Kanada

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Capítulo 52

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Tras el ruido viene el silencio y tras el silencio una luz muy blanca, como hecha de nieve o de fuego. Un resplandor que te ciega. Tan parecido a esos reflectores que barren la noche y se detienen de pronto en un punto preciso de las alambradas. Solo entonces dejan de girar, de rotar infinitamente: cuando encuentran algo que los detenga. Es el fin, te dices, como si eso significara algo. Y luego: es el principio. ¿Es que hay alguna diferencia? Ves las agujas de un reloj girando como la hélice de un avión, cada vez más rápido; tan rápido que por un momento parecen hacerlo en dirección contraria. Ves a un hombre que nace en 5764 y muere casi cuatro mil años antes. Ves a Schneider inclinado sobre su escritorio, tratando de imaginar en qué consiste que el mundo se acabe. Quieres gritarle: el fin es esto. El fin es empezar de nuevo. El fin es remontar el tiempo a contracorriente, como un río que el océano escupiera hacia la tierra, en busca de su diminuta desembocadura en las montañas. Y tú estás viendo precisamente eso: un río que bebe sus propias aguas y el cañón del tanque bebiendo su propio fuego. El tanque que retrocede y el tiempo que retrocede con él. Los rusos alejándose de espaldas. Los muchachos desmontando la barricada y regresando a sus institutos y escuelas. El cadáver del hombre de la gabardina, que es acunado por las manos de la muchedumbre y vuelve al fin a la vida, para marcharse como si nunca hubiera muerto.

Ves a la Esposa trayendo platos vacíos sobre los que vomitas mendrugos de pan, potajes de gulash, gachas de polenta.

Ves a la Niña olvidando sus lecciones de Historia, de Geografía, de Matemáticas; la Niña derritiéndose como cera hasta convertirse en el Bebé y el Bebé que llora por última vez y por último desaparece. El cuerpo desinflándose, rígido y arriñonado. La piel enrojecida y como acecinada por el calor. La boca hinchada en un grito que nadie escucha.

Ves los edificios de la ciudad viniéndose abajo en una demolición meticulosa y paciente. Sus paredes saqueadas por hombres que revisan instrucciones y planos. Sus ruinas sirviendo de cantera de piedra, de hierro, de ladrillo.

Ves las calles cubiertas de pengős y los transeúntes que los recogen a puñados, sin olvidar un solo billete. Miles de pengős que vuelan hacia ti y que escondes con avaricia en el interior de tu telescopio, para tiempos peores.

Te ves a ti mismo abriendo por primera vez la puerta de tu despacho. Paseando cada vez con más seguridad por el pasillo. Reconquistando el baño y la cocina, los dormitorios y el vestíbulo. Tú abriendo la puerta de la calle. Tú dando un paso al otro lado y luego el siguiente.

Tu calle.

La ciudad a medio construir.

La estación.

Un tren que regresa, que avanza a contramarcha, con la locomotora dejándose arrastrar hacia estaciones en las que ya has estado; atravesando un arco de metal que ya has cruzado.

Y entonces, al fin, el campo. Si hay un final, ese final es a su modo un principio, y ese principio es este. El mismo campo, la misma nieve, las mismas alambradas. Los soldados, que todavía no son ángeles: por ahora son solamente rusos. No hablan tu idioma, pero se valen de gestos para arrebatarte hasta la última de tus posesiones. Les das tu ropa y a cambio te tienden un uniforme de preso. Les entregas tu morral, todavía dubitativo —en ese morral un par de zapatos y una muda limpia; una pastilla de jabón, un atado de cigarros Belomorkanal y una cuña de queso tierno— y a cambio te estrechan la mano. Luego caminas hacia tu barracón.

Camiones de abastecimiento que vienen y van, colas interminables en el pabellón de enfermos, tres raciones de comida al día. Un puñado de prisioneros, todavía desalentadoramente escaso. Desde el otro lado de las alambradas, campesinos que a veces se aproximan para mirar, apoyados en sus azadones y sus rastrillos, con gestos que deberían ser de asombro. A veces, en la noche, alguno de esos campesinos regresa para picotear la tierra con esas mismas azadas. Abren zanjas en la nieve y el fango en busca de dientes de oro y joyas olvidadas entre los huesos —porque hay huesos por todas partes—, y los rusos, que no son ángeles pero a veces velan como si lo fueran, tienen que disparar al aire para ahuyentarlos. En el origen la tierra es todavía eso: un moridero de cadáveres que los campesinos constantemente remueven. Es el año cero, dice alguien, el comienzo de todo, y no se equivoca.

