Karnaval

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KARNAVAL 2 » DK 38

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DK 38

PHARMAKON

Algunos de nuestros lectores nos han escrito para preguntarnos por qué el dios K no ha recurrido, dadas las circunstancias, a los milagros de la farmacopea para superar esa grave crisis de masculinidad que comienza ya a afectar, a la baja, a las cotizaciones bursátiles y los mercados financieros internacionales. Esos lectores inteligentes nos informan de fármacos (Viagra, Cialis, Levitra, Revatio y algunas otras marcas comercializadas en farmacias de todo el mundo civilizado) con los que han experimentado en sus cuerpos, sin prescripción médica, cosechando sorprendentes resultados, reacciones increíbles, y realizando proezas milagrosas, sintiendo cómo la carne en apariencia muerta o inanimada, gracias a la intervención de esas drogas sintéticas, resucita de repente en condiciones de vigor sobrehumano con el único propósito de procurar y recibir un placer ilimitado. Eso nos comunican los lectores más informados, sin avergonzarse de sus vivencias íntimas, y eso, sin duda, habría querido el dios K para sí con total seguridad. En especial desde que sabe que Nicole tiene amantes y no se priva, incluso, de traerlos al apartamento en su ausencia. Fue la misma Nicole, en el comienzo de todo, la que trató de solucionar el problema del bloqueo emocional de su marido recurriendo a la surtida variedad de productos de la industria farmacéutica contemporánea. Como sabe todo lector y todo ciudadano, nuestro tiempo abunda en maravillas bioquímicas que se proponen resolver todos nuestros problemas, incluidos los menos confesables. No se ha inventado aún, es cierto, la píldora para cambiar de sexo o de apariencia a voluntad, pero no es menos cierto que cualquier afección o padecimiento posee su tratamiento eficaz. El mal está en los mecanismos de control del Estado o en los intereses mezquinos de ciertos grupos corporativos, empeñados en limitar el potencial humano con restricciones inicuas, por no mencionar las arbitrariedades criminales del Emperador. Si no fuera por ello, la población podría suministrarse en todo momento la sustancia necesaria para vivir con alegría y satisfacción todos los días de la vida.

En el caso de DK, el problema no se demostró tan fácil de solucionar como se creía al principio. Todas las marcas existentes en el mercado fueron probadas, a indicación del médico de cabecera. Toda terapia farmacológica se intentó sin éxito. Para el dios K, por decirlo de un modo gráfico que los lectores menos informados puedan comprender sin dificultad, tomar cualquiera de esas pastillas que provocan en los demás miembros de su sexo pulsiones irrefrenables y ardores de semental no suponía para él una experiencia muy diferente de la de ingerir una aspirina con el primer café de la mañana. Notaba, sí, un grato cosquilleo en el glande, una urgente comezón en los testículos, quizá un subidón de la tensión muscular, una mayor fluidez circulatoria, sin duda, pero pocos efectos más dignos de reseñar. Nunca, en todo caso, esa ansiada erección por la que Nicole rezaba en secreto, cada noche antes de acostarse y cada mañana al levantarse, a su colega emérito el dios Príapo. Bien es verdad que el dios K no se sentía tan incómodo como su mujer con la nueva situación. La experimentaba como la posibilidad de observar el mundo desde una perspectiva única, no menos estimulante que aquella en la que la tumescencia y la excitación continuas se convertían, una y otra vez, en el único argumento de la obra a representar con obscena insistencia. El dios K se había instalado ya más allá del deseo, en un territorio inexplorado donde cada día encontraba nuevas y sugestivas razones para permanecer en él sin desear modificaciones ni cambios emocionales. Con independencia de lo que Nicole sintiera o pensara sobre el caso.

