Kanada

Kanada


Capítulo 42

Página 45 de 58

 

 

 

 

El sol en lo alto y nadie en la calle. Cada cierto tiempo, el repique de un disparo; una explosión distante que hace remecer los cristales. Pájaros desbandados cruzando el rectángulo del cielo. Nada que mirar al otro lado de la ventana. Sólo queda concentrarse otra vez en las hormigas, siempre fieles, siempre idénticas a sí mismas. Exploran la inmensidad de tu despacho con el mismo rigor, como si el ruido de los fusiles no supusiera para ellas más que para ti un puñado de hormigas. Como si nada pudiera asustarlas, o como si todo fuera una amenaza a la que oponer los mismos recursos. Basta dejar un mendrugo de pan o unas gachas de polenta el tiempo suficiente y comienzan a afluir de todos los rincones de la casa en cabalgatas frenéticas, en hileras sinuosas que viborean de un lado a otro para disputarte los despojos. Su desfile tiene algo marcial. Salen de sus escondrijos con la determinación con que ves arrojarse a tantos hombres y mujeres a la calle para enfrentarse a los rusos. Ellas luchan también contra algo que quizá eres tú. Las dejas hacer, al principio. Luego te afanas en contarlas. Conoces el número de losetas del baño pero no sabes cuántas hormigas hay ahora mismo en tu despacho. Quieres organizarlas, agruparlas frente a ti, aprestarlas para quién sabe qué clase de combate, pero las hormigas no saben formar, porque las hormigas son estúpidas. Si fueran inteligentes, si pudieran tomar una sola decisión que no estuviera prevista por sus instintos, entonces tal vez podrías convencerlas de la necesidad de obedecer. Llegarías con ellas a alguna clase de acuerdo. Les dirías por ejemplo «o hacéis esta fila más recta o estáis muertas» y ellas escucharían tus amenazas, sopesarían sus opciones, tendrían miedo, y ese miedo les enseñaría a ser dóciles. Esperarían horas, días enteros si fuera preciso. Usarían su inteligencia para contarse historias consoladoras o terribles, diminutas palabras de hormiga que justificaran la decisión de obedecer frente a la decisión de rebelarse. Tendrían esperanza. Confiarían en ti aunque todo -la amenaza descomunal de tu cuerpo; tus zapatos inmensos como los zapatos del Hombre de Hierro- debería en realidad moverlas hacia la desconfianza. Pero nada de eso importa, porque las hormigas son estúpidas y por eso no obedecen. Cuando ven aproximarse un dedo corren en todas las direcciones, enloquecida, suicida, absurdamente, y gracias a esa locura muchas consiguen salvarse. No son inteligentes, porque si lo fueran ya estarían muertas. Su especie habría sido barrida de la faz de la tierra.

¿Quién querría matar a una hormiga?

Tienes que contarlas, y para hacerlo con más comodidad las vas aplastando una a una con el dedo. Las dispones en filas, hasta formar algo parecido a un ejército o a un cementerio. Piensas en un rey pasando revista a sus tropas. Piensas en una escuadrilla de aviones, volando muy bajo y haciendo atronar las sirenas. Piensas en una clase formada en la puerta de un colegio. En el recuento de reclusos de una penitenciaría. Y entonces, de pronto, te descubres regresando a Kanada. No recuerdas, no piensas nada. Simplemente regresas, pisas otra vez su nieve, sus avenidas de tierra, porque Kanada no tolera el pasado; es un lugar en el que se está o en el que no se está, pero que de ninguna manera puede recordarse. Hacerlo es cruzar otra vez su puerta de hierro, del mismo modo que sólo una herida puede recobrar el dolor de otra herida. Así que regresas a Kanada, vacío de palabras, de pensamientos; desembarcas en la estación del campo y ocupas tu lugar en la cuarta fila, como si nunca te hubieras marchado. Tal vez no te marchaste. Al menos los demás siguen ahí, formados y esperando. Es la hora del recuento. A veces tenéis que permanecer inmóviles durante horas, hasta que las cuentas cuadren. Formáis por la mañana. Formáis por la noche. Formáis un día tras otro, sin excepción. Estáis formando precisamente ahora. Apenas hay luz, la noche está mitigada por un resplandor pálido, y no puedes recordar si el día empieza o termina. ¿Acaso termina algo, alguna vez? Estás tan cansado como si fuera la hora de acostarte y tan confuso como si acabaras de abrir los ojos. La plaza no parece una plaza. Es más bien un cráter cuadrado, un agujero abierto entre los barracones. Los hombres forman en ese calvero de fango y de nieve y esperan. Ven la claridad del cielo y esperan. Sienten frío y hambre y de todas formas esperan. Tienen la paciencia de las hormigas muertas. Los kapos corren de un lado a otro con sus libretas, revisan las cifras una y otra vez, descuentan a los que murieron durante la noche, a los que ingresaron en la enfermería, a los que fueron enviados a otro barracón, y más tarde suman los nuevos traslados, las últimas incorporaciones, y aun así las cuentas que no cuadran. Su desesperación resulta comprensible. Uno de ellos recorre la primera fila a la carrera, azotando rabiosamente a los presos con su fusta. Tú te esfuerzas en contar los golpes, como si así ayudaras a acelerar el recuento. Luego cuentas los satélites de Júpiter. Los días que componen una década. Las décadas que tarda la luz en recorrer la galaxia. Imaginas que no sois presos sino clientes que esperan su turno en una panadería. Imaginas que no sois personas sino hormigas alineadas en el suelo de tu despacho. Es sencillo pensar en la superficie de un planeta y casi imposible pensar en tu despacho. Cómo imaginar un espacio a salvo, un lugar en el que tu único trabajo sea sentarte a ver pasar las hormigas, pero de todas formas lo intentas.

