Kanada

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Capítulo 39

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Te asomas a la ventana para ver salir al Vecino. Lo acompañan dos hombres. Llevan la gorra calada y una especie de pañuelo o bufanda que sólo les deja al descubierto los ojos. Pero tú eres capaz de reconocerlos: los has visto tantas veces debajo de esta misma ventana, llevando sus carteras y sus maletines de cuero. Parecen tener mucha prisa y el Vecino casi tiene que arrastrar la pierna. Los ves enfilar la calle en dirección al río.

Desaparecen.

Al otro lado de la pared, de nuevo la voz de la Niña. Pasa de las capitales a las tablas de multiplicar, donde se muestra más segura y más mecánica, y de ahí a los afluentes a izquierda y derecha del Danubio, y por último a una retahíla que llama Grandes Momentos de la Lucha Obrera. La publicación del Manifiesto Comunista, recita. Los mártires de Chicago. La sublevación de Odessa. El Palacio de Invierno. Una pausa, y en esa pausa el ruido de la puerta. Guadalajara. Stalingrado. Berlín. La guerra de Corea. De nuevo un ruido, esta vez en el pasillo. Es la Esposa. Reconocerías el taconeo de sus zapatos en cualquier parte. Se detiene al otro lado de tu puerta, como si estuviera a punto de entrar. Pero para qué habría de hacerlo, si todavía tienes agua, y comida, y cigarrillos, y el cubo casi intacto; si falta mucho para que otro de esos días tan largos termine. No: al final no entra. En su lugar desanda sus pasos y se dirige al baño. Es entonces cuando la Niña deja de recitar. O más bien eres tú quien deja de escucharla, porque el ruido del agua ha pasado a llenarlo todo. El agua, otra vez, lamiendo la superficie fría y blanca. El suspiro de la Esposa. La ropa desprendiéndose pieza a pieza, como con dudas, en pausas llenas de vapor y azulejos. Los pies desnudos, caminando de puntillas hasta el agua. Todo lo escuchas con una precisión nueva, casi terrorífica, que vuela por encima de los ruidos que vienen del otro lado de la ventana. Comprendes que la puerta del baño ha de estar abierta. Y por qué no iba a estarlo, si como siempre tú tienes la tuya cerrada. Pegas la oreja a la madera para certificar que la Esposa ya ha comenzado su baño - los talones han hecho rechinar un momento la cerámica; las manos asiendo los bordes con un chasquido como de ventosa o anfibio-. Y luego, cuando estás a punto de escuchar el resto, la humedad y el calor de su cuerpo al completo, comienzan las voces. Un cántico que se eleva. Un hervidero de proclamas que parece proceder del otro lado río, entre silbatos, palmadas y arengas. Juegas a destrenzar las voces que llegan hasta ti tramadas en un mismo rumor, olas que vienen y van. Voces que piden dimisiones, voces que piden calma, voces que piden ayuda internacional, voces que piden armas. Todos quieren lo mismo: un país sin rusos y una Rusia sin soviéticos. Eso repiten en una ovación furiosa, y son tantas bocas, y gritan tan fuerte desde todas las direcciones, que no te cabe duda de que conseguirán su objetivo. Por debajo de las palabras que se repiten escuchas otras muchas que no se repiten. Escuchas a un niño que tiene dolor de muelas. Escuchas a un taxista que toca el claxon y la multitud que no se aparta. Escuchas una docena de transmisiones de radio que informan en directo en diferentes idiomas y una emisora que se obstina en repetir la misma fanfarria militar. Escuchas el desgarrón con el que dos manos hacen añicos un carné del Partido y las tijeras que recortan la hoz y el martillo de una bandera. Escuchas a un soldado que carga su arma. Escuchas los susurros de un hombre que aprovecha las apreturas para rozar el talle de su amante. Escuchas diecisiete mecheros encendiendo diecisiete cigarros en distintos puntos de la Plaza Bem. Escuchas una voz que maldice a Dios y nueve más que le rezan. Escuchas los poemas que un estudiante lee desde lo alto de un edificio o de un estrado. Escuchas a un agente de la policía secreta que pregunta si ya es el momento de intervenir y a su sargento que no contesta nada o contesta con un gesto. Todo eres capaz de escucharlo. Todo menos el cuerpo de la Esposa. Por eso has adelantado la mano hasta tocar la manecilla de la puerta, esa manecilla que todo este tiempo parecía quemar y no quemaba.

