Karla

Karla


Capítulo 5

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Apenas se detuvo el autobús la puerta se abrió, éste fue abordado de forma intempestiva por un grupo de personas, las luces interiores fueron encendidas de inmediato, y los pasajeros, expectantes de lo que sucedía, centraron su mirada en la parte delantera de la unidad.

—¡Al que intente hacer algo se los carga la chingada, hijos de su puta madre! —Una voz amenazante con un tono propio de los nativos de la costa del Pacifico Sur mexicano se escuchó, ésta procedía de un hombre que recién había abordado el vehículo de pasajeros.

—¡Todos con las manos en la nuca cabrones! —Una voz más ronca, con el mismo tono costeño e igual de amenazante se escuchó enseguida.

Los gritos comenzaron a escucharse, procedentes de los pasajeros, quienes se volteaban a ver unos con otros. La mayoría de los extranjeros no lograban entender los insultos, sin embargo, al ver a los hombres encapuchados con armas largas, otros con machetes, y otros más con cuchillos, no dudaron que estaban en problemas.

Karla logró calcular ocho, tal vez diez hombres encapuchados, quienes en pocos segundos se habían dispersado por el estrecho pasillo del autobús.

Un enmascarado, quien de primera instancia parecía ser el líder del grupo, caminó lentamente observando cada uno de los rostros de los pasajeros. Aquella mirada era inquisidora, indagatoria, penetrante, como si olfateara o buscara algo, con la calma y la paciencia de un felino cazador. Finalmente llegó al fondo de la unidad y gritó fuerte:

—Quien sea golpeado en la nuca deberá inmediatamente levantarse de su asiento y bajar del autobús, aquél que se niegue a hacerlo, será ejecutado de inmediato, aquí mismo morirá como un perro rabioso, ¿entendieron?, ¡no estamos jugando hijos de la chingada! ¡Ahhh! —agregó advirtiendo, al mismo tiempo que mostró un enorme cuchillo brillante, parecía como si recién le hubiera sacado todo el filo posible—, el que le quiera hacer o jugar al héroe ya sabe a lo que se atiene.

Karla guardó la calma, a pesar que se impactó aún más al mirar a aquel temible cuchillo, el tamaño la impresionó. Sólo había visto uno similar en alguna película de Rambo, o en alguno de esos programas de aventureros de National Geographic Channel, que veía junto a sus hijos los fines de semana. Sin embargo, una canadiense que iba tres asientos por delante de ella no pudo ocultar su miedo y lanzó un grito de terror.

De inmediato, uno de los encapuchados se acercó hasta ella y sin ningún tipo de duda o contemplación, la golpeó con la culata del arma que llevaba en sus manos, con fuerza suficiente para hacer sangrar el rostro de la mujer.

—¡Cállate hija de la chingada!, silencio todos, el próximo que grite me lo quiebro —advirtió, al mismo tiempo que levantó su fusil AK-47.

El silencio fue total, algunos ahogaron los gritos mordiéndose sus propios brazos, otros trataban de esconderse entre los asientos, las lágrimas salieron de algunos más, y los menos, guardaron la calma. Los extranjeros no necesitaban más traducción que lo que acababan de atestiguar.

Así, la elección de los pasajeros que debían abandonar la unidad inició. Uno de los integrantes del grupo invasor comenzó a caminar lentamente, mirando los rostros de cada pasajero, se cruzaba con sus miradas, escudriñaba en sus ojos como si quisiera leer algo en sus mentes; dio un par de pasos, y el primer elegido llegó. Un hombre mexicano de aproximadamente treinta años fue golpeado en la nuca por él, de inmediato, el primer seleccionado se levantó, y fue conducido entre jaloneos por otro hombre hacia el exterior del autobús.

El siguiente no tardó en llegar, un estadounidense de cuarenta años también fue golpeado en la nuca fuertemente por una mano del elector. Éste siguió su andar hacia el fondo del camión, localizó a una jovencita que aparentaba tener catorce, tal vez quince años, la miró por un instante, la adolescente volteó para mirar a su madre, quien iba al lado, el miedo la invadió. Cuando regresó la mirada al encapuchado, éste ya había dado otro par de pasos siguiendo en su tarea de elección, ante un suspiro de alivio de la menor de edad, y la de su propia madre, quien apretó más fuerte el rosario que llevaba escondido en su mano derecha. Ellas podrían asegurar que serían elegidas, por lo que dieron gracias a Dios de que no hubiese sucedido así. El tercero y cuarto elegido llegaron segundos después, una pareja de origen canadiense que venía de disfrutar su luna de miel en Puerto Escondido, fueron golpeados en la nuca. Al igual que los anteriores, bajaron de la unidad con miedo y prisa, entre agresiones, tanto verbales como físicas:

—¡Pa´ bajo, pinches gringos, hijos de su puta madre!

