Kanada

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Capítulo 41

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Desaparece el carro, desaparecen también los hombres, pero tú sigues ahí. La planicie helada y tú clavado en ella. Como si la tuya fuera la mirada de un espantapájaros, crucificado en la tierra para ver pasar el mismo trozo de cielo, la misma alambrada negra. Piensas: es la mirada de Dios. Porque Dios existe, claro, está de hecho en todas partes, sólo que él tampoco puede moverse, y es precisamente por eso que lo permite todo: lo bueno y también lo malo. Anochece. En alguna parte se escuchan disparos y un coro de ladridos. Están liquidando un nuevo cargamento de prisioneros, lo sabes mucho antes de despertar, pero cuando abres los ojos estás otra vez en tu despacho y no hay ningún prisionero. Tampoco hay nieve: sólo el colchón sin relleno y la estufa apagada y el telescopio. La misma noche. La ventana abierta y al otro lado un puñado de hombres que corren calle abajo en la oscuridad, perseguidos por sombras. Ves pasar una camioneta en cuyo pescante ondea una bandera verde, blanca y roja. La bandera del Vecino. La bandera de ese país que también debería ser el tuyo. A la luz de las farolas te parece distinguir que el trapo está agujereado. Alguien se ha afanado en recortarlo, y en el lugar donde debería ir el escudo ahora no hay nada. Miras ese agujero, semejante a la cuenca vacía de una calavera.

El ruido. Voces que llegan a ti, como puntuadas por los disparos. Muera Rusia, grita alguien, e inmediatamente se suman otras consignas. Muera Rakósi. Muera la tiranía. Muera el Partido. La lista de cosas que deben morir es inmensa. Inmensa la munición de las armas, que no cesan de disparar en ningún momento, y la munición de sus palabras, que a su modo también disparan. Del otro lado de la pared, un rezo que tampoco termina; que se reanuda tan pronto como llega al final, en un bucle de serpiente que devora su propia cola. Es la voz de la Esposa y por debajo, más temblorosa, la voz de la Niña. Ya no recita ríos y números y capitales: sólo quiere que su padre vuelva. Y para eso reza a otro padre, un Padre con mayúsculas. Un padre que es el suyo y todos los padres del mundo. Un padre que podrías ser tú, si tuvieras una hija. ¿Acaso la tienes? Padre nuestro, dice, y su voz es apenas un susurro, demasiado suave para que ese Padre la escuche. Para que pueda entender su reclamo de vida en medio de tanta confusión de voces que piden la muerte. Al final la Niña llora, y la Esposa dice shhh, shhh, todo va a salir bien, aunque quién podría creerla, si de vez en cuando también ella llora.

Más ruidos: una radio encendida. Un locutor al otro lado de la pared que cada cierto tiempo repite las mismas palabras. «Los soldados soviéticos están arriesgando sus vidas para proteger la seguridad de los ciudadanos. Trabajadores de la nación, recibid a nuestros amigos y aliados con afecto». Luego, contradictoriamente, habla de matanzas en ciertos barrios de la ciudad; de muertos que se cuentan por docenas. Amigos y aliados que por alguna razón se disparan y mueren. Tú has visto esa cosecha de espantapájaros, piensas. Acabas de verlos formando montañas en la nieve y el Vecino no estaba entre ellos. Te gustaría decírselo a la Esposa y a la Niña. Decirles: podéis estar tranquilas, todos los espantapájaros eran mujeres y todos cabían en el mismo carro. Pero no dices nada y ellas siguen llorando.

El Vecino regresa al amanecer. Escuchas el ruido de la puerta y los gritos de la Esposa y la Niña, que corren a abrazarlo o continúan ovilladas en la cama, esperando que sea él quien las abrace. Te gusta registrar las palabras que escuchas al otro lado de la pared e inventar los gestos que las acompañan. Decides que sea la Niña quien corra a los brazos del padre y que la Esposa continúe sentada en el borde de la cama, con los ojos tal vez arrasados por el llanto; tal vez mirando la carabina que el Vecino sujeta todavía en sus manos. Pasaron tanto miedo, dice la Niña, y el Vecino niega con la cabeza, con el cuerpecito recargado contra su pecho, no, no, no hay que tener miedo, el momento del miedo ya ha pasado, ahora es el tiempo de la esperanza. ¿Escuchan los disparos? Pues no son disparos, se contesta, es un coro de voces, una orquesta. La música de su país tocando, por fin, sin sordina. Deberían haber visto a aquellos miles de hombres y mujeres reclamando sus derechos en la Plaza Bem, y en la Plaza de los Héroes, y frente al Museo Nacional; resistiendo el fuego de los gendarmes de la Policía Secreta y de los canallas soviéticos que los acompañan; rebasando ambas orillas del Danubio; derribando la estatua del Hombre de Hierro. Era tan grande y tan sólida, y no tardaron ni treinta minutos: tantas cuerdas sostenidas por tantas manos, tantas sierras que atacaban desde todas partes. Incluso tres grúas que los trabajadores del tranvía llevaron hasta allí. El hierro contra la cuerda, y venció la cuerda. El pueblo contra los opresores. El país, su pequeño y bravo país, contra la inmensa Rusia. Y al fin el Hombre de Hierro cayó como caen todas las tiranías, seccionadas por lo que parecía más seguro: por los mismísimos pies. Aún siguen ahí sus botas colosales, añade, y dentro de las botas una bandera que un estudiante tuvo la ocurrencia de clavar como se yergue una primera flor en un jarrón. Esa bandera que ya nunca más volverá a llevar la hoz y el martillo. Éste sí que es un Gran Momento de la Lucha Obrera y no esas estupideces que estudia la Niña, jamás olvides este día, este 23 de octubre que no ha hecho más que empezar, el momento más importante de la corta vida de la Niña y quién sabe si también el momento más importante de la mucho más larga vida del propio Vecino. El día más crucial de la infinitamente larga historia de su país. Verás cómo muy pronto, mañana mismo, tendrás que memorizar lo que hoy ha pasado ante tus ojos como hasta ahora has memorizado esas otras fechas que a nadie le importan. Aunque decir mañana es una exageración, porque mañana no habrá colegio, y tampoco pasado, puede asegurárselo; este curso ha estudiado mucho y ahora va a disfrutar de unas merecidas vacaciones hasta que el último ruso se haya marchado.

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