Kanada

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Capítulo 34

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Un día regresa el ruido verdadero. Otra vez estrépito de puertas, de bultos arrastrados entre forcejeos y monosílabos. Sólo que esta vez no hay baúles de madera sino algo así como un tren muy pesado y muy lento, que avanza por el pasillo empujado por sus propios pasajeros. Por debajo del campanillear de los metales, voces de hombres que se reclaman o animan en susurros. Ahí, sí. No, más, más, dale. Todo. Ya. A la de tres. Un, dos, tres. Y entonces el convoy se detiene, llega a un destino impreciso que parece estar en el salón, y sus porteadores conversan un instante y luego desaparecen.

Pero el tren se queda. Su maquinaria se pone en marcha casi todos los días, cuando el sol ya ha despuntado, y se apaga mucho antes de que anochezca. Protesta entre toses metálicas, entre gruñidos de quincalla y sacudidas como de bielas que se accionan y calderas que arden sin humo ni fuego ni movimiento siquiera. Sí, sin movimiento. Es un tren extraño que siempre permanece en el mismo lugar del salón, casi tocando la pared de tu despacho. Sus ruedas corren sin pausa durante horas, girando sin rumbo y sin propósito. Y los hombres que lo ponen en marcha apenas hablan. Sólo para decir: más, más, entre susurros. Luego, cuando ya tienen suficiente, se marchan. A veces te asomas a la ventana para verlos salir, jóvenes e inofensivos. Parecen obreros, pero caminan con la determinación de los grandes señores. Llevan las gorras caladas y una cartera colgando del brazo, o un morral, o un talego de lona, o una maleta. No miran atrás.

Hace demasiado ruido. Al menos eso piensan los hombres. Demasiado ruido, dice uno de ellos, mientras fuman sin descanso -la niebla de sus cigarros colándose por la rendija de la puerta, como el humo que la locomotora no suelta-. Tal vez por eso, transcurridos unos días levantan por un instante la máquina -ya. A la de tres. Un, dos, tres- y oyes cómo deslizan por debajo alguna clase de paño o de fieltro, que en efecto amortigua un poco las vibraciones. Pero no es suficiente. No es suficiente, dice la misma voz, y entonces alguien trae el gramófono, acciona la manivela, y la música del tren queda como asfixiada por los violines y los lamentos, por la voz de un hombre que llora. Así es desde entonces: el gramófono se pone en marcha casi todos los días, cuando el sol ya ha despuntado, y se apaga mucho antes de que anochezca. Y latiendo por debajo la percusión lejana del tren. El rumor de su latido sosteniendo el pulso del hombre que llora, que no recobra a su amada nunca.

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