Karla, quien estaba sentada casi hasta el fondo, comenzó a angustiarse cada vez más, su respiración se agitó, experimentó un gran escalofrío, advirtió que la sangre le subía y le bajaba por todo su cuerpo como si estuviera en una Montaña Rusa, se sintió como en un sueño, por un momento pensó que tal vez habría sido mejor que el camión hubiera sufrido un accidente. No supo distinguir en ese momento que había sido peor, si aquel percance de hace seis meses, o este momento de zozobra y angustia; finalmente la muerte la acechaba una vez más.

Por fin, su tiempo de elección llegó, el hombre se acercó hasta su lugar, en ese momento vio los ojos del encapuchado, fueron sólo unos instantes, fracciones de segundo que nunca olvidaría, la mirada penetrante de aquel hombre parecía la de un zombi, la de un cuerpo inerte, sin alma. Pensó que no se trataba de un ser humano, sino de la muerte misma, o al menos un enviado de ella, un emisor del mal, un mensajero del infierno.

El porrazo en su nuca no tardó en llegar, fue elegida, se levantó de inmediato intentando evitar algún golpe más fuerte, pero fue en vano, gimió de dolor al sentir en sus costillas la culata de un arma, sin embargo, caminó hacia adelante, valiente y erguida. De reojo y como en cámara lenta, miró a aquella muchachilla que se salvó de ser elegida, sus miradas se cruzaron una centésima de segundo, aun así, el tiempo fue suficiente para hacerse entender. Con la vista, Karla le dijo a aquella casi niña, que no se preocupara, que todo saldría bien. Posteriormente, bajó las escalerillas y se unió a los demás seleccionados. Sus ojos casi se salen de sus orbitas al advertir que debajo del camión había otro gran grupo de gente dotada de armas de todo tipo, muchos de ellos vestidos con uniformes militares. Los machetes reinaban entre ellos, aunque las armas largas y los cuchillos también se destacaban. Calculó que podrían ser quizá otras treinta personas armadas. Las sorpresas no terminaban, pues al girar a su derecha notó que todo el equipaje de los pasajeros ya estaba debajo del autobús, en ese momento pensó que quizá todo se trataba de un asalto, pero si fuera así, ¿para qué hacerlos descender, y sólo a algunos de los viajeros?

Finalmente, detrás de ella, bajaron de la unidad el varón que viajaba como compañero de asiento y el hombre de pelo raso que venía a la izquierda de ella. Éste fue el más golpeado, apenas tocó el suelo y tres hombres lo derribaron, para después ser pateado en la espalda, cabeza y piernas. El total de elegidos fueron veinte, los demás pasajeros permanecieron en el autobús.

—Fórmense en una sola fila pinches ratas de caño, y miren hacia aquél lado de allá —dijo el líder de los hombres armados, señalando hacia lo que parecía ser un cerro. La poca luz de aquella noche apenas dejaba ver la silueta de algunos árboles cercanos y de la cima de una gran colina.

Los veinte elegidos obedecieron los mandatos recién recibidos, sabían que si desafiaban a los hombres enmascarados, podrían ser golpeados, o en el peor de los casos ultimados. Antes de recibir la siguiente orden fueron auscultados de manera minuciosa; bolsos de mano, carteras, relojes, colguijes, y cualquier objeto ajeno a la ropa les fueron retirados.

—Ahora, caminen sin mirar atrás, ¡avancen putos! —dijo un agresor, al tiempo que daba una patada en el trasero al último de fila.

Karla, al igual que los demás, caminaron por lo que parecía ser una vereda. Con aquella oscuridad era difícil visualizar veinte metros más allá del lugar por donde caminaban, el andar se estaba tornando más difícil, algunas ramas y el crecido pastizal con el que se iban encontrando lo obstruía.

Apenas habían avanzado cerca de cien metros, y ya estaban escuchando una voz de mando:

—¡Alto ahí, deténganse ya!

Ante la orden, los veinte cautivos se detuvieron de inmediato, Karla miró detrás de sí, y notó que seguían rodeados de aproximadamente una treintena de personas.

—Viendo hacia adelante cabrona, ¿quién te dijo que podías voltear? —Un hombre le gritó, advirtiéndola. Tuvo suerte por esta vez de no ser golpeada.

—Ahora todos colóquense frente a nosotros, volteando hacia acá, ¡vamos! ¡Rápido!

De primera instancia, algunos no entendieron la nueva orden, en particular los extranjeros, por lo que a jaloneos y más golpes, fueron formados en una fila horizontal, ahora los pasajeros estaban frente a frente con sus captores. Karla en ese instante pensó que estaban a punto de ser fusilados, parecía una escena extraída de una vieja película de la Revolución Mexicana. Miró con más atención a los agresores, o lo poco que podía apreciar debido a la escasa luz disponible. Todos los hombres estaban armados y con el rostro cubierto con pasamontañas, la gran mayoría, por no decir todos, de mediana o baja estatura, el color de piel no se notaba, los uniformes militares o al menos eso parecía, era el común denominador. Se destacaban las armas blancas, pues aún con la poca luz, el metal hacía que se reflejara ésta de manera amenazante. Los cuchillos y machetes destellaban a la muerte misma, podían reflejar un fulgor de luz que al mismo tiempo les anunciaba que tal vez su final estaba muy cerca.

