Kanada

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Capítulo 26

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Un día descorres las cortinas y entonces ya no hay más Schneider. Alzas el brazo para protegerte los ojos, toses una, dos veces. La luz del sol recorre los contornos de las cosas con dureza, como si las vieras por primera vez: la estufa oxidada, el suelo sin libros, el colchón sin relleno, el telescopio orientado al suelo. Al alcance de tu mano hay una bandeja y un cuenco oscurecido por los restos de una sopa. Colgando de la cadena de la bombilla, la cinta de papel retorcida, como una corona votiva o la tiara ceremonial de una civilización extraterrestre. En el rincón opuesto, un barreño de hojalata lleno de agua. En ese barreño te lavas y te afeitas de vez en cuando, cuando lo necesitas o te acuerdas. O tal vez lo haces con una regularidad misteriosa, todos los días, todos los meses, todos los años. Cuando no te bañas tú, se baña tu ropa. Los calcetines, la camisa, el pantalón flotan en el agua gris, como harapos de ahogado. Recuerdas, como recobrada del sedimento de un sueño, a la Esposa tocando a la puerta -¿todos los días?- con una jofaina en las manos para renovar el agua. Trae y lleva bandejas. Carga también el caldero, sin mirarlo. Porque tienes, junto al barreño, un cubo oxidado donde haces tus deposiciones. Mejor: un caldero donde meas y cagas. La palabra cagar es tal vez inapropiada, pero no tanto como la palabra supervivencia. Regresa con el caldero limpio y con un periódico bajo el brazo. No dice nada, o dice cosas que no te importan. Puedes percibir en sus rasgos, en las arrugas como fosilizadas, el esfuerzo de sonreír, de sonreír siempre, incluso cuando el olor es para ti mismo insoportable.

Te acercas a la ventana. Sólo al otro lado parece haber pasado el tiempo. O quizá ha ocurrido precisamente lo contrario: que ese tiempo que debería haber pasado no ha hecho más que encogerse, enroscarse sobre sí mismo, y ahora retorna a ti con meses o años de retraso. En la calle vecina, por ejemplo, ya no quedan andamios ni escombros. Las obras se han resuelto por fin en un edificio de piedra negra y comercios en los bajos, semejante al que un día se alzó en ese mismo lugar. ¿Quién te dice que no es, de hecho, la misma casa? ¿Por qué no suponer que aquellos lienzos de ladrillo que los albañiles irguieron ante tus ojos no eran en realidad los cimientos de nada, sino las ruinas de una destrucción que no ha llegado todavía? El árbol que viste morir frente a la casa acaba de ser plantado. Lo ves arraigarse absurdamente en su parterre, joven y tierno, y al mirarlo recuerdas -no puedes dejar de recordar- su destino; lo ves crecer a la espera del obús que tronchará sus ramas y desarbolará su copa. No eres el único que se ha dado cuenta: sientes que todo el mundo sabe o intuye lo mismo. Por eso los transeúntes parecen más tristes, más huraños, tener incluso más frío, y apresuran el paso para tomar el tranvía al vuelo, sin mirar apenas el cielo que algún día surcarán los aviones; los edificios que se vendrán abajo en medio del fuego y el polvo.

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