Kanada

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Capítulo 33

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Los oyes toda la mañana al otro lado de la puerta, hablando a voces y arrastrando bultos. Sus maletas y sus baúles empujados pasillo arriba y pasillo abajo suenan como el caballo de madera que la Niña ya no usa. Por encima del ruido la voz del Estudiante, reclamando derechos, fianzas, contratos. El Estudiante no es el Estudiante: sólo un muchacho recién llegado a la casa, que no estudia Medicina sino Leyes y que no te pide cigarrillos ni toca a la puerta de despacho. Tal vez no fuma. Tal vez te tiene miedo o no sabe que existes. No importa: también él es un estudiante, y también él se marcha. Nos echan como perros, completa la voz de un viejecito que no recuerdas haber escuchado antes; un ser humano que asegura haber vivido tres años al otro lado de tu pared y que sólo ahora que está a punto de desaparecer comienza a existir.

Desaparece.

Ya ha desaparecido.

Y después el silencio, otra vez. O no el silencio sino algo que se le parece mucho y al mismo tiempo lo refuta: un vacío en el que se tallan con una claridad asombrosa sonidos imposibles -la sirena de una gabarra deslizándose al otro lado de la ciudad; el sonido de un florín al depositarse en el hueco de una mano; el rugido de las tripas de un obrero que pasea junto a la vidriera de la panadería-. Al otro lado de la pared medianera escuchas los susurros del Vecino y la Esposa, que regresan a ti amplificados e increíbles. Conversaciones que tal vez inventas, pues las deduces a partir de palabras sueltas y a veces incluso de sílabas, de titubeos, de pausas, de gestos que no ves, de miradas sin ojos, como un arqueólogo compone esqueletos enteros a partir de una vértebra rota. En algunas de esas conversaciones la Esposa habla de dinero, quizá reprocha su falta o por el contrario su exceso, le parece inmoral hacer ciertas cosas para conseguirlo, preferiría hacer esas cosas gratis o no hacerlas en absoluto. En otras conversaciones no se habla de dinero sino de principios. Alguien menciona la palabra causa, la palabra riesgo, la palabra sacrificio -por el tono de voz, entiendes que tal vez la Esposa deplore esa causa, esos riesgos, esos sacrificios-. Por momentos te parece incluso que hablan de ti: te encuentran necesario o innecesario, oportuno o inoportuno, vivo o muerto. La Esposa quiere darte algo y el Vecino negártelo, pero no aciertas a saber qué. Puede que hablen de la comida, porque de un tiempo a esta parte estás extrañamente hambriento. Si no te pareciera imposible creerlo, dirías que desde que los huéspedes se marcharon hay días en que la Esposa no viene en absoluto, y tú te dedicas a arañar la escudilla y a coleccionar hebras de tabaco con las que armar un cigarro desmañado. Tratas de aguantarte un poco más para que el cubo no rebose de mierda antes de que la Esposa regrese por él. Y también escuchas.

Más sonidos. La bofetada de una hoja seca al desprenderse del árbol y acostarse sobre la acera. El chasquido que hace la carne de las hormigas bajo tu dedo. La carrera de una rata que recorre las galerías profundísimas del metro. El grito desesperado de una célula que se rompe; que decide comenzar a gestar un tumor en alguna parte, por ejemplo en el pecho de esa señora que pasea embutida en su abrigo de pieles.

A veces, después de su visita, la Esposa no vuelve a casa de inmediato. La oyes merodear de un lado a otro y luego dirigirse al baño. De pronto el chorro del agua rebotando en la cerámica de la bañera; la mano de una mujer que se desliza para comprobar la temperatura -el sonido del agua escurriéndose entre sus dedos; dos dedos, tres dedos a lo sumo- y luego el ruido con que comienza a desembarazarse de su ropa. No te limitas a oírlo. Lo escuchas con la atención con que se escucha una sinfonía o se ausculta un pulso muy débil. El sonido de una falda que resbala hasta el suelo, que no es el mismo que hace una media al deslizarse pierna abajo, ni mucho menos puede confundirse con el estrépito de un sostén al impactar contra los azulejos. Cae el pañuelo de la cabeza, también con su ruido propio, y con él la cascada del cabello que al fin se libera, su latigazo blando. Todo eso lo escuchas con avidez. También el momento en que se sumerge finalmente en el agua -primero el pie derecho, luego el izquierdo-. Eres capaz de reconstruir su cuerpo al completo sólo por el sonido que hace el agua al acogerlo. Por el modo en que envuelve cada uno de sus pliegues y sinuosidades, como el negativo de la luz conjura la impresión de una fotografía; como podría concebirse la silueta de una estatua mirando las lascas de mármol que el escultor va dejando caer al suelo. Sabes, por el susurro del agua, en qué momento el pie desnudo se deja acariciar por el chorro, si sus uñas están lacadas, si se arquea o se estira estremecido por el contacto. Ese cuerpo que se moldea detrás de tus párpados se parece, es idéntico en realidad, al cuerpo de la Esposa tal y como te recibió en la puerta el primer día. Si es que hay un primer día o un principio de algo y si aun existiendo un principio éste puede recordarse.

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