Kanada

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Capítulo 36

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Las visitas de la Esposa han marcado siempre la medida del tiempo. Sin ellas, un día no puede darse por terminado: algo queda por hacer, por resolverse. No ves por qué ahora deba ser distinto. La Esposa llega con la misma regularidad, una vez al día -siempre por la noche, cuando hace tiempo que la máquina se ha detenido y sus fogoneros se han marchado-. Sólo que ahora en un día caben muchas cosas, tantas que parece imposible: noches y mañanas alternándose, como se entreveran escaques blancos y negros en un mismo tablero. Te da tiempo a tener hambre y sed; tiempo de ver cómo la olla de barro se va vaciando conforme el cubo de metal se llena hasta rebosar por los bordes y empapar el suelo. Porque la Esposa ya no te deja un único plato sino la marmita completa, y ni siquiera así es suficiente: de alguna forma encuentras el modo de vaciarla en el curso de ese único día; de arañar su fondo vacío hasta despellejar primero el esmalte y después tus manos.

Pero incluso los días más largos terminan alguna vez. De nuevo la Esposa abriendo la puerta de tu cuarto y sonriendo con torpeza, como pidiendo disculpas. Claro que tú no tienes nada que disculpar. Hay mucho que agradecer: el cubo limpio, el garrafón de agua fresca, la pila de periódicos, una nueva olla humeante. Hundes las manos en esa olla tan pronto como la posa en el suelo: tus dedos abrasados por el caldo rojo y espeso, palpando las patatas con una alegría feroz, incomprensible. Ella te deja hacer desde la puerta. Te mira con las manos retorcidas sobre su mandil blanco.

Luego se marchará, y tú te quedarás escuchando mucho tiempo el rastro imposible que deja tras de sí el silencio. Porque el silencio no quiere ser escuchado: cuando falta un ruido inventa para ti otro más pequeño, un ruido que hasta entonces no existía y que crece hasta llenarlo todo. Por ejemplo, un grifo que gotea en cualquier parte. Por ejemplo el resuello de tu respiración, de pronto insoportable. La voz de la propia Esposa, que regresa hasta ti asordinada por el espesor del ladrillo. El Vecino le está reprochando algo; le dice que no, de ningún modo, que ha de tener mucho cuidado, que volver es peligroso. Que ha de pasar allí el menor tiempo posible. Allí eres tú: eso no tardas mucho en comprenderlo. Allí es traerte una olla de gulash todos los días y tocar a la puerta del despacho y mirarte a los ojos. Eres peligroso, tú y también esa máquina que permanece callada por las noches, como dormida, y puede despertar en cualquier momento. Tal vez por eso ya nunca utiliza la bañera, y regresa a su casa apenas te devuelve el cubo limpio. Porque sus baños eran en efecto muy largos, mucho más largos que un día, y por tanto peligrosos. Tienes más recuerdos de la Esposa hundiéndose en el agua que de algunos años de tu vida.

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