Kanada

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Capítulo 54

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En el final hay un hombre que te borra el número del antebrazo: un poco de escozor y luego nada, como si nunca hubiera existido.

En el final hay un tipo con una toalla colgando del hombro y unas tijeras bailando en la mano, que tarda dos minutos en cubrirte la cabeza con tu propio pelo.

En el final hay un muchacho que se lleva tus ropas de preso y otro que encuentra no sabes dónde precisamente tu camisa, tu pantalón, tu par de zapatos. Siete pengős cincuenta para tus bolsillos. Un anillo de oro para tu dedo.

En el final hay una estación y dos colas de prisioneros que convergen en una sola. En la encrucijada, un hombre con bata blanca y un estetoscopio en torno al cuello. Examina con cuidado vuestros dientes, vuestros ojos, vuestras manos, y os va enviando a todos al mismo andén, junto al mismo tren vacío. Todos los que te preceden parecen estar listos: todos superan la prueba. No hay nada extraño en ello: esta misma noche los ángeles han borrado vuestros tatuajes, y los ángeles no cometen errores. Tú sin embargo estás nervioso. Temes, ahora que todo parece estar terminando, estropearlo de alguna forma. No lo haces, claro: la tuya también es una historia con final feliz. Te agregas a la cola más corta y llegas hasta el hombre de bata, que apenas tarda unos segundos en asentir. Y junto al tren ese soldado que te tiende una maleta no sin cierta dosis de violencia -tanta prisa, de pronto- y te empuja contra una mujer y una niña que lloran y se aferran a ti de inmediato, como si te esperaran. Una mujer y una niña que proceden de la cola opuesta. Por un momento tartamudeas. Tienes lágrimas en las mejillas, unas lágrimas que todavía no has llorado, y no sabes qué decir. Las miras a los ojos. Miras también la maleta, donde alguien ha escrito un nombre y una dirección con una caligrafía sorprendentemente parecida a la tuya. Un rastro de tiza donde se te informa de que ya no eres 122892, que te llamas de un modo más difícil de recordar, y tienes tu domicilio en cierta calle, en una ciudad, en el mundo. Sólo entonces te echas a llorar hasta secarte las lágrimas, y abrazas esa maleta, esa familia improvisada, ese destino, con todas tus fuerzas.

Todavía queda el tren, pero qué importa. Quedan llanuras interminables de las que no se sabe si se va o se viene. Quedan varios crepúsculos y varios amaneceres cuyas luces se filtran por el ventanuco. Gotas de lluvia y de rocío con sabor a barniz que hay que lamer de las tablas del techo. Queda una reyerta absurda entre los recién liberados, como si aún estuvieran acostumbrándose a su inocencia. Quedan los primeros besos a tu esposa, a tu hija, besos dolorosos y al mismo tiempo felices, como sucede siempre que algo empieza o termina. Queda el suelo del vagón y en él un cubo colmado de excrementos y orines, tu cubo, cada vez más vacío. Cuando acabéis de limpiarlo, el viaje habrá terminado. Queda el viaje. Las calles de la ciudad al anochecer, desiertas, y una pareja de soldados que insisten en acompañaros hasta vuestra nueva casa, la casa donde seréis tan felices. Podéis encontrarla vosotros mismos, pero los soldados no quieren. ¡Hay tantos que se han perdido! Más rápido, os dicen, os apremian, porque hay otros muchos esperando el mismo tratamiento. Tu mujer parece muy preocupada y tu hija por momentos se serena, pero basta que la consueles para que rompa a llorar de nuevo. Mientras camináis, el día va recobrando sus colores. Por fin la calle. Un portal. La dificultad de subir los peldaños, a empellones y de espaldas. Desde las galerías superiores del patio, rebozos negros y rostros muy blancos -rostros duros, graves; rostros que no hacen ni dicen nadacomo espectadores de un teatro venido a menos que aguardan en silencio el final de la obra. Una puerta precisa, abierta, y los soldados que os arrastran dentro y os distribuyen en los lugares más inverosímiles -ellas debajo de la cama; tú abrazado firmemente a tu telescopio-. Y por último los soldados que salen, que cierran la puerta de una patada, regresan a la calle. Tú alzándote para mirar por la ventana, apartando un solo pliegue de la cortina. Y tras el cristal los soldados que se han detenido en mitad de la calzada, que conversan con el Vecino -pero el Vecino parece de pronto muy joven y ya no cojea- y por último miran en la dirección que éste señala.

Puedes imaginar el diálogo que sostienen.

Ahí, ahí es donde se esconden.

Y los soldados:

No, ellos no. Son inocentes: ya han cumplido.

Y después recogen una colilla del suelo y desaparecen.

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