Kanada

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Capítulo 23

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Tu biblioteca tenía ciento doce libros y ahora no tiene ninguno. El libro negro tenía setecientas treinta y nueve páginas y ahora tiene una sola. Vuelves a leerla una vez más. La sostienes frente al fuego. Se eterniza todavía en tu mano, enrojecida cada tanto por la claridad de las llamas. Es una página que parece como cualquier otra, si no fuera porque no tiene subrayada una sola palabra. Ha llegado hasta este momento intacta, sin despertar la atención suficiente para merecer una anotación al margen, un asterisco, una señalita minúscula. Ésa parece su mayor virtud: ser la página más prescindible, la más insignificante del libro. Y a pesar de ello, o quizá precisamente por ello, ahora te resistes a arrojarla al fuego. No sabes qué es lo que te fascina; por qué en tu cabeza el fracaso de un teólogo vale más que el triunfo de todos los científicos de la Tierra, pero sea lo que sea, esa fascinación te impide hacer cualquier otra cosa. Sólo te queda intentar comprender. Leerlo en voz alta una vez más. Aprenderlo de memoria si es preciso. Repetir esas palabras que ahora parecen seguir sonando en tu cabeza, como subrayando tus pensamientos. Cerrar los ojos muy fuerte. Dejar que la última línea del texto se encabalgue con la primera y comenzar de nuevo, comenzar siempre. Repasar cada una de esas palabras en las que no reflexionaste, esas letras que nunca miraste realmente -ni una anotación al margen, ni un asterisco, ni una señalita minúscula-. Sientes una especie de fiebre que agujerea tus pensamientos, y a través de sus claros el significado del texto se va abriendo camino con torpeza. Te detienes por ejemplo ante la palabra «supervivencia», supervivencia, excesiva, inoportuna, innecesaria. Como pronunciada por un niño que tentara el lenguaje de sus mayores, sin comprenderlo todavía. Piensas mucho tiempo en esa palabra y más tarde comienzas a pensar en el propio Schneider. Lo imaginas encerrado en una habitación que tal vez se parece a ésta, haciendo cálculos al pie de su telescopio. Auscultando los últimos latidos del cosmos mientras contempla el fuego. Sentado a tu mesa escribe cartas de auxilio que el papa no se molesta en responder; cartas garrapateadas de cifras que parecen manchas y de promesas que parecen amenazas -«su telescopio habría sido el más grande de la época», recuerdas, «y con él habría podido fijar la fecha exacta del evento»-. Tiene el suelo atestado de papeles que se contradicen y niegan. Al día siguiente los leerá concienzudamente, como un estudiante que memoriza las respuestas de un examen, a la espera de una revelación que nunca llega. Luego los entregará sin prisa al fuego de su brasero. Está solo, está desesperado. Desesperado y también, seguramente, loco. Hay que estarlo para creer en pleno siglo XVIII que la Tierra puede ocupar el centro del universo -«para el siglo XVIII, la presencia del geocentrismo en el seno de la comunidad científica era casi testimonial»-. Aunque bien pensado, también hay que estarlo para decir lo contrario dos siglos antes. Todos los genios llegan a serlo porque perseveran en una locura, y ante tus ojos Schneider se entrega a su propio delirio, a la convicción de que la Tierra constituye el corazón del cosmos y ese corazón está a punto de detenerse. Se equivoca, claro: si algo has aprendido es que nada termina nunca. Pero tener razón o no tenerla carece de verdadera importancia. Es apenas un detalle, acaso el más insignificante de todos. El genio no lo es tanto por descubrir las leyes que rigen el mundo, sino por ser capaz de crearlas, de inventarlas; llegar a pensar lo que antes no podía ser pensado. Si luego esa ley resulta existir, esa existencia es poco más que una casualidad sorprendente, como el pintor que inventa un paisaje y reproduce sin saberlo el perfil de cierta montaña, cierto fiordo, cierta casita que se alza al otro lado del mundo. ¿Importa algo la existencia de esa montaña, de esa casita? ¿Hace más o menos valioso el cuadro?

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