Kanada

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Capítulo 9

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La casa es demasiado grande. No lograrías limpiarla por completo aunque dedicaras a ello el resto de tu vida. Podrías prescindir del vestíbulo, que nunca usas, y aun así no sería suficiente. Cerrar la puerta del dormitorio grande. Del dormitorio pequeño. Podrías renunciar al salón y al pasillo, al baño y a la cocina, y seguiría siendo inabarcable. Sólo te queda el despacho, y ese poco es también demasiado. Hubo un tiempo en que parecía una habitación modesta, puede que incluso pequeña, pero desde entonces sus fronteras se han ido ensanchando cada día, se han llenado de recovecos, de vastedades desconocidas, de páramos desolados donde las partículas de polvo tiritan de soledad y de frío. Como si hubieras comenzado a contemplarla a través de tu telescopio: una galaxia que de lejos no era más grande que una semilla de mostaza. A veces tienes hambre y te parece una locura alargar la mano para coger el plato que te espera en la esquina más próxima, es decir, en el rincón opuesto del cosmos.

Imposible limpiar un mundo que apenas eres capaz de recorrer con la mirada, y aun así lo intentas. Lustras las maderas del suelo durante horas, durante todo el día, toda la noche, y la suciedad no sale. No importa cuánto frotes. Cómo te despellejes las manos. Si repasas las tablas con atención siempre serás capaz de descubrir una mácula de mugre creciendo en las junturas. Basta terminar la limpieza para regresar al comienzo y encontrar de nuevo ese mismo polvo que creías haber barrido para siempre. Otra vez las plumas en el aire o en el suelo, por más que te esfuerces en reunirlas; en sellar la herida del colchón, que nunca cicatriza. Suponer que tu despacho pueda estar limpio es tan ingenuo como suponer que algún día tu cara pueda estar libre de barba. Puedes afeitarte todos los días, apurar el corte hasta hacerte sangre, y a pesar de todo la barba estará ahí. Como insinuación, como promesa, como recuerdo. También tu suelo es polvo. Está hecho de polvo. Existe para eso, para contener polvo. Lo limpias para hacer aún más visible su lluvia silenciosa; esa ceniza lenta que no deja de caer nunca.

Tampoco el despacho se acaba. Se acaban los cigarrillos. Se acaban tus provisiones de carbón. Se acaba el fuego que arde en la estufa, pero el despacho en cambio es interminable. No importa cuántas veces revises el mismo montón de ropa. Siempre harás en él descubrimientos nuevos, como un colono que batea el mismo recodo de un río y encuentra el oro que no estaba. Una prenda de ropa que no recordabas haber visto, que no había existido antes de que la alzaras sobre tu cabeza y manosearas sus pliegues. No importa si es una camisa o un calcetín desparejo o un sombrero: lo sorprendente es que te queda pequeño, que de ningún modo puede ser tuyo. Un zapato de tacón. Una media rota. Un vestido de noche. Debajo de unas mantas acartonadas descubres un puñado de cubos de madera, con las letras del abecedario pintadas en colores desvaídos. Parecen los dados colosales con los que Dios dio nombre a todas las cosas, en una sola y demencial tirada. Los vas disponiendo en una torrecilla precaria, llena de requiebros y titubeos, que finalmente consigues enderezar hasta la altura de tu ombligo. Tienes que limpiar el hollín para poder leer sus letras -¿te bastaría toda una vida para limpiar un único cubo?-. La F. La R. La H. La I. La Z. El rompecabezas inútil del lenguaje, no menos absurdo que las palabras que seleccionas al azar en las páginas de los libros. Tratas de componer alguna palabra con las letras de los cubos, como si fueras un arqueólogo enfrentándose al enigma de una inscripción desconocida. No encuentras ninguna. Sólo un infinito cansancio. Por eso arrojas uno a uno los cubos al fuego. Estaban aquí, en la pila del carbón, dispuestos para el sacrificio, y tú estás haciendo eso: sacrificarlos. Por alguna razón no quieres verlos arder. Prefieres encender un cigarrillo y fumarlo con la vista clavada en el techo. Miras la evolución del humo caracoleando sobre tu cabeza, y cuando el cigarro se acaba, la evolución de tus pensamientos siguiendo la misma ruta, envolvente, opresiva. Haces lo posible por mantenerte ocupado, por disipar su humo lento, por aclarar el aire que te envuelve. Esperas que se te acaben los pensamientos, igual que primero se te acabaron los cigarrillos.

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