Kanada

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Capítulo 27

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Lo del cubo es un contratiempo. Te gustaría cagar en el retrete, claro. Te gustaría beber agua del grifo -ese temblor de cañerías que precede al chorro, como si el edificio tiritara o intentara echarse a hablar y tartamudeara y finalmente callara-. Te gustaría bañarte en la tina y no en ese barreño de agua sucia; te gustaría mirarte en el espejo quebrado. Lástima que no sea posible. Podrías soportar el cuarto de baño, contar otra vez sus losetas sucias -doscientas ochenta-, tocar el pomo dorado, tirar de la cadena de la cisterna. Lo que no puedes tolerar son los pasos previos. Para sentarte en el retrete primero has de abrir la puerta del cuarto de baño; para abrir esa puerta has de cruzar el ancho del pasillo; para cruzar el pasillo necesitas levantarte, abrir otra puerta, tal vez incluso accionar la llave de la luz. Soportas el baño pero por alguna razón no soportas el pasillo que te separa de él. Como el emigrado que debe cruzar un país donde se le odia para llegar a otro país donde se le acoge o al menos no se le rechaza, y no tiene pasaporte, ni maletas, ni la voluntad suficiente para emprender el viaje. Tú, al menos, no la tienes. La puerta del baño está abierta, justo enfrente de la tuya, y se te ocurre que podrías salvar esa distancia de una sola zancada: un salto desde el despacho hasta los azulejos sin pisar el linóleo del pasillo. Con un poco de suerte aterrizarías dentro. Podrías, pero eso sólo haría más ridícula tu renuncia. Al fin y al cabo con el pasillo no sucede nada. No está vallado ni electrificado, nadie va a dispararte, nadie quiere negarte el paso. Bastaría adelantar un pie y pisarlo, si quisieras. Pero no quieres, y es absurdo tomar tantas precauciones para evitar algo que por otra parte podrías hacer. Te demoras en los prolegómenos del viaje, merodeas por el umbral como un gato que olisquea la repisa desde la que hay que saltar, hay pronósticos y cálculos y planes y al final, nada.

Por eso y por las distancias. Porque a veces, visto a determinada hora del día, desde determinado estado de ánimo, el pasillo te parece de pronto mucho más grande. Es imposible salvarlo de un salto. Aún dirías más: se dilata tanto que parece difícil cruzarlo en el curso de toda una vida. Los azulejos del baño que se desenrollan ante ti no son azulejos sino las coordenadas de un mapa; un atlas de una ambición tal que cualquiera de sus baldosas resume continentes enteros, planetas desconocidos, galaxias remotas. Ves con asombro los movimientos casi heroicos de la Esposa, traspasando una y otra vez las fronteras y las constelaciones con su olla de gulash a cuestas. Tú, en cambio, no piensas siquiera en levantarte: si necesitaras agua, morirías de sed antes de llegar al caño. Es preferible alcanzar la taza que aguarda a unos centímetros de ti, que también está lejísimos; un trayecto semejante a querer beber en Portugal y no saciarse hasta llegar a Rusia.

Tu despacho es también inmenso. Podrías gastar una vida aprendiendo a conocer una única tabla de madera: memorizar su contorno, sus grietas imperceptibles, su epidermis misteriosa, y tampoco así sería suficiente, te faltaría el tiempo. Claro que podrías salir, pero por qué habrías de hacerlo. También el planeta en que vives es insignificante, apenas una mota de polvo en el universo, y qué fácil es contener en él la humanidad entera. Tu despacho es en relación a la Tierra más grande que la Tierra en relación al resto del cosmos. Por qué no habrían de caber entonces tus aspiraciones en este cuarto, tan grande o tan pequeño como cualquier otro mundo.

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