Abres la puerta.

Y entonces ella. Primero su mano, apoyada en el filo de la bañera. Una mano que cada tanto se mueve, que parece vibrar, que quizá tiembla. Una mano estremecida por el contacto de un pensamiento o una pesadilla. La melena suelta, cayendo blandamente. El perfil inmóvil de su rostro. Los ojos cerrados. Miras esos ojos y comprendes que está llorando. Que llora sin hacer ningún ruido. Y es extraño, puede que incluso imposible, porque te parece escuchar el viento frágil de su respiración; escuchas incluso su pulso amortiguado por el agua, pero eso, su llanto, no eres capaz de distinguirlo. Tal vez no llora. ¿Cómo podrías ver desde aquí sus lágrimas? La ves llorar porque crees que debería llorar. Tal vez sólo se da un baño mientras en la calle todos gritan y piden cosas que no entiendes.

Se alza lentamente, te ofrece de pronto la visión de su cuerpo desnudo. Se entrega a ti como entresacada de la niebla de un sueño. Un calor que se propaga a través del vaho y del pasillo: la temperatura de su cuerpo. Y entonces, al verla, comprendes de pronto que la Esposa ya no es la Esposa. Que no es esa muchacha que un día te abrió la puerta. Es una mujer. Una mujer con sus primeras arrugas y puede que incluso sus primeras canas. Una mujer que tiene miedo. Una mujer que llora o que quizá no llora. Que ha necesitado todas esas bandejas, todos esos periódicos, ese ir y venir de cubos, para convertirse en lo que es ahora. Porque tú no la mirabas: no al menos hasta este momento. Aceptabas sus tazas, sus cuencos, sus jofainas llenas de agua, pero no la mirabas. Veías su sonrisa como fosilizada, una sonrisa que estaba hecha de cansancio y de tiempo. Y ahora sí, ahora la miras, ahora la ves como la mujer en la que se ha convertido, y te parece ver incluso al hombre en que te has convertido tú. Una procesión de imágenes y pensamientos que caben en el tiempo que tarda en extender la mano y tomar la toalla. El instante que va entre ese gesto y el gesto insignificante de alzar la cara para mirarte. Su mirada, de pronto.

Y acompañando esa mirada, ningún gesto. La Esposa que sostiene el peso de tus ojos sin mover ningún otro rasgo de su cara. Como si toda su concentración estuviera en el resto de movimientos: el movimiento con el que se enrolla la toalla, con el que se seca el pelo, con el que sacude un pie primero y después el otro. Te mira durante un tiempo que no parece largo ni corto sino incomprensible, casi mineral, como es el transcurso de las eras geológicas. Así es su mirada, que también parece hecha de piedra, mirarte sin ver, sin expresión, sin juicio, y aun así no se aparta todavía, sigue clavada en ti mientras se viste lentamente, mientras se ajusta el sostén sin apuro ni temblor, mientras se sube la falda y sus manos recuperan las prendas desparramadas por el suelo casi a ciegas. Te mira como si fueras tú quien estuviera hecho de piedra. Tal vez con un punto de curiosidad, como se celebra la primera palabra de un mudo por más que ésta sea una blasfemia o un insulto que no puede perdonarse y se perdona. Así te está mirando durante este instante que no dura, este durante en el que se queda encallado el tiempo y que sin embargo termina, se calza el último zapato, apaga la luz, se aleja por el pasillo sin volver la cabeza, como si no existieras o como si sólo ahora hubieras comenzado a existir.

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