Kanada

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Capítulo 5

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Otra vez el timbre. Otra vez la misma voz, repitiendo un nombre. Tampoco ahora te levantas. Ni siquiera abres los ojos. Detrás de los párpados cerrados te imaginas emprendiendo todos esos movimientos que te niegas a hacer: levantarte del jergón, preguntar quién es, caminar hacia la puerta. No llegas a tocar el pomo. Te quedas paralizado en esa frontera en que el pasillo desemboca en el vestíbulo. Ni siquiera en tus sueños eres capaz de cruzarla. Y cuando abres los ojos resulta que ya no es necesario, porque de alguna forma el Vecino ha aparecido junto a ti, está de pie frente a tu colchón, con la llave en la mano y la expresión severa.

Estaba muy preocupado, te dice. A decir verdad, los dos lo estaban. También su esposa, la Esposa, que se pasó toda la tarde cocinando ese gulash y esa gallina en pepitoria que no llegaste a probar. Dos días: ése es el tiempo que llevan llamando a tu puerta, hasta que por fin se han decidido a usar la llave. Te dice todas esas cosas con una voz doctoral, paciente, como si tú no las supieras y hubiera que explicártelas. ¿Acaso las sabes? Qué importa. Quieres que cese el ruido. Recuerdas de pronto el sueño del que acaba de despertarte: un sueño atravesado de aromas y sabores, de rodajas de rosbif, de manteles blancos, de vinos deliciosos y hogazas de pan servidas en la mesa del comedor. Un sueño en el que los muebles de tu casa eran otra vez los de siempre. Y ahora sólo quieres que el Vecino se vaya para regresar al salón; para sentarte de nuevo ante esa mesa y pellizcar la comida de esos platos que ya no están. Pero el Vecino no se marcha. O sí lo hace, pero primero te mira en silencio, como tratando de entender algo, y quizá no lo entiende, pero así y todo desaparece y casi de inmediato regresa con la Esposa, que lleva una bandeja con un cuenco humeante, un plato y una copa. Come, dice el Vecino, tendiéndote el cuenco y mirándote a los ojos. La Esposa no dice nada: mira la punta de sus zapatos y espera, con las manos cruzadas a la altura del ombligo. Tú obedeces y aun sin levantarte del colchón comienzas a beber, primero a sorbos lentos, y luego cada vez más deprisa. La realidad parece desvanecerse como el paisaje de tu sueño: de pronto sólo estáis tú y el cuenco, que apuras hasta la última gota, y más tarde el plato, que primero está lleno y luego vacío.

Cuando levantas la vista la Esposa ya se ha marchado, pero el Vecino continúa detenido en el umbral. Te dice con la voz suavizada que entiende por lo que estás pasando. La guerra ha sido horrible para todos, y todos habéis vivido momentos que preferiríais no recordar. Eso te dice. Él mismo ha visto algunas cosas terribles y ha hecho algunas otras de las que se arrepiente. Aunque, bien pensado, arrepentirse tal vez sea una palabra demasiado fuerte, se corrige. Sí, es cierto: hizo algunas cosas que podrían haberse hecho de otra manera, haberse hecho un poco mejor incluso, pero qué puede esperarse de un tiempo que ha sacado lo peor de todos. Ahora hay que seguir adelante, dice, y al hacerlo señala el pasillo, y a través del pasillo la puerta de la calle. Ellos están dispuestos a ayudarte. Sólo quiere que sepas que hasta que rehagas tu vida nunca te faltarán un plato de sopa y un vaso de vino, porque ellos también están dispuestos a olvidar, a empezar de nuevo. Como si nada hubiera ocurrido, lo cual a su modo es cierto, porque el Señor siempre nos da otra oportunidad y ésta es la tuya.

Gracias, te limitas a contestar, devolviéndole el cuenco vacío. Y el Vecino duda un momento antes de aceptarlo, como si no supiera qué hacer con el cuenco ni con tu agradecimiento.

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