Kanada

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Capítulo 10

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El baño tiene doscientas ochenta losetas, nueve de ellas rajadas.

El colchón está mullido por once mil cuatrocientas veinticinco plumas, a veces dentro de su funda y a veces fuera.

El empapelado del comedor repite hasta tres mil quince veces el mismo dibujo, con pequeñas imperfecciones que eres capaz de reconocer y señalar con el dedo.

El grifo de la cocina deja caer una gota cada ciento setenta y ocho segundos. Eso significa que tardaría más o menos una semana en llenar un vaso pequeño. Ese vaso podría ser tu reloj, si necesitaras un reloj.

Piensas en la casa no como un rincón diminuto del mundo, sino más bien como un mapa a escala del universo. Sujetas en la mano el mendrugo que el Vecino acaba de tenderte y dices: si el Sol fuera este trozo de pan, entonces la Tierra sería una miga tan pequeña que un ratón ni siquiera se detendría a contemplarla. Piensas: si la Tierra fuera ese mismo ratón, para llegar a Júpiter tendrías que cruzar la calle; para alcanzar la estrella más próxima no bastaría con recorrer la ciudad y aun el país entero. Piensas: si la casa fuera la tierra emergida, entonces el ser humano viviría en un único azulejo, y el resto de la casa serían cordilleras, desiertos, tundras.

Te embarcas en cálculos desmesurados, como los metros cúbicos de aire que contiene tu casa, y el número de hormigas que viven en ella, y hasta el peso del edificio al completo, incluyendo sus azulejos, sus muebles y sus vajillas de cocina, sus vigas maestras y sus barandillas de hierro, su porción de seres humanos, de gatos en los descansillos y palomas en los tejados. El peso de las cosas te obsesiona. Tratas de pesar la comida que te trae el Vecino; los mendrugos de pan que día tras día parecen hacerse más pequeños, llenarse de aire, de levadura ligerísima, de hambre. Calculas el peso del Danubio. El peso que un mozo de carga traslada a lo largo de toda una vida, y el peso en monedas que recibe a cambio. El peso de la humanidad entera. Ves la población mundial desparramada sobre una inmensa balanza, con sus cuerpos dispuestos en forma de pirámide sobre el platillo, como balas de cañón o piezas de fruta. Escribes los cálculos en la pared de tu despacho, furiosamente, con trozos de carbón que se desgastan y quiebran. La humanidad ronda los cincuenta millones de toneladas: acabas de decidirlo. Y luego contrastas esa carga despreciable con el peso del mar, de un bosque o de una estrella. Piensas en el número de libros del planeta. Si pesan más o menos que los millones de seres humanos que los imprimen, queman o leen. Piensas, y quién sabe de dónde te viene ese pensamiento, cuántos tanques de guerra se necesitan para equilibrar la balanza de la vida humana. Imaginas una clase muy concreta de tanques, con blindaje gris y cruces blancas pintadas en la torreta. Parecen tan reales que casi puedes verlos pasar frente a tu ventana, rugiendo y levantando molinetes de nieve sucia a ambos lados de la carretera. Sesenta, tal vez setenta toneladas por unidad, que equivalen a una montaña de mil doscientos, tal vez mil quinientos seres humanos. Puede que incluso dos mil si esos hombres y mujeres están un poco más delgados, digamos diez kilos menos cada uno, digamos veinte, porque ésa es la clase de personas en la que piensas, cuerpos desmañados y angulosos, todo pellejo y nudos y retorceduras como leños desgajados de un mismo árbol, con los miembros raquíticos y el cráneo pelado -cuánto puede pesar el pelo-, con ropa o sin ella -cuánto pueden pesar esos trapos finos, como de gasa-, mucho más ligeros aún si se trata de mujeres y niños -cuántos niños apilados hacen el peso de un único tanque-. Y luego se te ocurre pensar que esos mismos cuerpos, tan flacos, han de estar ya muertos; te acuerdas de aquel médico americano que pesaba moribundos en balanzas industriales y estimó que la diferencia entre la vida y la muerte era de sólo veintiún gramos, y comprendes que un kilo hace poco menos que cincuenta almas; que la vida de todos los habitantes de la ciudad está muy lejos de igualar el peso de un único tanque; que toda la humanidad puede ser soportada en el chasis de una división acorazada.

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