Kanada

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Capítulo 45

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Llaman a la puerta de tu despacho. Debería ser la Esposa y es el kapo. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? No importa. Te mira desde el umbral de la puerta. Hace bailar en el aire su garrote, como un policía que empieza su ronda. La fiesta sin duda ha terminado, pero de alguna forma tú sigues escuchando sus ruidos. El kapo no te deja pensar. Viene hasta ti y te pregunta si de verdad eres tan bueno con los números como dicen. No sabes quién lo dice, ni por qué eso es importante. Ni tan siquiera cómo han llegado a saberlo. En el campo hay pocas maneras de demostrar nada, pocas ocasiones de hablar, de pensar en absoluto. Tal vez le explicaste a alguien cuál era tu profesión, aunque no eres capaz de recordarlo. O quizá te hayan escuchado repetir números en voz alta. Porque a veces, en los recuentos, en ese recuento que todavía no ha terminado, murmuras atropelladamente cifras absurdas: la masa de los planetas del Sistema Solar, la distancia de Plutón al Sol, del Sol a la Tierra, de la Tierra al Infierno. Calculas cualquier cosa: el número de estacas de la alambrada o los metros cúbicos de aire en cada barracón dividido entre el número de prisioneros -apenas un ataúd de aire para cada uno-. Lo haces para no volverte loco, o porque ya estás loco. El caso es que ahora, quién sabe por qué, el kapo te lo pregunta y tú vacilas. Miras la cinta de Moebius sobre su cabeza, el cubo de mierda, el plato intacto. Contestas que durante un tiempo ejerciste como profesor de Astrofísica en la Universidad Pázmány Péter -dices antes de la guerra como quien dice hace cien años. Como quien dice mi padre o mi abuelo fueron profesores de Astrofísica, o incluso anoche soñé que enseñaba en la Universidad Pázmány Péter-. El kapo te interrumpe con impaciencia. No te ha preguntado a qué te dedicabas, a quién le importa: sólo quiere saber si es cierto eso que dicen tus compañeros de barracón, y lo que dicen es que eres bueno con los números. Tartamudeas, intentas contestar algo, cualquier cosa. No sabes qué es lo que quiere oír. Si ser bueno con los números está castigado o recompensado al otro lado de la puerta que acabas de cruzar. Pero el kapo hace un gesto de desprecio con una mano y te indica que lo acompañes con la otra.

Haremos una prueba, dice.

Una cabaña más pequeña, al lado de la pirámide de zapatos. Dentro, media docena de hombres inclinados sobre sus mesas, con aspecto de oficinistas de provincia. Un pupitre vacío, y sobre ese pupitre un cuaderno de contabilidad, una máquina de escribir y una balanza romana, con su cajetín de pesos de plomo. También un vaso de precipitados de laboratorio, un monóculo de joyero y una colección de vinajeras con líquidos de distintos colores.

Siéntate, dice.

La prueba dura todo el día. Para ser exactos dura toda la semana, todo el mes, dura el resto de la guerra, está durando todavía, porque nunca llega a confirmarte si la has superado. Cada tarde, al terminar la jornada de trabajo, el kapo te dice: mañana seguiremos, aún tienes que esforzarte más. El kapo, que lee con dificultad; que cree que la joyería consiste en ser bueno con los números; que sólo entiende a medias las cifras que garrapateas en el papel pautado, diciéndote cuánto tienes que esforzarte. A veces se sitúa a tu espalda, te arrebata el lápiz y da uno, dos, tres golpecitos con la punta sobre el papel o sobre el platillo de la balanza, como quien pulsa el timbre de recepción de un hotel. ¿Estás seguro de esa cifra, 122892? Y tú dices que lo estás.

Bien, bien…

Pero no está bien. Al principio cometes, de hecho, muchos errores, que pasan inadvertidos a los ojos del kapo. No sabes una palabra de joyería, pero por suerte él tampoco, y te dejas aconsejar mansamente por los demás empleados del bloque. Son ellos quienes te dicen cómo atacar el oro con soluciones de agua regia o cómo comprobar su pureza raspándolo con una lima. Cómo distinguir, con tan sólo escuchar su tintineo, qué monedas son falsas y cuáles pueden fundirse para formar un lingote. Necesitas de toda su habilidad, de toda su sabiduría. Cada mañana llega un nuevo tren -convoyes de Polonia, de Rusia, de Italia, de Rumania-, y unas horas después alguien descarga sobre tu mesa un saco de diminutos tesoros. Monedas de países lejanos, relojes grabados, monturas de joyas, dientes de oro. No haces preguntas. Ningún titubeo: eso es algo que sólo un musulmán haría, recuerdas. Te limitas a hacer tu trabajo, cada vez un poco mejor, un poco más rápido; a comprobar la ley del oro, a calcular los quilates, a anotar el peso de las piezas en tu cuaderno. Así descubres que la mitad de los matrimonios polacos se desposa con alianzas sólo levemente bañadas en oro, o que los eslovacos tienden a rebajar sus implantes al menos dos quilates frente a los dentistas yugoslavos o rusos. Pareces un prestamista recobrado de una pintura flamenca; uno que paseando de un lienzo a otro hubiera acabado, por negligencia o por delirio, en los tormentos de una tabla de El Bosco. Y junto a tu mesa el kapo, revoloteando todavía alrededor del cuaderno. Sólo doscientos setenta y siete gramos esta mañana. Aún tienes que esforzarte más: eso dice. Pero qué culpa tienes tú si hoy no llegaron trenes. O si llegaron, pero los deportados cada vez tienen menos tiempo para casarse; o si se casan, pero en estos días los novios sólo se regalan baratijas de cobre o incluso de hierro.

A veces aparece también un oficial, que se pasea por las mesas con un cigarro encendido y una leve sonrisa. El kapo se convierte de pronto en un preso más, muy firme y muy quieto, con los hombros pegados contra la pared para dejarle paso. El oficial ni siquiera lo mira. Se acerca, en cambio, a vosotros, y os ofrece en silencio un cigarro o un caramelo de menta. Algunas veces consientes el cigarro, el caramelo, y entonces te tiemblan las manos. Lo miras de soslayo, sin volver la cabeza, y esa mirada fugaz te basta para comprender que se ha vuelto loco. Los ojos, sus ojos, parecen los de un musulmán: uno bien alimentado y con el uniforme limpio, pero musulmán al fin y al cabo. Un hombre que cruzó el umbral de la vida y no se detuvo, siguió adelante, avanzando siempre, a veces empuñando su pistola y a veces tapándose la cara con su pañuelo blanco. Y ahora está allí, sin pistola y sin pañuelo, sonriendo tras la niebla de su cigarrillo. Te pregunta cómo van las cuentas del día, con suavidad, casi como pidiendo permiso. