Kanada

Kanada


Capítulo 43

Página 46 de 58

 

 

 

 

La formación no se deshace. Tú sigues allí, clavado en la nieve, detenido en un rincón de tu despacho, esperando igual que esperan los espantapájaros. ¿Qué es lo que esperas? Que el recuento termine, al fin, pero nadie da la orden precisa y tú no te mueves. Oyes disparos, oyes la voz de la radio hablando de disturbios y de negociaciones, oyes rodar un tren que a veces escupe papeles y otras veces hombres con uniformes de rayas. Y no te mueves. La Esposa trae y lleva platos de potaje que no tocas. Agua que no vas a beber. Palabras que no contestarás. Al otro lado de la puerta el ruido de una celebración, con su entrechocar de vidrios y cuerpos. Los rusos se retiran, el país es vuestro, os lo habían arrebatado y ahora lo habéis recuperado. Eso dicen. De fondo, una emisora que no deja de repetir una y otra vez el mismo parte informativo. Se han emprendido negociaciones para. El gobierno del Kremlin ha aceptado que. La República Federal ha iniciado gestiones para. Todos parecen confiar tanto en esas palabras. La voz del locutor de radio, imponiéndose como las órdenes creadoras de un dios. Dice: se ha declarado una tregua entre las tropas soviéticas y los rebeldes, y como por ensalmo cesan los disparos y la calle se llena de algo que no es silencio, pero se le parece. Dice: los rusos se retiran del país, y conjurados por esa orden los rusos encienden los motores de sus camiones y sus blindados y se marchan. Dice: la euforia se desata en las calles de la capital, y al instante abres la ventana y escuchas el clamor de esos festejos.

Sólo tú desconfías del valor de las palabras. La Esposa entra en el despacho cargada de bandejas y buenas noticias -la cama rodeada de platos que no has tocado- y tú no crees en esa paz de la que habla. Ni siquiera crees en los platos que te tiende. Sus movimientos, sus promesas, sus gestos: imágenes lejanas e imprecisas, fragmentos de un sueño. La única realidad es la nieve, las pirámides, los pabellones de Kanada, los soldados. Todo lo demás parece desvanecerse, volverse humo ante tus ojos. Le dices que tienes frío. No hace frío, contesta con el gesto repentinamente serio, pero regresa con un montón de mantas y antes de ofrecértelas te dice que comas un poco, por el amor de Dios.

Dios: otra palabra.

Te cubres con las mantas. El frío no se va. Regresa cada tanto con la nieve y las fustas de los soldados. El frío, que cualquiera puede sentir antes de pronunciar una sola palabra, y por eso es más real que ninguna otra cosa.

Palabras. También el campo está lleno de ellas. Dentro de sus alambradas todas las cosas tienen nombre, a veces inexplicable, pero un nombre al fin y al cabo. Los presos queréis entender. Necesitáis saber por qué los kapos se llaman kapos y por qué los musulmanes se llaman musulmanes. El campo es un país, con su propio lenguaje, sus hábitos nacionales, sus provincias y sus fronteras. Un país o muchos países: una maqueta que contiene la humanidad al completo. Tal vez por eso hay presos que representan todas las razas de la tierra y hablan un idioma de nadie que mezcla palabras del ruso y del italiano, del polaco y del francés. Brazaletes que parecen banderas y triángulos de colores que son clases sociales. Alambradas infranqueables como el cielo que rodea la tierra. Sólo un camino para atravesarlas: una avenida que llaman precisamente Camino del Cielo, quién sabe si por crueldad o franqueza, y que lleva desde los barracones hasta las cámaras y los crematorios. Un subcampo llamado Kanada y otro Mexiko, como si hasta el infierno tuviera que construirse a imagen y semejanza de una geografía real. El sentido de esos nombres se te va alcanzando poco a poco. Mexiko, escuchas cómo todos repiten esa palabra, Mexiko, hasta que un día lo ves con tus propios ojos: una sección a medio construir, habitada por presos a punto de ser transferidos a otros campos. Los kapos ni siquiera se molestan en repartirles uniformes: sólo mantas de colores con que cubrirse mientras esperan. Cobijas rojas, amarillas o verdes que contrastan con el azul y blanco de vuestros uniformes de rayas. Tal vez por eso lo llaman Mexiko, por todo ese colorido, por esas mantas pintorescas que parecen ponchos. O porque es un subcampo muy pobre, el reverso de pesadilla de Kanada, y así es como parece México en las novelas del Oeste: una llanura barrida por el polvo donde se viene a morir o a matar, a buscar una mina de oro que no existe o a luchar contra indios cubiertos de harapos, mientras los mexicanos beben pulque y sestean a la puerta de sus cantinas. También los habitantes de Mexiko parecen como dormidos: sólo esperan el próximo tren arrebujados debajo de sus mantas de colores, borrachos de cansancio y de hambre, sin saber que morirán siendo mexicanos; ellos, que deliran en todas las lenguas de Europa. Te preguntas quién fue el primer idiota que llamó Mexiko a Mexiko y decides que fue eso, solamente un idiota; alguien que ni siquiera había cruzado el Atlántico y creía que esas mantas envolviendo cadáveres podían confundirse con ponchos y esa explanada de nieve confundirse con México.

También tú aprenderás. Descubrirás todo lo que necesitas saber, y lo harás hoy mismo, tan pronto como comiences a trabajar en el comando Kanada. Lo haces todos los días: comenzar otra vez, comenzar siempre. Al principio no sabes qué significa esa palabra. Ni siquiera estás seguro de entenderla ahora, aunque por otra parte nunca has dejado de trabajar allí: Kanada es un país al que siempre pertenecerás. Uno aprende las cosas poco a poco, o no las aprende pero igual las repite como se repite una lección masticada: respetas lo que los demás te dicen y obedeces con la esperanza de que tengan razón. Así sucede dentro, y también fuera del campo. Cuando eras un niño te dijeron que tenías que estudiar, y tú estudiaste antes de saber qué cosa era el estudio. Te dijeron que amaras tu país, que no conocías, que no has llegado a conocer nunca -al otro lado de la pared, una botella que se descorcha, entre espumas y risas y gritos- y tú lo amaste o dijiste amarlo. Tal vez aún lo amas. Y ahora te dicen que debes trabajar en el comando Kanada, que debes guardar cuatro raciones de pan y de sopa para sobornar al kapo, y no dudas ni un instante. Siempre te has fiado de los uniformes y de la gente que los lleva: policías, sacerdotes, soldados. También los hombres que te acogen ahora tienen uniformes; uniformes de preso, es cierto, pero uniformes al fin y al cabo, y también ellos saben cosas que tú no sabes y haces por aprenderlas. Preguntas qué es Kanada y no te dicen nada. O dicen: Kanada es un país que está al otro lado del Atlántico, el país de la riqueza. O bien: Kanada es el lugar adonde ha ido a parar tu maleta. Incluso: deja de preguntar, Kanada es el comando en el que debes trabajar si quieres seguir viviendo, y eso basta. No te rompas la cabeza ni trates de entenderlo todo, añaden, eso es algo que sólo un musulmán haría. Tampoco conoces el significado de esa palabra, pero entiendes que ser musulmán es algo malo, algo de lo que deberías alejarte tanto como puedas. Sólo sabes eso: que no hay que ser musulmán, y también que hay que trabajar en el comando Kanada, el lugar adonde van a parar las maletas, y en cierto modo tú intentas ir tras la tuya. De pronto ves pasar frente a ti una procesión de presos famélicos, que se arrastran por el fango como si ya estuvieran muertos; como si el campo, todos vosotros, fuerais su sudario. O ni tan siquiera muertos: hombres que cruzaron el umbral de la muerte y no se detuvieron, siguieron adelante, avanzando siempre, a veces sobre sus zuecos de madera y a veces sobre sus rodillas, como si rezaran. Pero no rezan. Quién mejor que ellos puede saber que rezar es inútil, que la muerte no es el final ni el principio de nada. Son los musulmanes, lo comprendes en un solo instante de lucidez, y comprendes también que sobrevivir significa mantenerse en pie mientras ellos se derrumban.

Y luego, o antes de eso, o quizá al mismo tiempo, comienzas a reunir las cuatro raciones con un esfuerzo imposible -¿es por eso que no tomas los platos que la Esposa te tiende?-, guardas tu escudilla llena, tus mendrugos de piedra, y se los das a la persona adecuada. Y esa persona alza su porra y te dice que lo sigas.

Te lleva consigo a Kanada. Tú no te mueves, y de algún modo lo acompañas.

Kanada es, en efecto, el país de la riqueza floreciendo en medio de la miseria. El reverso de ensueño de Mexiko. La tierra de las oportunidades, separada del resto del campo por un cercado de alambre. Un país formado por un puñado de barracas de aspecto inofensivo, pabellones de madera que parecen graneros diseminados por las llanuras de América. Sus presos ni siquiera parecen presos. Ni un solo musulmán entre ellos: están bien alimentados y limpios, y algunos incluso fuman en mitad del trabajo, como aldeanos orgullosos de sus ranchos. Más tarde verás su cosecha, las pirámides: ahora no tienes tiempo de mirarlas. Sólo estás concentrado en seguir al kapo, que te conduce a una cabaña -porque parece una cabaña- junto a las alambradas.

Ir a la siguiente página

Report Page