He aquí que un día de tantos, cuando ya la situación está instalada en la monotonía más rutinaria y la convivencia se mantiene en un impasse tolerado por ambos no sin contradicciones, al regresar al apartamento, el dios K sorprende a Nicole acostada con un hombre que podría ser su hijo. Ha pasado toda la tarde explorando de bar en bar los aledaños de Union Square a la busca de revelaciones sobre los extraños mensajes que está recibiendo desde que todo esto comenzó. Extraños mensajes que escucha por casualidad en la cola del autobús, o en un vagón de metro, o caminando por las calles y avenidas de la inmensa urbe, o en una conversación de sobremesa entre dos ejecutivos sentados en un banco del parque donde suelen almorzar, al pie del rascacielos en que trabajan a diario. Se refieren todos a la existencia de un mundo alternativo, otro mundo donde la historia habría tomado exactamente el sentido opuesto al que tomó en este, ahorrándoles a los ciudadanos no pocas penalidades y miserias. En su opinión, la gente que habla de ello se muestra esperanzada con la posibilidad de cruzar al otro lado para vivir allí una vida muy distinta, o de lograr que se abra alguna vía de comunicación efectiva entre los dos mundos paralelos por la que pueda infiltrarse algo más de racionalidad o de cordura en este mundo, dominado por los peores instintos y sentimientos, la codicia, el interés, la mezquindad, la ambición, la supremacía, el poder, la indiferencia por el otro, y un largo etcétera. El dios K, después del incidente, se siente ya viviendo en otro mundo, viéndolo desde detrás del cristal de un acuario de aguas turbias, confuso pero regocijado, y entiende perfectamente lo que la gente cuenta, lo que la gente dice, lo que la gente quiere, los deseos y esperanzas de la gente, en suma, los entiende ahora muy bien, en toda su magnitud. Mucho más que antes, desde luego. Ahora que no tiene ninguna opción de materializar esas esperanzas y esos deseos colectivos, los comprende mucho mejor incluso que cuando se postulaba como candidato para imponer a la realidad, desde el poder, otro estado de cosas posible para la vida de la gente. Así se ha pasado la tarde el dios K, viajando de incógnito por las viejas calles de la ciudad, sentándose a la barra de bares que en su vida habría visitado si no llega a ser por lo que es. En uno de estos bares de ínfima categoría, un tugurio irlandés de nombre olvidable ubicado en una esquina entre Broadway y la calle Ocho, uno de los ruidosos borrachos adictos a la cerveza de barril que jugaban a los dardos ha creído reconocerlo y ha estado a punto de arruinarle la excursión por el submundo económico. Menos mal que se había sentado junto a la puerta, por precaución, y pudo salir por pies antes de que el borracho barbudo y grosero y la horda de mujeronas infames que lo acompañaban pudieran bloquearle el paso con las peores intenciones. ¿No es usted uno de esos hijos de puta que están hundiendo el mundo en la miseria? ¿Para quién trabaja, cabronazo? Ya le cogeremos, descuide, ya le llegará su hora. Tenemos una cita, no lo olvide. Ojalá, antes de darse a la fuga a toda velocidad sin tiempo para oír la amenaza, hubiera podido responder entonces, como hacía en otros tiempos con orgullo incomprensible, para el Emperador. Trabajo para el Emperador, ¿pasa algo? Esta respuesta le sonaría hoy a chiste. A él mismo, con lo que sabe ahora, le parecería una broma de pésimo gusto. Hace tiempo que no trabaja más que para sí mismo. Hace tiempo que solo trabaja para hundirse aún más en su propia miseria. Excavando una tumba más profunda cada día.

Así se sentía, en efecto, el buen dios K al entrar en su casa y así sigue sintiéndose, a pesar de que su mujer, sin inmutarse por su presencia, está concediéndose la gratificación de follarse a un guapo jovencito con la misma pasión ciega con que solía hacerlo con él en los buenos tiempos de su matrimonio. No tiene sentido enojarse, él la ha descuidado mucho y ha cometido demasiados excesos y posee en la actualidad tantos defectos que, excepto la buena samaritana de Wendy, ninguna mujer en sus cabales querría saber nada de él como compañero de juegos, dentro y fuera de la cama. El chico está bien dotado, es apuesto y musculoso, quizá Nicole haya pagado por disfrutar de él como se disfruta de un artículo de lujo, nunca se sabe con esta mujer, es capaz de hacer gratis lo que nadie haría sino a cambio de una importante suma y, sin embargo, tiende a exigir remuneraciones abusivas por actividades que cualquiera, si tuviera la oportunidad, haría sin pedir nada a cambio. No le parece a DK, no obstante, que este experto seductor, que cuando llega el momento sabe lo que hay que hacer, es evidente, con eficacia profesional aprendida en muchos dormitorios en compañía de otras mujeres descuidadas por sus maridos, pueda haber pagado por acostarse con Nicole. Es cierto que aún se mantiene atractiva y sabe estimular en el hombre, con palabras y gestos, actitudes y modos de hablar, esa parte animal que se mueve solo con miras a la posesión desenfrenada del cuerpo de la mujer. En otro tiempo, él mismo había aplaudido sus romances con otros hombres, asistiendo con visible placer a su representación de un adulterio planificado que solo significaba para ella que no había otro hombre como él, aunque se acostara con ellos en reiteradas ocasiones, ninguno de sus amantes ocuparía nunca su lugar. Eso ya no es así, algo ha cambiado definitivamente en esto como en tantas otras cosas. Nada es lo mismo entre los dos, nada volverá a serlo, aunque ambos, al comienzo de la aventura neoyorquina, se agarraron con desesperación a la idea compartida de que podrían salvar su matrimonio del naufragio. Y lo han hecho, a pesar de todo, pero reduciéndolo a una pura formalidad racional, un puro protocolo, sin la molesta intrusión de las emociones o el sexo, como tantas otras parejas en las mismas circunstancias.

