Kanada

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Capítulo 2

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Después de todo ha sido una suerte que él estuviera ahí, te dice el Vecino; en otras partes de la ciudad ha sido igual o peor. A veces incluso mucho peor: si tú supieras. Podría contarte muchas historias, aunque por otro lado de qué serviría. Lo que importa ahora es que estás de vuelta y tu casa vuelve a ser tuya. Eso se lo debes a Dios, dice, y un poquito también a él. Porque muchas familias han vuelto sin tener adónde. Algunos han encontrado sus casas ocupadas por sus propios vecinos, dice el Vecino. Otros desgraciados perdieron las escrituras de propiedad y sus apartamentos se han convertido en asilo de enfermos y maleantes. Por no hablar de los edificios que se han venido abajo y ya no existen, y de aquellos otros que sí existen pero ahora pertenecen a la Oficina de Vivienda: los mayores ladrones de todos. Tú, en cambio, no tienes nada de qué preocuparte. Porque él y su esposa han hecho todo lo posible, no ha sido poco dadas las circunstancias, y gracias a eso tú tienes y tendrás siempre una casa a la que volver. Lástima que los saqueadores forzaran la puerta y dentro queden ya tan pocas cosas.

El Vecino continúa hablando mientras asciende pesadamente por la escalera, dos peldaños por delante. No hace ningún gesto con el que acompañar sus palabras: parece como si recitara un libro o llevara un gramófono escondido en la pechera. Su voz tiene algo de locutor de radio, enumerando calles que ya no existen y nombres de personas que han muerto. Desgracias que parecen subrayadas o acentuadas por la percusión de su pierna derecha contra los peldaños, que repica como la madera y parece pesar como si estuviera hecha de piedra. Porque también ahí, en la ciudad, han pasado cosas terribles, dice; durante meses faltaron el té y el azúcar, la carne, la margarina. Y mientras escuchas la mención al té y al azúcar, a la carne y a la margarina, ves como desde las galerías superiores han comenzado a asomarse rebozos negros y rostros muy blancos. Niños que se alzan de puntillas y ancianas con manto sujetas a la barandilla de hierro. Sus rostros permanecen duros y graves, como recobrados del fondo de una fotografía. Visto desde abajo, el patio podría confundirse con la platea de un teatro venido a menos -un teatro que huele a col hervida y a estufa de leña, a palomar rancio y a friegas de vinagre-, y entre los tendederos el público parece aguardar en silencio el comienzo de la obra.

Haces el gesto de llevarte la mano al sombrero -pero no llevas sombrero- y desde sus palcos los rostros inmóviles no hacen ni dicen nada.

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