Kanada

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Capítulo 13

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El Vecino regresará mañana. Lo sabes porque las reservas de la despensa están a punto de agotarse. Tiene que regresar, en algún momento, y mientras tanto cuchareteas dentro de las latas que hace una semana parecían completamente vacías. No lo están; ahora lo descubres. Todavía puedes recobrar de sus paredes de hojalata una traza de carne, lamer sus bordes afilados, apurar un poso minúsculo de aceite o almíbar. Picoteas las migas de pan desperdigadas por la mesa y respiras aliviado, porque pronto el Vecino estará de vuelta y con él la despensa se llenará de nuevo. En la fresquera ves germinar una cebolla macilenta. Un brote verde que caracolea dubitativamente, que lucha por enraizarse en ningún lugar, como si ella también buscara su alimento en el aire. La última cebolla, el último diente de ajo, el último puñado de arroz, y el Vecino que aún no viene pero vendrá.

Abres la ventana de tu despacho. Al otro lado todos parecen tener hambre. Ves sus rostros afilados y blancos. La fila formada frente al escaparate de la panadería. El manco que se detiene para ensartar una colilla en la punta de su bastón. Niños que corren entre los rieles del tranvía persiguiendo gatos o voces que esperan hasta la noche para comenzar a sonar de una esquina a otra, huecas y fantasmales: cambio pengős por rublos, relojes por harina, sortija de oro por patatas. Mujeres que no dicen nada pero se pasean de farola en farola con un cigarro apagado en la boca, a la espera de un caballero que les ofrezca su cajita de fósforos.

El Pueblo Libre cuesta un millón de pengős. Se lo oyes gritar, una mañana, al chico de los periódicos. Al día siguiente -otro día sin el Vecino y, por tanto, un día más cerca de su vuelta- rectifica: El Pueblo Libre cuesta dos millones y medio. Cuesta diez millones. Cuesta setecientos cincuenta millones. Cuesta un billón de pengős. Y el hambre, la desesperación de todos vosotros, que de día en día parece multiplicarse, desquiciarse, disparatarse con esas mismas cifras. Es la inflación, ha dicho el Patrón, y tú no intentas comprenderlo. Bastante te cuesta organizar tus ideas, calcular el número de horas o de días que faltan hasta que la despensa vuelva a llenarse, como para comprender también eso: por qué lo que ayer valía uno puede valer hoy tres o cuatro, y aun diez o quince mañana. Eso te volvería loco, estás seguro de ello, y una vez más te alegras de no estar fuera; de que el precio de las cosas ya no pueda tocarte.

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