Y tú, en el principio, eres un ser terrible, monstruoso, que no ayuda en nada ni a nadie y pasa el tiempo tendido en una de las literas de la enfermería. Tienes los pies ulcerados, quién sabe si por no moverlos nunca. Orinas desde la misma cama, en una escupidera de cerámica que las enfermeras traen llena y recuperan vacía. El resto del tiempo lo empleas en mirar por la ventana, aunque a tu alrededor los moribundos sigan gritando y vomiten las cucharadas de comida que las enfermeras les tienden. Desde esa ventana se divisa una panorámica parcial del campo. Un trecho de alambradas. Una tanqueta blanqueada por la nieve. Una chimenea industrial recién construida. Miras ese telescopio de ladrillo rojo sin parpadear, como si soñaras.

Luego todo se vuelve confuso. En el aire se percibe una amenaza vaga, imprecisa. Los prisioneros —cada vez son más numerosos; van saliendo de sus camas y de sus fosas, ocupando ruidosamente todo el perímetro del campo— festejan algo, hablan del fin de una guerra, pero los cañonazos se sienten cada vez más próximos. Los rusos también los escuchan, y un día de pronto desmantelan sus tiendas de campaña, empaquetan las latas de carne en sus camiones y se marchan. Los últimos en abandonar el campo empuñan fusiles y caminan de espaldas lentamente, con los ojos muy abiertos, como si no quisieran olvidar lo que han visto. Después llegan los ángeles. Vuelan en sus coches, en sus tanques, en sus motocicletas. Gritan todo el tiempo. Hay que poner las cosas en orden: los rusos han dejado tras de sí un desastre de mesas volcadas y piras de archivadores humeantes. ¡Los prisioneros!, gritan. Los sacan a empellones de donde los encuentran; si hace falta de debajo de la tierra. Pero ni aun así hay suficientes y a veces los ángeles tienen que moldearlos laboriosamente con sus propias manos. Los hacen de ceniza y de fango, de sangre y de fuego, como figuras de arcilla cocidas al sol; como golems enflaquecidos y monstruosos. El cabello es la fase más delicada del proceso: lo fabrican a partir de ciertos retales de tejido, bobinas de tela áspera que hacen un pelo finísimo, hermoso, a veces moreno y otras veces rubio.

Tantos esfuerzos darían risa si no fuera porque a la postre se trata de algo muy serio. Porque todos los que van llegando son también culpables, claro: están hechos de podredumbre, tienen corazones de ceniza, almas de fango. Venderían a sus padres y a sus esposas por un plato de sopa, si los tuvieran. Pero por ahora no los tienen, ni sopa ni mucho menos familias. Todo eso vendrá mucho después. De momento deben limitarse a trabajar de sol a sol, porque el trabajo los hará libres, dicen, el trabajo los hará inocentes. La redención es posible incluso para ti, que miraste impasible el sufrimiento de tantos moribundos solo porque te dolían los pies, al menos eso decías; y te basta caminar sobre las lajas afiladas de hielo para que las heridas se curen solas.

Tienes una cicatriz llena de pústulas que te atraviesa la mejilla de parte a parte: la marca de un criminal, el pasado inconfesable de un forajido. Todavía eres cruel, todavía eres indiferente al dolor de los otros, todavía pasas el tiempo en Kanada atesorando bienes que no te pertenecen. Eres avaro, eres rico, tu única patria es el oro, vives del sufrimiento de los que te rodean. Un parásito que engorda de la carne de los pueblos —griegos, franceses, italianos, yugoslavos, polacos—, que la socava y la pudre lentamente, a la espera de infectar otro cuerpo. Caminas de un modo distinto para huir de las selecciones; para encontrar en las pirámides lo que necesitas y organizarlo con movimientos escurridizos, ladinos, tortuosos. Y a pesar de todo tú y todos los que te rodean tenéis tiempo de aburriros, y ese aburrimiento es atroz para los recién llegados. Tiempo para decirle a un novato, por ejemplo, que si no le gusta palear carbón puede enrolarse en el comando de guisar potajes o en el de mondar patatas; de hecho, qué casualidad, ahí mismo tiene a la persona que puede ayudarlo, lo mejor es que corra a pedirle que lo incluya en su lista; es ese hombre con brazalete que voltea su porra en el aire.

