Kanada

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Capítulo 48

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Han vuelto a ocupar su puesto en la barricada, como si nada hubiera cambiado. Pero algo ha cambiado. Los niños ya no fuman y las muchachas no escupen juramentos. Se limitan a mirar el fondo de la calle vacía, a dar la espalda al árbol y a tu ventana. Por encima del silencio se alza de pronto la fanfarria de un canto patriótico, repitiéndose como un eco en todos los transistores. Esa música resbala insensiblemente por el contorno de las cosas, sin inflamar el aire gris de la mañana ni tocar el perfil grave de los muchachos que esperan. En mitad de la calle hay una mesa volcada que no hace más que estorbar y que parece más solitaria acunada por el estribillo del himno; una mesa que nadie lleva a la barricada ni devuelve a su casa. Nadie tampoco en torno al árbol. Sólo el cuerpo cimbreándose todavía, pero ya sin intención, sacudido por el aire, o por la música, o por una vaga esperanza. Columpiado quizá por tu imaginación, que busca imprimir algo semejante a la vida en el silencio pendular de ese algo semejante a un hombre.

Sólo queda esperar a los soldados. No llegan todavía, pero ya están allí, a dos calles de distancia. Puedes escuchar sus morteros y sus gritos, la furia de sus orugas escarbando el pavimento. Los niños tienen miedo. Tú no tienes miedo. ¿Por qué habrías de tenerlo? Conoces muy bien a los soldados; has vivido con ellos tanto tiempo. En cierto modo vives con ellos todavía. No son rusos, pero qué importa: también ellos tienen uniformes y armas, y hablan un idioma distinto del tuyo. Cada mañana los ves pasear frente a la alambrada con sus fusiles echados al hombro y su expresión lejana, como pacientes de un balneario que recorrieran siempre los mismos jardines, sus jardines, sin diagnóstico y sin esperanza. Sabes muy bien que no son crueles, o al menos a ti no te lo parecen. Estrictos, tal vez; severos como un padre al que ya se ha decepcionado muchas veces. Indiferentes, puede, pero crueles nunca. Indiferentes como sólo los ángeles pueden serlo, volando muy alto por encima de la degradación humana, batiendo las alas cada vez más rápido para no contaminarse, para no mancharse. Sólo que no es posible. El hedor lo toca, lo pudre todo. Fermenta en el fango de los barracones y se extiende hasta la cantina de oficiales y luego más allá de las alambradas. Alcanza lo mismo al centinela que hace guardia en la torreta que al ferroviario que se limita a organizar los horarios de los trenes. Traspasa los guantes negros, las botas altas, los pañuelos con que se cubren la nariz al aproximarse a vosotros. Alzan a menudo sus fustas, a la menor ocasión, no para azotaros, sino para manteneros a distancia. Dicen «Tú» esgrimiendo la fusta en el aire, y con el mismo gesto señalan y apartan. Esto es lo que los separa de la barbarie, de la corrupción humana: una trenza de setenta centímetros.

Son apenas niños, algunos muy hermosos, con los ojos azules velados por la gorra de plato. Hace un par de años aprendían Literatura en el Gymnasium y ahora están ahí, aprendiendo nada, vagando de un lado a otro como señores de una civilización extinta, como pastores sin pueblo. Fuman todo el tiempo colillas que apuran hasta quemarse los dedos. Consultan sus relojes. Se sacuden el polvo de las guerreras. Hacen cualquier cosa con tal de no miraros a los ojos. Menean la cabeza con desprecio cuando uno de los kapos -digamos un prisionero con un triángulo verde en la solapa- revienta la cabeza de otro con su porra -digamos un prisionero con un triángulo rosa, y los sesos ya esparcidos por el suelo-. Es entonces cuando desean echarse a volar. Se detienen en su ronda y escriben furiosamente en sus cuadernitos de piel negra. Números, órdenes, versos, plegarias; quién puede saber lo que escriben. Tal vez cartas larguísimas a sus familiares, que después de pasar por la censura se harán mucho más cortas. Tal vez solicitudes de traslado al Frente Oriental. Ellos tampoco quieren estar aquí, quién querría; el campo es ese lugar del que todos quieren escapar -volar muy alto, batir las alas cada vez más rápido-. Son ellos los que tienen miedo. Temen a los rusos y sin embargo preferirían cavar trincheras en la tierra helada, lejos de esos seres harapientos y terribles que morís sin cesar y que a pesar de todo continuáis llegando, incansables, interminables, a vuestra manera inmortales, ocupando las literas, llenando de nuevo los barracones que fueron vaciados con tanto esfuerzo, infinitos y demenciales como la misma estepa rusa. Temen vuestro olor. Temen vuestros piojos, y por eso nunca se descubren la cabeza. Temen las porras de vuestros kapos, que se abaten igual sobre hombres, mujeres y niños -y después de cada golpe giran la cabeza, buscando la aprobación de los soldados; y los soldados rehúyen esa mirada, anotan algo en su cuadernito, se marchan meneando la cabeza-. Temen la disentería, la sarna, la tuberculosis. Temen vuestros gritos, que en ocasiones suenan inhumanamente altos, como proferidos por la garganta de bestias o dioses. Temen vuestras risas, porque a veces, a pesar de todo, los prisioneros reís; risas enloquecidas, afiebradas, que se propagan en mitad de la noche y arden como la nieve. Y tú querrías decirles que no tienen nada que temer de vosotros, que todos sois inocentes, inofensivos, a pesar del cráneo afeitado y del uniforme a rayas, de los silbatos y los ladridos de los perros, inocentes los que cargáis cadáveres y los que ya no pueden hacerlo, los que mueren y los que sobreviven, los que se desvanecen en el aire, inocentes todos. Estáis ahí sin motivo, sin sentencia, sin lógica. Quieres mostrarles la U que llevas cosida en la solapa, que no significa húngaro -Ungar-, de ninguna manera, sino Unschuldig, es decir, inocente: aquí todos lo sois -el chiste que habéis repetido tantas veces a los recién llegados, húngaro, Unschuldig, inocente; ese chiste que arranca alguna de esas risas afiebradas, enloquecidas, contagiosas-. Quieres decirles todo eso a los soldados y también alguna otra cosa, buscar para ellos cualquier clase de consuelo, porque el pavor de los hombres poderosos es tan grande, tan terrible como ellos mismos, y por eso inspira mayor compasión que ningún otro.

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