En fin, la melodía sinfónica del orgasmo múltiple de Nicole no es la música ideal para sus oídos en este momento melancólico que lo acomete al final del día, cada vez que llega la noche como un visitante inesperado venido de tierras lejanas, localizadas muy al norte, más allá del nacimiento del río Hudson, entre bosques salvajes y lagos helados y montañas escarpadas, y toda la ciudad se enciende de un extremo a otro como una gran pira de fuegos artificiales para oponerse a su siniestra influencia. Siente con nostalgia que no lo han invitado de nuevo a las fiestas más exclusivas que comienzan ahora en las avenidas y calles de la parte alta y durarán hasta el amanecer, y que mañana, cuando se levante, no habrá ninguna reunión temprana de ejecutivos aguardándolo ni ninguna comisión de gestores ni ninguna llamada urgente desde ningún despacho sobre un tema trascendente o banal. Como un desempleado más, desconectado de los centros de poder y decisión al igual que los millones de desempleados de este mundo entregado desde hace años a la demolición y la ruina sistemática de sus estructuras más antiguas. Nada cambiará, volverá a tener todo el tiempo del mundo, como ha hecho hoy, caminando por la ciudad como una sombra a la busca de un cuerpo, para malgastarlo en hallar una explicación a lo que no la tiene ni la tendrá nunca por más que se empeñe, para qué engañarse sobre esto. Podría pagar mucho a quien supiera proporcionársela, pero sabe lo bastante del mundo como para mostrarse escéptico sobre esa posibilidad ilusoria.

Abandona con sigilo el dormitorio, cierra la puerta y se encamina hacia el salón a servirse, como cada noche, un dedo de Lagavulin, sin hielo, sin agua, en un vaso cuadrado de cristal de cuarzo. Hay cosas por las que aún merece la pena vivir. No enciende las lámparas, no quiere alertar a nadie sobre su presencia, con la incierta luz del crepúsculo le basta por ahora. Esta decisión al cabo de un instante se revela más inteligente de lo que parecía en un principio. Le permite ver en la oscuridad sin ser visto. Mirar al edificio de enfrente sin esfuerzo y comprobar que en la ventana de la planta vigésima primera la luz encendida demuestra que el detective de la competencia está haciendo su trabajo como le encargaron. Sonreír en la oscuridad, piensa, es una forma de sonreírse a uno mismo. Sonreír para adentro, como una disciplina espiritual, sin molestos testigos ni justificaciones razonables. Enseguida lo atrae la nueva valla publicitaria que han instalado en la fachada de otro edificio colindante, junto a una de las terrazas más frondosas del vecindario. Acaban de encenderse los potentes focos que la iluminan desde arriba y el esplendor de la nueva imagen lo fascina no solo por el tamaño, enorme en relación con la fachada donde está colgada, sino por lo que le sugiere en ese momento de relajación tardía, cuando se siente más receptivo a toda suerte de mensajes y signos emitidos por la apariencia de las cosas. Un solitario pie de mujer, seccionado a la altura del tobillo, calzado en un zapato azul de piel sintética de serpiente. Es un pie elegante pisando el suelo de asfalto de la ciudad en un día de lluvia torrencial. Los goterones de agua sucia se lanzan contra su ostentosa belleza como aerolitos de inmundicia con la intención de degradarlo. El talón está manchado de barro o de tierra seca y la piel de esa arrugada zona muestra estrías blancas y negras rozaduras. Las uñas pintadas de esmalte rojo establecen un contraste cromático con el empeine y los dedos sucios. Gotas de agua y gránulos de arena o de tierra depositados sobre la piel desnuda, como accesorios decorativos de su presencia mundana, hacen de este pie encantador el pie de una modelo de vuelta de una lujosa fiesta o camino de una sesión de posado o de un desfile estelar en una pasarela, un pie terrenal, un pie que pisa la tierra con firmeza y se enfanga al hacerlo. Los joyeles de cristal blanco y azul y las cadenillas de plata que adornan el zapato y fingen apresar el pie en una cárcel de seducción y refinamiento lo vuelven aún más hermoso y tentador a los ojos del dios K. Se siente atrapado durante mucho tiempo en la fascinación indefinible que emana de esa imagen artística que representa a la perfección muchas cosas que adora de esta ciudad y de este mundo. No sabe lo que significa con seguridad, ni qué producto pretende vender, desde luego no unos vistosos zapatos de piel artificial y tacón alto, sí quizá un modo de vida, un estilo de vivir en el mundo, una manera particular de habitarlo, quién sabe, de apoderarse de él, de ponerlo a sus pies. Ese pie representa para él, de un modo inconsciente, una imagen de su fallido destino. Todo lo que ha deseado en la vida, todo lo que la vida le ha dado en abundancia y luego le ha quitado con violencia y brusquedad, como a un mal jugador, con el mismo gesto equívoco, barajando mal las cartas en una partida tramposa.

Cuando se queda dormido en el sillón, ha terminado la segunda ración de whisky de cada noche y se ha descalzado para estar más cómodo, sueña que ese pie femenino gigantesco podría aplastarlo con facilidad, como a un insecto, contra la acera de la calle. Ese sueño masoquista, con el cambio onírico de perspectiva, no le produce ya ningún terror, todo lo contrario, le parece una forma justa y deliciosa de morir.

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