—Muy bien, ahora todos dense media vuelta y peguen sus cuerpos unos con otros, todos pegaditos cabrones.

Al girar su cuerpo, y con la vista ya más acostumbrada a la oscuridad, Karla notó que estaban a tan sólo cinco metros de un barranco, se encontraban justo en medio de hombres armados dispuestos a matar y un abismo topográfico. No tardó mucho tiempo en llegar la siguiente orden:

—Todos al suelo, con la cara pegada a la tierra, apúrenle, los quiero ver a todos como víboras, arrastrándose en el suelo, todos pegados, ¡todos juntos cabrones!

Los extranjeros siempre eran jaloneados por otros hombres por si acaso no entendían del todo las instrucciones.

—Ahora arrástrense hacia el barranco, quiero sus caras mirando al desfiladero —dijo el líder captor, al mismo tiempo que pateó a dos de las víctimas, quienes parecían no acatar las órdenes con rapidez.

Por fin, después de unos segundos, las dos decenas de cautivos quedaron con sus caras en la tierra y a unos cuantos centímetros de un desfiladero. Karla no quiso ver hacia el fondo, no quiso saber cuántos metros separaban a su cuerpo del fondo del abismo. Pensó que si eran arrojados al vacío sería mejor no saber desde qué distancia caería. Sólo miró de reojo a sus costados, sentía los cuerpos de sus compañeros de viaje y desgracia. Comprendió que todos estaban apilados y encerrados como sardinas en una lata, y en verdad no estaba lejos de la realidad, sólo que la lata de aluminio era sustituida por fusiles AK-47, cuchillos, machetes y un barranco.

Hubo un momento de silencio, previo a un corte de cartucho; instantes después se escuchó un golpe, parecía como si un par de machetes hubiesen sido golpeados entre sí. El ruido aterrador del choque del metal con metal parecía estar cercenando la moral de todos los cautivos; los sollozos de una mujer se escucharon de entre el grupo de sometidos.

—Cállate pendeja, no quiero chillidos estúpida —Una estadounidense parecía entrar en pánico, de inmediato fue reprimido su lloriqueo, al mismo tiempo que un par de golpes en su espalda hicieron que el llanto se transformara en un aullido muy agudo, un chillido de dolor.

—¡Son of a bitch! —Se escuchó de forma tímida el insulto en inglés. Sin embargo, un par de hombres de inmediato desataron con furia una serie de golpes distribuidos por todo el cuerpo del hombre que lanzó el improperio.

—Muy cabrón ¿no?, pinche gringo puto, otro de esos gritos y te corto la lengua antes de clavarte el cuchillo en el cuello —Le advirtieron mientras le era paseada el arma de metal por todo su cuello, intimidándole.

—Mátalos ya Comandante, de una buena vez, que se los cargue la chingada, hazlo en este momento. —Se escuchó otra voz, sugiriéndole a su superior.

—No estaría mal —respondió el Comandante, al mismo tiempo que cortó nuevamente cartucho. El ruido hizo mella en todos los cautivos, algunos cerraron los ojos, otros gimieron, ahogando su llanto en el suelo. La escena tétrica era vista a pocos metros de distancia por los hombres armados, quienes sonreían, parecían gozar el dolor ajeno, aparentaban disfrutar el momento.

Karla escuchó casi de inmediato algunos gemidos de dolor, producto de los golpes recibidos por sus compañeros de desgracia. Parecía como si en turnos de a dos personas estuvieran siendo castigados: las patadas en las costillas, en las piernas, en la cara, acompañados de culatazos en los glúteos se mezclaron entre insultos y quejidos. Ella hundió un poco más su cara en la tierra, cual avestruz, haciéndose ajena al peligro, huyendo por un momento de su fatídica suerte, de ese presente que se le manifestaba como un fantasma en forma de machete, como un ente demoniaco materializándose en su cuello. Si bien, los ojos los cerró con todas sus fuerzas, el filo del arma blanca recorriendo su cuello con lentitud y el frío del metal acompañado de una risa burlona, hizo que viajara su mente hasta la Ciudad de México, hasta la habitación de sus hijos, pensó que su momento final estaba cerca, y quería que sus últimos pensamientos fueran hasta sus críos. Los abrazó con todas sus fuerzas, les sonrío, les dijo que los amaba, que siempre iba a cuidar de ellos, que nunca los abandonaría.

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