de tantas cosas que se dan por llenas de vida y que, en realidad, solo están esperando al audaz forense que dictamine con mirada clínica los signos de la podredumbre terminal y el momento exacto de la historia en que el tinglado dejó de funcionar como había hecho hasta entonces. ¿Sabía el Emperador esto y se lo había ocultado para no poner a prueba o debilitar aún más sus mermadas dotes intelectuales? Del mismo modo que su pase temporal a la reserva como actor sexual le había revelado aspectos inéditos de la sexualidad y el erotismo, su conversión oficial en cadáver político hacía de él un analista prodigioso de las graves disfunciones intestinas y la necrosis galopante del sistema. Y así, mientras seguía distraído las actividades amatorias de los dos intrusos apareados, con objeciones parciales a su grado de pericia o eficacia momentánea, no se privó de examinar uno por uno los cadáveres que su condición diagnosticada de tal le permitía descubrir y sentenciar. La democracia burguesa, embalsamada y bien embalsamada, por sus mismos artífices y propagadores banales. El mercado capitalista, un cadáver indudable, un panteón invadido por las moscas y las alimañas. Los gobiernos, los grandes partidos y sus simulacros o sucedáneos ideológicos, cadáveres ambulantes, entregados a la ley de la supervivencia caníbal en el entorno más hostil. Europa y la Unión Europea, cuerpos pestilentes entregados a los gusanos de la codicia y el egoísmo patológico. Las iglesias, todas las iglesias y credos religiosos, cuerpos gangrenados y putrefactos, maduros para la incineración. Y así con todo y con todos, uno detrás de otro, los integrantes del mundo coetáneo fueron desfilando, como condenados a una muerte ritual, por el filo de la fosa común excavada en el subsuelo de la historia por la agudeza fúnebre del dios K. Cadáveres por todas partes, cementerios y tumbas a la espera de una epidemia de realismo que condujera a todos los muertos a su lugar asignado en la luctuosa representación del final de los tiempos. Solo la propaganda persistente del sistema y sus ramificaciones mediáticas y desdoblamientos institucionales, simbólicos o corporativos lograban encubrir, con variadas estratagemas de distracción y entretenimiento del personal, el artificio vergonzante de una vitalidad asistida. El mundo necesita con urgencia un gran holocausto de sus fundamentos, un reseteado radical de sus creencias y valores, sentencia DK, sintiéndose de pronto exaltado y exultante con la fantasía de postularse como gran reformador de la especie humana. Attali estaría contento si pudiera verlo, su discípulo más amado…

Ah, sí, qué placer inconmensurable le procuraba al dios K estar ahí sentado ahora, sin otra cosa que hacer, relajado tras urdir esta refinada venganza contra sus enemigos, viendo a los amantes recuperar, después de esos instantes de desposesión, su condición de individuos, con sus pequeños fines y proyectos privados cargando a sus espaldas, algo encorvadas por el abusivo trabajo de las generaciones que los han precedido a uno y otro lado de la frontera. La mujer vuelve a quedarse sola cuando su amante, vistiéndose a toda prisa sin molestarse en mirarla ni dedicarle una despedida cariñosa, se va con gesto de enfado o de fastidio del apartamento. No se la ve contenta con la partida del hombre, quizá no la esperaba tan brusca, mientras ella misma se viste de mala gana, sin ninguna prisa, en una escena de una sensualidad involuntaria que, sin embargo, deja indiferente al petrificado dios K. La mujer derrama unas lágrimas repentinas, en nombre del malentendido del amor clandestino, ese rechazo ancestral que se interpone entre los amantes al concluir el apasionado encuentro, o de cualquier otra entelequia sentimental que haya podido reconocer en su relación traumática con el otro. No son tan amargas esas lágrimas que vierte como podrían serlo en otra cara menos maquillada y en otros ojos menos expresivos y vivaces. Logra calmarse al poco y se sienta en el sofá de nuevo, con actitud resignada, y fuma uno, dos, tres cigarrillos seguidos mientras sintoniza en la radio otra cadena hispana de música bailable que le devuelve enseguida la alegría y la vitalidad que, con todo, el amor se ha llevado muy lejos de allí al dejarla desamparada al frente de sus obligaciones laborales y de sus problemas matrimoniales. Para que luego digan, se dice DK, satisfecho al fin, al verla abandonar el apartamento cuatro horas y veinte minutos después, mucho antes del retorno de Nicole, que llega tarde otra vez esta noche, después de haber ordenado y limpiado a fondo la casa, mueble a mueble, habitación por habitación, sin descansar un segundo. El dios K puede decirlo, no se ha despegado de ella en ningún momento, al principio por instinto de protección, por temor a que le robara alguna cosa, o se pusiera a hurgar en sus pertenencias en busca de algún documento comprometedor, luego ya fascinado por la energía sobrehumana de esta mujer increíble a la que la agencia de contratación no recompensará nunca por todo lo que hace, bueno y malo, como se merece.

Qué dulce estado el de cadáver político, si era esto todo lo que significaba. Esto y nada más que esto, sin más responsabilidades ni preocupaciones ni agobios. Este bienestar, esta serenidad, esta indiferencia total. Y más ahora que sabía que Virginie vendría a visitarlo en unos días, así se lo había anunciado el misterioso texto («Niña encontrada. Pronto en casa») del telegrama urgente que había llegado esta misma mañana desde París. Aún recordaba el momento solemne en que Nicole, antes de salir al encuentro de su nuevo amante, se lo entregó en mano. Él notó que ella temblaba al hacerlo, temblaban sus manos y también sus labios cuando dijo:

—Estarás contento, ¿no? Lo he hecho por ti. Otra vez he hecho esto por ti, espero que sirva para algo.

Servirá, sin duda. El dios K sabe algo nuevo esta noche, esta noche en que se ha transfigurado en la imagen comercial de un cadáver político. Ha aprendido la lección y está dispuesto a explotarla en todos los foros mundiales que tengan la valentía de invitarlo a que dé una explicación convincente sobre lo sucedido. Algo nuevo y valioso. Le gustaría mucho que Nicole volviera temprano y poder hacerle el amor como hace tiempo que no lo hacen. Ha creído percibir una vibración nueva ahí mismo, el signo de una resurrección posible, de un retorno inesperado al viejo esplendor, y ella se ha ganado el derecho a ser la primera en conocer la buena noticia. Un cadáver político puede ser un amante magnífico.

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