Kanada

Kanada


Capítulo 49

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Piensas en esa palabra, inocente. Lo haces ahora, frente a los soldados que te tienen tanto miedo; ahora, apoyado en la ventana de tu despacho. Quién puede saber lo que significa esa palabra. Y quién puede pensar con tanto ruido. Los rusos no llegan todavía, pero en alguna parte hay una anciana que grita más fuerte que las descargas de sus fusiles. Ha aparecido de pronto al pie del árbol. Hurga con sus manos en los muchos pliegues de la gabardina, hasta descubrir un rostro. Es entonces cuando da el primer grito. Zarandea el bulto arriba y abajo, arriba y abajo, como si pretendiera descolgarlo y al mismo tiempo izarlo aún más alto. Mi hijo, mi pobre hijo, dice. Desde la barricada, hombres y mujeres asisten a la escena como si estuvieran muy lejos: revisan el punto de mira de sus armas, resitúan un saco terrero que no va a irse a ninguna parte, buscan más picadura de tabaco en sus morrales. Sólo dos muchachos se levantan y se dirigen a ella. Caminan lentamente, como si avanzaran en línea recta y al mismo tiempo en círculos. No van a llegar nunca. Pero llegan, y entonces tienen que conversar con la vieja, o más bien escucharla hablar entrecortadamente a través de su pañuelo. Desde la ventana no eres capaz de entender sus palabras. Asienten en silencio: escuchan y no dicen nada. Cada tanto se vuelven para mirar el vaivén del cuerpo y la costra negra, como un charco de aceite, que sigue creciendo al pie del árbol. Uno de ellos sostiene a la vieja, que parece que se cae. Y entonces comienzan las explicaciones: llegan hasta los oídos de la anciana, que niega con la cabeza y ya no escucha, y también hasta ti. Dicen que el tipo, es decir, su hijo, se plantó allí con un uniforme de cuello azul debajo de la gabardina, igual que el de los gendarmes de la policía secreta, a quién se le ocurre, cómo iban a acordarse ellos de que los soldados de la Fuerza Aérea tienen un uniforme tan parecido. La vieja mientras tanto se ha sentado en el suelo, tan cerca de la mancha de sangre, y los muchachos que juegan a ser hombres, las muchachas que juegan a ser muchachos se van arremolinando otra vez en torno al árbol. Rodean ese cuerpo que no cesa de balancearse y lo miran con la expresión vacía con que se mira el fuego.

Tardan mucho en descolgarlo, en improvisar una oración, en alisar las solapas de la gabardina y cerrarle los ojos. Tú los miras ejecutar todos estos preparativos con torpeza. Es tentador repetir la palabra que están repitiendo todos: inocente. Tentador y también inútil. Su inocencia, si es que importa algo, sólo importa durante unos minutos, acaso durante lo que queda del día. Mañana no será nada, ni inocente ni culpable. Una cifra más. Un nombre en una larga lista. Luego, un vacío. Tal vez un mal recuerdo: un pensamiento incómodo que un anciano tendrá dentro de muchos años, cada vez que pasee por determinada calle o se apoye en determinado árbol. Eso es todo y en cierto sentido es mucho. Así sucede siempre: es más fácil recordar a los asesinos que a sus víctimas. Los mayores crímenes no dejan huella, o si la dejan es una huella que engrandece aún más a sus verdugos. Las pirámides aztecas. De pronto te acuerdas otra vez de ellas. Las ves de nuevo frente a ti, alzándose como único testimonio del dolor que causaron y sin embargo tan inocentes, tan grandes hitos de la civilización, tan postalita de recuerdo; veneradas como monumentos erigidos a la grandeza humana, en cierto modo admirables, como lo es toda voluntad lleva hasta su último extremo.

Eso es el campo: un extremo más allá del cual no hay nada.

También por el campo pasarán los siglos. Se pudrirá la carne de sus sacrificados, tu carne, y detrás sólo quedará el propósito, la fe que movió a sus creadores. Sus ruinas nunca serán ya ruinas. Todo en pie todavía, hornos, raíles de tren y alambradas, como un museo viviente; como si el tiempo fuera un sueño del que estuvieras a punto de despertar. Las pirámides de Kanada también en su lugar: toneladas de zapatos, de gafas, de mechones de cabello, que turistas de otro tiempo contemplarán, están ya contemplando, fascinados por la grandeza de los verdugos y la insignificancia de sus víctimas.

