Kanada

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Capítulo 28

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Ya nunca ves al Vecino. A veces lo escuchas a través de la pared medianera. Lo oyes carraspear, arrastrarse, batallar con los muebles. Cada tanto desliza un suspiro. Se diría que se mueve más despacio; que su pierna inútil cada vez es más inútil o más grande o más pesada. El Bebé, en cambio, corre cada día más aprisa, como si se alimentara de la vitalidad de su padre. Ha cambiado mucho: de un modo que no parece posible. Es un bebé extraño que no llora, salvo cuando su madre no le deja llevar cierto juguete al colegio. Un bebé que pide cosas y dice sus primeras o sus últimas palabras, cómo saberlo; un bebé que habla, al fin y al cabo. Al volver a casa, farfulla historias sobre sus compañeritos y sobre una maestra llamada Señora Maestra. Tiene una voz aflautada, como de pájaro. También un caballito de madera, que arrastra atronadoramente por el pasillo. A veces te asomas a la ventana y lo ves pasar por la acera de la mano de su madre, con su cartera escolar a cuestas. Sus trenzas rubias y sus maneras de señorita. El Bebé es más bien una niña de poco menos de un metro de altura; quince, tal vez diecisiete kilos de peso. De hecho quizá convenga que la llames así: la Niña. Te preguntas cómo te llamará ella, si es que te llama de algún modo. Porque a veces es la Niña quien te busca. La ves alzar la vista hacia tu ventana, y tú te apartas en silencio o la saludas con un gesto, según convenga. La Niña te mira sin detenerse y sin soltar la mano de su madre, encogida en algo que parece un escalofrío. Te mira en silencio. Te mira con la paciencia que los niños no tienen.

Del otro lado de la puerta, toda clase de ruidos: pasos, risas, murmullos, portazos. Voces de jóvenes y viejos, roncas o agudas, hechas de palabras que no intentas registrar. Vienen de todas partes: del pasillo, de la cocina, del baño, del salón, de los dormitorios. El Vecino te pidió permiso otra vez, te lo pidió diez veces más, y ahora están aquí. Por un tiempo al menos. Todos son sus sobrinos, aunque lo traten de usted y se dirijan a la Esposa para hablar de intereses de demora y derecho a cocina. Sobrinos que estudian en la universidad, que buscan trabajo, que apuran sus pensiones de retiro, que ahorran para sus ajuares de boda, que vienen a morirse debajo de sus gorros de lana y sus mantas de cuadros. Sobrinos que tienen veinte años o setenta y que procuran no hablar entre ellos y pagar la mensualidad a tiempo. Algunas noches, unos tacones de mujer que resuenan pasillo arriba y pasillo abajo, y entonces la voz del Vecino que parece ensancharse, engrandecerse: esto es una pensión decente. La palabra pensión y la palabra decente, tan grandes como él, tardan mucho en borrarse del aire. Pero mucho menos duran el resto de las voces, que cambian sin cesar y se renuevan tan pronto como te acostumbras a ellas. A ciertas horas se reúnen todos juntos en el salón. Por un rato sólo se escucha el entrechocar de los metales contra los platos, y la voz de la Esposa que ofrece esto o aquello. Son tu familia. Al menos eso es lo que juegas a imaginar, detrás de la puerta cerrada: que los Sobrinos son también tus Sobrinos. Que eres el padre, el esposo de alguien, y estás a punto de levantarte para reunirte con ese alguien. Nunca abres la puerta. Esperas a que sea la Esposa quien lo haga, minutos o días después, cuando todos han terminado y ella aparece al fin en el umbral, sujetando la misma bandeja. Tu cuenco, tu vaso, tus cigarrillos. Tu mendrugo de pan. Tus dedos de vino. Luego se marcha, y al otro lado de la pared escuchas la voz de un Sobrino que pregunta si estás enfermo. Un silencio -no un silencio cualquiera; un silencio de la Esposa; un silencio que le pertenece a ella por completo- y finalmente su voz diciendo: sí.

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