Lo que hacéis es terrible y al mismo tiempo natural: todavía tenéis mucho que aprender. Los ángeles moldearon vuestro cuerpo y ahora deben moldear también vuestras almas.

¿Cuándo terminarán los tormentos? ¿Cuándo habrás purgado todas tus faltas? Los ángeles te señalan un número tatuado en tu antebrazo —¿estuvo siempre ahí? No eres capaz de recordarlo—. 122 892. Un número bastante alto: has tenido suerte. Apenas están evacuando a los 200 000: cuando lleguen a esa cifra será tu turno. Cada vez que ves entre los prisioneros un número bajo, pongamos un 50 000 o incluso un inverosímil 19 500, no puedes evitar preguntarte qué cosas terribles, que faltas casi imperdonables ha cometido. Lo miras con una mezcla de admiración y de miedo, y calculas cuánto tiempo tendrá que pasar entre las alambradas. Los números más altos, en cambio, se marchan tan pronto como llegan. Desde que los sacan de la tierra pasan minutos, como mucho un puñado de horas. Sus faltas deben de ser menores, o más disculpables. La mayoría son ancianos, niños, enfermos. Algunos incluso nacen sin números ni tatuajes, como si hubieran sido concebidos ya inmaculados, libres de pecado. No hace falta ni siquiera vestirlos con uniformes de preso. Los ángeles son implacables pero también capaces de gestos de piedad como ese. Tan pronto como se ponen en pie, a veces con muletas, a veces ayudados por las manos de madres o hijos, ya los están metiendo en los trenes.

199 000. 198 000. 197 000. Desde entonces es muy fácil seguir el paso del tiempo. 190 000. 175 000. 150 000. Los números siguen descendiendo, cada vez más rápido, y tú cambias con ellos. Un día regalas un atado de cigarros a un desconocido. Otro, una manzana mordida. Un mendrugo de pan. Una escudilla de sopa. Regalas incluso tus queridos zapatos de cuero, que te han acompañado todo este tiempo y parecen tan nuevos. Simplemente los abandonas junto a la litera de un enfermo en mitad de la noche, sin hacer ruido; en su lugar prefieres calzarte unos zuecos rotos que encuentras junto a tu cama. Es como si de pronto hubieras comprendido que todas esas posesiones son muy pesadas; que con ellas nunca saldrás, nunca podrás llegar a ninguna parte. Abandonas incluso tu puesto en el comando Kanada, que a su modo también es una carga muy pesada, y nadie te hace preguntas. El kapo te regala cuatro raciones de pan y a cambio dejas que sea otro el que ocupe tu lugar: un número bajo, que todavía tiene mucho camino por delante. Tú no puedes seguir haciéndolo. Tu solidaridad, tu compasión de pronto alcanzan al género humano por completo. A veces ves un cadáver retorcido sobre el barro y sientes una náusea o un desvanecimiento. ¡Tú, que has visto tantas cosas terribles, llorando! Un milagro: verdaderamente los ángeles son capaces de hacerlos.

Poco a poco ganas algo de peso y tu ropa parece más limpia. La cicatriz de tu cara debería curarse pero no se cura: cada vez es un poco menos cicatriz y un poco más herida. Estás herido y a pesar de todo los kapos te golpean con una saña renovada, incomprensible. Los ángeles quieren ponerte a prueba, saber si tu conversión es auténtica, ahora que el fin está tan cerca —140 000, 130 000, 125 000—. Y un día, al fin, llega el examen definitivo. Un número bajísimo —un verdadero culpable— se acerca a ti y señala a uno de los hombres que se pasea, con la porra dando vueltas en el aire. Te dice que con ese hombre el trabajo será más liviano, que corras a apuntarte en su lista: con un poco de suerte podrás pelar patatas o guisar potajes. Sabes que miente, claro: conoces muy bien a ese kapo. Lo has visto sacar más cuerpos del lodo que a ninguno. Pero los ángeles están mirándote, tomando nota de tus progresos en el cuadernito negro, y tú, el prisionero 122 892, de todas formas caminas hacia el kapo, te quitas respetuosamente la gorra, le preguntas sin un temblor en la voz si tú también puedes pelar patatas. Luego oyes silbar la porra, la ves girar en molinete muchas veces y azotarte en las piernas, en las costillas, en la cabeza. Aquello duele mucho, y sigue doliendo durante tanto tiempo que cuando acaba ya se te ha curado la cicatriz que te atraviesa la mejilla. Y ese mismo día los ángeles borran junto con la cicatriz también tu tatuaje, porque por fin estás preparado.

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