Kanada

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Capítulo 50

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Eres culpable, lo has sido siempre, y lo descubres ahora, bajo el telescopio que apunta como un dedo inmenso al cielo; y también ahora, mientras pesas dientes de oro en una balanza; y ahora, cuando cambias un poco de aguja e hilo por un mendrugo de pan negro; cuando robas una pastilla de jabón; cuando escondes un huevo crudo, un huevo precioso y solamente tuyo, en los andrajos. Lo sabes ahora y antes que tú lo sabían los soldados, y los gendarmes que te detuvieron, el doctor que te examinó en la rampa de selección; cientos de burócratas, abogados, ingenieros, arquitectos, ferroviarios tocando su silbato. Todos ellos trataron de decírtelo muchas veces de muchas maneras distintas, y tú no los entendías o no los escuchabas. Creías que se trataba de un error, como si eso fuera posible. Ellos sabían que eras culpable y vinieron a buscarte para eso, para que les dieras la razón. No he hecho nada, repetías, soy inocente, inocente, pero no se trataba de lo que habías hecho, sino de lo que estabas a punto de hacer. Te encerraban para que empezaras a purgar los crímenes que cometerías dentro; los crímenes que estás cometiendo ahora. Sólo necesitabas una ocasión propicia y ellos te la proporcionaron -y luego rehuyeron tus ojos, se cubrieron la cara con pañuelos, prestaron sus porras a quienes las quisieran y desearon volar muy alto, cada vez más rápido-. Culpable tú y culpables los niños que lloran, las mujeres que se arrastran fuera de las fosas que otras al límite de sus fuerzas cavan, los hombres que albergan esperanzas y los que las han perdido, los enfermos que ya no pueden caminar pero siguen aferrados a la idea de comer y beber con una obstinación inhumana, monstruosa: todos culpables. Todos harían lo que fuera por sobrevivir, incluso eso que estáis haciendo ahora.

Y si ni siquiera tú eres inocente, entonces quién podría serlo. Porque los ángeles no son terribles, o lo son de una manera extraña: se limitan a darle a cada uno lo que pide, y ese deseo satisfecho puede ser a su manera el infierno. El campo es su regalo. Un regalo para los gitanos que llevan siglos huyendo de las ciudades, reivindicando su derecho a vivir y morir en sus campamentos de madera y de lona; no comprenden que vivir así es terrible por más que los ángeles se lo explican, así que finalmente hay que decirles: si no nos creéis, tendremos que demostrároslo. Un regalo para los invertidos, que quieren compartir sus camas con otros hombres desnudos como ellos, lo más lejos posible de sus novias y esposas. Un regalo también para los Testigos de Jehová, que al fin y al cabo fueron los primeros en pronunciar la palabra martirio: lo hicieron mucho antes de que éste comenzara realmente, como si en cierto modo lo desearan; como si ellos mismos fueran profetas o dioses. Así que los soldados, los ángeles, les miran a los ojos y les dicen: sea el martirio. Un regalo para enseñar a los intelectuales que Goethe no nos ayuda a soportar nada; que el mundo pertenece a quienes tienen fusiles y la voluntad de usarlos, a los que roban zapatos con pericia porque fuera del campo ya robaban cosas peores. Descubren que esa entidad abstracta que llamaban humanidad está en realidad compuesta por millones de hombres por los que sienten un íntimo desprecio; hombres que no conjugan correctamente los verbos de su propio idioma; que no saben quién es Heine ni tienen ganas de aprenderlo. La democracia, comprenden, consiste en morirse todos juntos de frío. El comunismo tampoco es la respuesta, y eso se lo enseñan a los obreros soltándolos allí, lejos de las leyes del mercado, de la tiranía de los bancos y el flujo monetario, y luego dejando que se hagan trizas por cualquier cosa que recuerde al poder, al dinero.

Los ángeles también tenían un regalo para ti. Sólo que tú eras obstinado y orgulloso y tardaste mucho tiempo en aceptarlo. Te decían: eres avaro, eres rico, tu única patria es el oro, vives del sufrimiento de los que te rodean. Y tú lo negabas. Un parásito que engorda de la carne de los pueblos, que la socava y la pudre lentamente, a la espera de infectar otro cuerpo. Eso te decían. Caminas de un modo distinto, con movimientos escurridizos, ladinos, tortuosos. Incluso esto: tus manos no son manos, son urracas del brillo ajeno, piojos de nuestras cabezas, garras de rata. Te lo decían con palabras y también con leyes, con pasquines, con miradas. Entonces no tenían razón, pero sin duda la tienen ahora. El pueblo que nunca se equivoca postuló la teoría de la indeterminación y predijo también que acabarías convirtiéndote en aquello por lo que te encerraban. Basta mirarte ahora -pero quién querría mirarte-, rodeado de montañas de ropa, de candelabros de plata, de joyas ocultas en la badana de los sombreros y en el forro de los abrigos, pesando el polvo, la ceniza dorada que deja tras sí la muerte. Arrastras los pies llagados y te mueves entre los demás serpentina, furtivamente, para deslizar una alianza de oro en el bolsillo del kapo. Un reloj cuesta ciento veinte cigarrillos, treinta cigarrillos por una ración de pan, cuatro raciones de pan para ser enrolado en los comandos de trabajo más livianos, y tú administrando las tarifas con sigilo, con brutalidad, con indiferencia. Tú siendo aquello que decías no ser, aquello en lo que nunca ibas a convertirte, y ellos por fin listos para anotar en sus cuadernitos de piel negra que tampoco contigo se equivocaban.

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