Kanada

Kanada


Capítulo 53

Página 56 de 58

 

 

 

 

Estás preparado y por eso abres los ojos. Al principio no escuchas nada. Todas las imágenes en movimiento sin hacer ningún ruido, como escenas de una película muda. Ves unas botas que vienen y van; una colilla que cae al entarimado del suelo y esa bota que la pisa con saña. Ves una mano con mitones que te toma el pulso. Ves a la Esposa y a la Niña con la boca muy abierta y el gesto como desfigurado, removiendo un montón de harapos. Su dolor está muy lejos de ti: parece discurrir en el espacio exterior, donde no se propaga el sonido. Puede que ni siquiera los pensamientos. Ves las cabezas de tres, de cuatro soldados, que se inclinan para mirarte. Ves la ventana, que ya no es una ventana sino un socavón abierto en la pared. Una boca inmensa silueteada por dientes de ladrillo. Ves la lámpara del salón estrellada contra el suelo. Ves el salón. Porque no estás en tu cuarto, sino en el salón. Alguien te ha arrastrado hasta aquí, y cuando comprendes eso todos los sonidos vuelven a ti de nuevo.

Los soldados están haciendo preguntas.

La Niña está llorando.

La Esposa está gritando oh dios mío oh dios mío oh dios mío.

Te incorporas poco a poco, trabajosamente. Te palpas la cabeza, no sabes en busca de qué. Te sacudes de la ropa un polvo blanco y espeso como la harina. Los soldados se acercan de nuevo, te rodean con gesto ausente. Uno de ellos te apunta distraídamente con su fusil, como sin darle importancia.

Los soldados no son crueles, recuerdas. Estrictos, tal vez; severos como un padre al que ya se ha decepcionado muchas veces. Indiferentes, puede, pero crueles nunca.

Por eso, porque al fin y al cabo son seres humanos, uno de ellos trata de tranquilizar a la Esposa y la Niña, que no se cansan de llorar en su rincón. Incluso acaba rebuscando en sus bolsillos y ofrece a la Niña un tesoro diminuto que viene envuelto en un trozo de papel de estaño. Sonríe al ofrecérselo. Hace el gesto de comer y sonríe. Es muy joven, el soldado; también él parece un niño. Un niño que le ofrece una golosina a una niña, y la Niña que no acepta, que sólo llora.

¿Por qué llora?

No te corresponde a ti hacer preguntas. Son los soldados los que preguntan, los que hablan sin cesar mientras te incorporas. Preguntas en ruso que uno de ellos traduce con torpeza.

¿Quién?

Documentación.

Tú, quién. Documentación, dónde.

Uno de los soldados se inclina sobre la locomotora destripada. Sólo entonces la ves, a medio metro de ti: una linotipia descompuesta, con los rodillos y las planchas quebradas, y un puñado de moldes de imprenta dispersos por el piso. Un juego. Eso es lo que te parecen todas esas piezas. Cubos de abecedario esculpidos para niños del futuro: niños a los que hay que grabar en la piel determinadas palabras. Hay también papeles por todas partes, pasquines y cartelones cubiertos de polvo. El soldado aparta las letras de molde con la puntera de su bota y recoge uno de los papeles. Tuerce la boca. Qué es esto, dice. En realidad dice alguna otra cosa, una palabra que suena a una maldición o un juramento, y el otro traduce: qué es esto. Agita el papel delante de tu cara. Otra vez el juramento, otra vez qué es esto, y tú que no contestas. No miras el papel siquiera. Sólo miras sus ojos.

Entonces resopla y viene hasta ti con el papel todavía en la mano, sin apartarse el cigarro de la boca. Quiere que te pongas en pie. Que alces los brazos. Los levanta él también, para que entiendas. Arriba, arriba. Tú los levantas. Luego comienza el registro. Hurga en los bolsillos y en la pechera, en los bajos del pantalón, incluso en el interior de tus zapatos. Tú no haces ningún movimiento. Esperas con los brazos en alto y miras el socavón en que se ha convertido la ventana. A través de ese socavón observas la calle. Ves la ciudad tal y como era el día que llegaste: otra vez cubierta de escombros. Sólo te sorprende el tanque. Está detenido en mitad de la calzada, con el motor en marcha. Tres hombres despliegan un mapa sobre el chasis y discuten señalando puntos al azar, como una familia de turistas extraviados. Una caravana de viajeros que se detienen en un paraje remoto y no pueden pedir indicaciones a los lugareños, porque los lugareños están muertos. De pronto tú también tienes preguntas. ¿Cuánto pesará ese tanque? Lo único que está claro es que no es de oro. Es de hierro sucio y está veteado por el polvo y el barro. Algo parece rugir bajo la coraza. Si es un corazón, no es un corazón humano, pero así y todo late.

El registro termina y te dicen algo, puede que quieran que te des la vuelta. Te das la vuelta. Ya no te encañonan con sus fusiles. Sólo fuman y conversan entre sí desganadamente. A veces señalan los papeles, a veces te señalan a ti. Tal vez discuten. Abajo los soldados discutiendo un mapa y arriba discutiéndote a ti.

Ya no los miras. ¿Para qué? Prefieres mirar a la Esposa y a la Niña, que siguen abrazadas pero ya no lloran. Se han venido abajo contra la pared, como un montón de trapos. La mano de la Esposa acaricia la cabeza dorada de la Niña y la Niña dice algo o no dice nada. Tú ya has visto antes esta escena. Has visto a esta mujer y a esta niña exactamente como están ahora, o a una mujer y a una niña que parecen las mismas y estaban acurrucadas en este mismo lugar. Casi eres capaz de verlas con otras ropas y el mismo gesto, y alrededor de ellas una pareja de soldados que no les ofrecen chocolatinas, sino las puntas de sus fusiles.

¿Y tú? ¿Dónde estabas tú entonces?

Quieres tranquilizarlas. Quieres acercarte a ellas y decirles que no lloren, que no hay motivo, que lo que viene ahora es la liberación, el principio o el final de todo. Tú lo sabes: has pasado por eso. Pero no te escuchan y además los soldados no dejan que te acerques. Cállate, dicen. Tienes que callarte, y para que te calles tú, ellos hablan más fuerte. Vuelven a hacer el gesto de levantar las manos, vuelven a alzar los fusiles desganadamente, como si de pronto se hubieran vuelto muy pesados en sus manos.

El hombre del papel murmura el mismo juramento, y esta vez el intérprete no dice nada. Tan sólo mira la brasa de su cigarro; un cigarro que está a punto de consumirse por completo.

Camina, dice al fin.

Uno de los soldados se ha plantado frente a ti y señala con la punta de su fusil el camino que debes seguir. El camino al pasillo. El camino a la puerta de la calle.

Camina, repite.

Miras a la Esposa y a la Niña, el bulto que son la Esposa y la Niña. Ellas también alzan la cabeza para mirarte. Una mirada fija y resignada, hecha de recuerdos que todavía no han sucedido; un gesto que parece venir del pasado y del futuro al mismo tiempo.

¡Camina!

El hombre que te lo dice lleva uniforme. Un uniforme manchado de polvo y con la guerrera desabrochada, es cierto, pero un uniforme al fin y al cabo. Y tú le obedeces, porque es lo que siempre has hecho.

Ir a la siguiente página

Report Page