Kanada

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Capítulo 18

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Ya está aquí de nuevo. Apenas se ha marchado y ya está de vuelta. Sin duda tenía preparado mucho antes ese saco que arrastra consigo. La realidad te llega confusamente, como en instantáneas o fogonazos. En una de esas instantáneas lo ves hundiendo el brazo en el saco. En otra saca una lata de conservas. En la siguiente eres tú quien tiene esa misma lata abierta en las manos. Escarbas dentro, tan adentro como te llegan los dedos. Te llevas los primeros puñados, espesos y fríos, a la boca. Comes lo que sea que contiene, sin intentar descifrar su sabor ni su significado. El marbete del envoltorio está escrito en caracteres cirílicos y tus sentidos también parecen expresarse de pronto en otro alfabeto, en otra lengua, hablarte desde muy lejos. Mientras comes, el Vecino sonríe, y su sonrisa tampoco parece tener significado. Eres un hombre práctico, repite, y eso parece satisfacerle. Y a ti te satisface la comida, o al menos eso crees. Te gustan esos últimos coágulos pardos que arañas del fondo de la lata. Sabes, como si lo vieras desde el interior del telescopio, que después de los últimos bocados llegarán los primeros vómitos. Sigues comiendo. Masticas los bocados que vomitarás más tarde. El Vecino continúa hablando de las ventajas del pragmatismo, y habla también de la venida de su sobrino, el Sobrino, que emplaza en fechas abstrusas como el alfabeto cirílico; fechas que tanto podrían ser cercanas como muy lejanas.

Luego dice que te ha reservado una sorpresa. Del interior de su bolsillo saca un billetito verde, que alisa con gran ceremonia sobre la mesa. Tú apenas lo miras. Es un regalo, dice. Sigues comiendo. Son diez florines, aclara, y te deja tiempo para decir alguna cosa. La nueva moneda de vuestro país, añade, y tampoco contestas nada. ¿Es que no quieres saber lo que ha pasado con el pengő?, te pregunta, y él mismo se responde: pasa que ya no valía ni el papel en que estaba impreso. Pasa que los precios se duplicaban cada quince horas. Pasa que ahora vuestro país irá para arriba, porque cuando se ha tocado fondo sólo queda eso, subir de nuevo, más rápido cuanto más fuerte se ha golpeado contra el suelo. Cuatrocientos mil trillones: esos son los pengős que se necesitan para comprar un solo florín; esa moneda que a partir de ahora se mantendrá tan firme y tan estable como el mismísimo sistema métrico. Piensas en esa cifra. La repites dentro de tu cabeza: cuatrocientos mil trillones. Tratas de imaginar cuántos vasos son necesarios para acoger cuatrocientos mil trillones de gotas de agua. Hasta qué planeta te llevarían cuatrocientos mil trillones de pasos. Cuántas humanidades caben en cuatrocientos mil trillones de kilos.

Cuando terminas tus cálculos estás solo otra vez. Hay tres latas vacías rodando por el suelo, con la tapadera torpemente serruchada. Hay una pirámide de latas aún cerradas sobre la mesa, algunas con las pegatinas en tu idioma. Latas de melocotones en almíbar, de carne, de pimientos, de espárragos, de ciruelas en conserva, de judías blancas. Hay una hogaza de pan y una frasca de vino. Hay un charco de vómito en el que estás a punto de resbalar. Hay también un billete de diez florines, otra vez el mismo billete que no has mirado, que no vas a mirar tampoco ahora, depositado frente a ti como una ofrenda silenciosa.

Caminas hacia la ventana. Bajo tus pies el suelo parece tiritar o encogerse. Te apoyas en el telescopio para mirar afuera. Es entonces cuando lo ves: un revoltijo de papeles verdes y azules arremolinándose por las aceras, y un barrendero que trata de reunirlos en montones y arrastrarlos con su escoba. Los empuja contra la boca de la alcantarilla, con un ruido de hojas secas. A su alrededor, niños que juegan; que pisotean los billetes en carreras furiosas o se los arrojan a puñados unos a otros. Un hombre empuja su carretilla hasta el centro de la calle, vuelca una montaña de fajos y se marcha en dirección opuesta.

Es tu turno. Lo has decidido de pronto. A decir verdad lo decides primero con las manos y más tarde con el pensamiento. Para qué otra cosa si no habrías comenzado a manipular el telescopio, a quitar la lente, a desenroscar el objetivo. Deslizas dentro los dedos, todavía sucios de un caldo espeso y oscuro. Sigue ahí: una pelota achatada y verde, que resbala desde el interior del tubo hasta encajar en el hueco de tu mano. Alisas los billetes uno a uno. Cien pengős, mil pengős, veinte mil pengős de antes de la guerra; una pequeña fortuna que pudo haber servido para comprar un automóvil grande o una casa pequeña. Los ves caer a la calle uno a uno, recorrer los dos pisos de distancia desde el alféizar hasta el pavimento, en una lluvia silenciosa y lenta. En el último momento añades también el billete de diez florines, tan extraño, tan de juguete, tan inútil como los anteriores.

El barrendero se detiene un momento para mirarte, con el mentón apoyado sobre la contera de la escoba. Su rostro carece de expresión. Luego, cuando ya no tiene nada que mirar, eres tú quien lo mira a él. Reúne todos tus billetes con una sola cepillada poderosa. Se detiene otra vez. Lo ves torcer la cabeza, inclinarse, seleccionar entre todos los papeles uno solo y examinarlo al trasluz.

Lo alisa pulcramente.

Lo guarda en un bolsillo del peto de trabajo, a la altura del corazón. Continúa barriendo.

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