Kanada

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Capítulo 17

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Ha pasado un año desde que regresaste. Lo sabes porque de pronto el Vecino está a tu lado diciendo:

Ha pasado un año desde que regresaste.

No trae su saco. No tiene pan para ti, ni verdura fresca, ni latas de carne. Sólo palabras que llegan a tus oídos agujereadas, desprovistas de sentido. Su boca, abriéndose y cerrándose. Está hablando todavía -sus manos vacías, haciendo gestos con que acompañar sus palabras también vacías- y tú no escuchas. Un año, un año, te repites, sin saber si es mucho o poco tiempo. Sin saber si ese año efectivamente ha pasado. De un tiempo a esta parte, en ese tiempo que no hay por qué registrar ni medir, has venido observando que el Vecino tiende a exagerar algunos números. Como cuando dice que en la próxima visita te traerá dos o tres hogazas y al final se presenta con una o ninguna. Así que podrían ser once meses, o tal vez seis. Quién sabe si no ha pasado un solo día, largo, interminable; un día con miles de horas de luz y miles de horas de oscuridad, con espacio para infinidad de gestos y pensamientos. En cualquier caso ha pasado el tiempo, y en ese tiempo el Vecino y la Esposa han traído y llevado muchos pucheros y platos. Eso es precisamente lo que está diciendo ahora: es mucho tiempo, muchos pucheros, muchos sacrificios. Se está haciendo muy largo ese día tan largo. Hasta en la voz se le nota cansado. También tú lo estás. Si las cosas fueran de otra manera podrías abrir la puerta, alcanzar el patio, las escaleras, tal vez la calle. Te procurarías tu propia comida. Pero no hay que pensar en ello: lo importante es que estás aquí, y el Vecino también, tratando de poner en claro algunos términos. Habla de responsabilidad, habla de compromiso, habla de dar un paso hacia adelante. Te cuesta comprender sus frases, largas y sembradas de pausas que no vas a llenar. Te sientes mareado. Todavía dentro del telescopio del hambre. Ayer -¿ayer?- el Vecino tampoco te visitó, y tú gastaste las horas rayando con el tenedor el fondo del plato. Ni siquiera fue fácil dormir. A través de la medianera lo escuchaste discutir con la Esposa hasta muy entrada la noche. Y es como si ahora se alzara otro muro entre vosotros y las frases no lograran atravesarlo por completo. Palabras como tiempo, trabajo, límite, y también inflación, y enfermedad, y crisis.

De pronto su voz se dulcifica. Se ha sentado en una silla cercana y adelanta la cabeza y el cuerpo hacia ti. Esboza algo que podría ser una sonrisa. Sus manos se acercan y se alejan, intermitentes, como un marinero recobrando un cabo de cuerda. No hay por qué ponerse dramáticos, dice. Siempre puede hallarse una solución. Un arreglo que os satisfaga a todos. Todos sois él y tú, y también la casa. Sus gestos parecen abarcarla por entero, desde la bombilla hasta el zócalo. Porque tu casa es muy grande, dice. Tal vez incluso demasiado grande. No ha podido dejar de observar que últimamente apenas sales de tu despacho: está claro que no la necesitas. Y a él le entristece pensar en esas habitaciones que nadie usa, esas camas donde nadie duerme, mientras afuera hay tanta gente que pasa necesidad. Los muebles están viejos, qué duda cabe, pero aun así deberían bastar para llevar una vida modesta y honrada. En la calle Akácfa los estudiantes pobres y los obreros se conforman con mucho menos: pagan por habitaciones que parecen de juguete un buen puñado de pengős. No puede negarte que en algún momento, en lo peor de la guerra, la idea se le pasó por la cabeza: rentar un cuarto o puede que incluso dos, aunque sólo fuera para aprovechar esos muebles que había reunido con tanto esfuerzo. Iba a ser una solución temporal. Una forma de compensar las molestias que tu casa le había causado. Al menos mientras regresabas, pues siempre supo que al fin regresarías. Y resulta que él tiene un sobrino, qué casualidad, a quien ahora mismo le vendría muy bien una de esas piezas. Cualquiera de esas habitaciones que no usas y que ni siquiera necesitas. No le cobraría, claro, porque la familia es lo primero, con la familia no se juega, pero tal vez ese pequeño favor serviría para compensar un poco todos esos sacrificios que debe hacer por ti. Esa comida que tú quieres recibir todos los días, sin mover un solo dedo. Ese pan que escoge compartir contigo y no con su propia hija. Piénsalo, te dice, descargando una manotada sobre tu muslo. Piénsalo, repite: en tiempos como éstos debemos ser gente práctica.

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