Kanada

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Capítulo 6

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Saldrás a la calle cuando todo esté en orden. Eso te dices. Y sin embargo es tan difícil dar con ese orden, encontrar un sentido allá donde sólo hay caos. Los libros, por ejemplo. Yacen esparcidos por todas partes, con las encuadernaciones rotas y algunas páginas arrancadas. Deberías organizarlos por temas, por autores, por materias, por nacionalidades, pero para eso tendrías que abrirlos, leer al menos sus índices o sus títulos, y no te sientes capaz de tal esfuerzo. Si se piensa con detenimiento es tan asombroso el milagro de la lectura. Contemplar un dibujo que no es diferente de los desconchados de una pared o de una procesión de hormigas y vislumbrar en un solo relámpago de lucidez un significado, una idea. Encadenar una reata de signos y armar con ellos un sentido que puede entretenernos o aburrirnos, conmovernos o hacernos desgraciados. Desde que has vuelto a casa ese milagro ya no se produce. Las palabras llegan a ti despojadas de su valor, no como palabras sino como garabatos abstrusos, sonidos ajenos que repites en voz alta, lleno de estupor, sin poder atribuirles ningún significado. Eso es todo cuanto tienes: un dibujo caprichoso que pasa a través de ti sin sembrar una sola idea.

Sólo puedes pensar en la limpieza. Porque para ser habitable, una casa debe estar limpia. Piensas en la mujer del segundo, todos los días arrodillándose con un cepillo en las manos, postrada ante el suelo de su propio hogar como si rezara. Tú no rezas, no piensas en nada: tan sólo te preocupa la limpieza, porque cuando todo esté limpio por fin saldrás a la calle. Eso te dices. Eso es de hecho lo único en lo que piensas mientras baldeas el suelo del despacho y frotas cada una de sus tablas. Cuando todo esté en orden, saldrás a la calle. Eso le repites también al Vecino cada vez que te visita, con un saco de víveres al hombro y una sonrisa que parece como trazada con cortaplumas. Te mira con curiosidad mientras remojas la pastilla de jabón o examinas la película invisible de polvo que se ha posado sobre el telescopio. Se detiene un momento, como buscando las palabras adecuadas. Bien, bien… dice al final, y te tiende el saco de víveres en un gesto ceremonioso y rotundo. Sacos llenos de hogazas de pan tierno, de latas de carne y verdura, de almíbares deliciosos, de cigarros Memphis con la boquilla dorada. Guisos que la Esposa ha cocinado sólo para ti y todavía se mantienen calientes dentro de su olla de barro. Tú se lo agradeces con un gesto o con un largo silencio. Antes de marcharse todavía se anima a decirte que te ve mucho mejor, que estar de vuelta te hace bien, salta a la vista, verás como pronto rehaces tu vida y dejas de necesitar esos humildes presentes suyos, regalos hechos con la mejor voluntad, qué duda cabe, pero hasta cierto punto insignificantes; nada comparado con las comodidades que tú mismo podrás proporcionarte tan pronto como decidas trabajar de nuevo. Eso te dice. Y tú contestas: sí.

No lo acompañas a la puerta. Prefieres abandonar tu despacho sólo cuando sea imprescindible. No te gusta el vestíbulo, con aquella alacena vacía que nunca antes habías visto. No te gusta la cocina, con su vajilla despareja y sus cubiertos de alpaca. No te gusta el armarito escuálido que ha crecido en el salón, precisamente en el lugar donde una vez estuvo el armario veneciano. No te gustan los dormitorios, con sus colchones anónimos. Prefieres dormir en el despacho, sobre el colchón rajado, que no parece rajado sino vaciado a conciencia, como si una mano o muchas manos se hubieran esforzado en desmigarlo minuciosamente, en desentrañarlo en busca de algo que no estaba. Casi no tiene peso -sus plumas siempre flotando en el aire, como el humo de un incendio que no cesa- y acostarse sobre él no es muy distinto de hacerlo en el suelo o sobre un montón de harapos, pero de todas formas lo prefieres. Al tocarlo sientes un calor familiar, un contacto que te devuelve a alguna parte. Te cubres con una pila de ropa y duermes así, o al menos lo intentas; te quedas mirando el perfil del telescopio recortándose contra la ventana como un cañón diminuto o un dedo gigantesco, la montaña de libros que no has comenzado a ordenar, la estufa que te resistes a encender, hasta que se te van cerrando los ojos, a veces por la mañana y a veces por la noche, y más tarde despiertas en cualquier momento, a veces por la noche y a veces por la mañana, sin estar seguro de si ha pasado un único día o muchos días. Peor aún, si no ha pasado ningún día en absoluto. Si todo cuanto recuerdas no es más que el mismo sueño constantemente repetido, siempre rodeado por el mismo paisaje -los libros, la estufa, el telescopio-. Cómo podrías descubrirlo, si nada de lo que haces o sueñas hacer deja huella. Si al despertarte vuelves a encontrar el suelo cubierto por el polvo que barriste ayer. Por muy delirantes que sean, tus sueños están llenos siempre de las mismas cosas: en ellos hay alguien que te trae comida y tabaco, hay cepillos y baldes de agua, hay colchones rajados y camas que no son tuyas, como si cualquier otra rutina fuera inimaginable. Y en cierto modo es así: no puedes imaginarla. No puedes pensar en una vida distinta, ni mejor ni peor de la que llevas. Por eso cepillas otra vez el suelo. Cambias de sitio una vez más la pirámide de libros. Limpias el polvo del telescopio. Cuando todo esté en orden, saldrás a la calle. Eso te repites.

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