Las hormigas son estúpidas. Vosotros no sois estúpidos. Eso debería servir de ayuda. Entre tus compañeros hay ingenieros, profesores, abogados. La inteligencia os ha llevado hasta allí y os llevará aún más lejos. Hay que obedecer a los hombres con uniforme que os están gritando, como habéis obedecido durante toda vuestra vida a los policías, a los sacerdotes, a los soldados. A los hombres que fueron profesores, abogados e ingenieros antes que vosotros. Así que continuáis haciendo lo más sensato, es decir, obedecéis, y no hacéis lo estúpido, es decir, correr a lo largo del campo, precipitaros contra las alambradas o contra los hombres que las defienden. Sois inteligentes y esperáis, a veces todo el día, y con frecuencia sucede, como está sucediendo ahora, que un hombre se viene abajo como un montón de piedras y ya no hay quien pueda levantarlo. He aquí un hombre que ha llevado su inteligencia hasta el final. Entonces un kapo tiene que arrastrarlo fuera de la formación y el otro resopla, tacha algo en su libreta, reelabora la cuenta. Uno menos, pero nada cambia. El número exacto se resiste, requiere mucho tiempo, infinitas comprobaciones, y en ese tiempo los presos siguen cayendo y la cuenta cambia sin cesar, se llena de tachaduras, de remiendos. Hay que rasgar la hoja y arrojarla al fango, y con ella cae otro preso.

Dejas de mirarlos. Prefieres cerrar los ojos y recordar los días previos a la guerra, cuando todavía enseñabas Astrofísica en la Universidad Pázmány Péter. Dices antes de la guerra como quien dice hace cien años. Como quien dice mi abuelo o mi padre fueron profesores de Astrofísica, o incluso anoche soñé que enseñaba en la Universidad Pázmány Péter. Pero no es un sueño, sino un recuerdo, y ese recuerdo no te sirve para regresar a las aulas por más que lo intentas. Kanada es una sensación, una sacudida, un golpe que no puede comprenderse y que por eso nunca se borra, mientras que tu vida previa a la guerra es apenas un concepto, una idea que se desvanece en cuanto se explica. Y tú, subido a la tarima, explicabas muchas cosas, ahora lo recuerdas, entre ellas el principio de incertidumbre de Heisenberg. Lo hacías frente al asombro de aquellos alumnos que parecían niños, que entonces no podían entender -que quizá siguen sin poder entender, ahora que se han convertido en niños que parecen soldados- por qué la mirada tiene un peso; por qué al medir la posición y la velocidad de un cuerpo alteramos la velocidad y la posición de ese cuerpo. Deberías haberles contado esto, piensas, hablarles de esos cálculos laboriosos que sacrifican aquello que se afanan en contar, y ellos tal vez habrían entendido. Quién sabe si podrás contárselo algún día. A veces se te ocurre pensar que tus años en la universidad son tan borrosos porque todavía no han sucedido, porque no son más que proyectos que algún día llevarás a término. Por eso, mientras sientes caer al hombre que tienes a la izquierda, cierras los ojos y piensas: tengo que recordar esto, para que los niños soldados aprendan.

Pero nadie aprende nada, nunca. Tampoco los kapos, que tardan mucho tiempo en revisar a fondo los barracones, hasta dar al fin con el número que se les resiste.

Ir a la siguiente página

Report Page