El hombre de la gabardina amarilla es el mismo hombre que murió en los peldaños de la pirámide azteca; el mismo que murió para que tú guardaras en el bolsillo su alianza de oro; aquel que dentro de unos instantes morirá defendiendo esta barricada. Tú estás asistiendo desde tu ventana al funeral de ese hombre que es todos los hombres y piensas que su muerte es hermosa. Kanada es a su modo también hermoso. No te sorprende que algunos días el humo de los crematorios deposite sus cenizas sobre el tejado de los barracones, como si ni siquiera los muertos estuvieran preparados para marcharse. Tampoco tú vas a hacerlo. Al menos no todavía. Sigues aquí, sobrevolando sus cabañas, sus avenidas de fango, sus alambradas de espino, como si fueras un ángel o un dios. Ves arder sus pirámides de carroña, sus altares de sacrificio consagrados al metal y al fuego. Ves la ceremonia de la noche, el humo de las chimeneas, el resplandor de sus catedrales de ladrillo, y lo que ves es incomprensible como el templo de una civilización muerta; como el rostro de un dios cuyos últimos fieles ardieron y murieron junto con su recuerdo. Todo un mundo construido en torno a una idea, y que esa idea esté enunciada en un lenguaje que nadie recuerda. Un lenguaje que nunca conocimos realmente. Ves los trenes llegando y saliendo. Ves los reflectores barriendo las alambradas con su rotación insensible y lenta, con su movimiento ciego de astros. Ves el oro fluyendo desde la ceniza de los crematorios hasta convertirse en el hierro de los tanques, que se persiguen unos a otros, que se disparan y se destruyen para regresar a la ceniza, al fuego. Ves a un astrónomo austriaco que se inclina sobre su escritorio para trazar con precisión demencial estaciones de tren y barracones, incineradores y torres de vigilancia: cálculos perfectos en el cielo que se manchan de fango tan pronto como descienden al mundo. La verdadera mecánica celeste, que no transcurre en el firmamento sino en la tierra, fluyendo desde cada rincón, desde cada hogar y cada conciencia de Europa. Ves cuanto te rodea como un todo sin sentido, tal y como Schneider vio la confusión de los planetas girando, ejecutando danzas incomprensibles en el cielo, y sientes como él debió de sentir entonces la necesidad de explicar. Debes hacerlo, porque la inocencia es una carga muy pesada, casi insoportable. La culpabilidad puede arrostrarse de un modo u otro. Ser inocente, en cambio, es un peso que te aplasta: la inocencia compromete al mundo entero. Si es posible sufrir los mayores castigos por nada, entonces es la realidad la que se erige en culpable, la que deja de tener sentido; un torbellino de cuerpos inertes que chocan sin razón, sin ningún motivo. Y hay que encontrar ese motivo. Hay que inventarlo si hace falta. Dar una respuesta, cualquier respuesta, por inverosímil o absurda que resulte. Porque si de verdad fueras inocente, si ser inocente en este mundo fuera todavía posible, entonces todo lo que ves, los soldados y las alambradas, los barracones, las chimeneas, la rampa de selección y las casamatas, la enfermería, todo sin faltar un solo ladrillo ni un solo esfuerzo sería inútil, habría sido construido por nada. Tantos cálculos, tantos discursos, cifras, tantos trenes que se entrecruzan con rigor mecánico, sin chocar ni volcar nunca, tantos gastos, tantos uniformes, tantas palabras. ¿Cómo podrían estar equivocados? Habría que ser un loco para suponer eso. ¡Se han tomado tantas precauciones! Los hombres que han colgado a ese hombre en un rapto de locura pudieron cometer un error, pero aquellos que te colgaron a ti, que te están colgando todavía, son muy distintos. El mismo pueblo que ha calculado la velocidad de la luz y descubierto el bacilo de la tuberculosis, ese mismo pueblo no podría equivocarse en algo tan sencillo. Dicen que ningún cuerpo puede viajar a más de trescientos mil kilómetros por segundo y dicen también que ninguno de vosotros, ni uno solo, puede ser inocente. Es una hipótesis razonable, que merece ser demostrada con hechos. ¡Y hay tantos hechos que te rodean, tantas pruebas en todas partes! Esa mujer que le disputa a otra una escudilla de sopa en el fondo de su barracón, esa escudilla que seguramente no salvará a quien la posea, pero que sin duda matará a quien la pierda, ¿no es esa mujer culpable? ¿No eres culpable tú con tus zapatos nuevos, esos zapatos que pertenecieron a alguien que ahora está descalzo, a alguien que hoy se raja los pies contra las costras de hielo? ¿No hay algo animal en el modo en que os matáis y os dejáis matar por un pocillo de agua o un puesto en la cola de las letrinas? Tal vez por eso los soldados os miran con esa tristeza, con tanta repugnancia, como vigilantes impotentes de un zoológico, que levantan barrotes y dejan hacer a las bestias en sus dominios; que las ven morderse, equivocarse, fracasar cada vez más hondo, mientras fuman en silencio y suspiran.

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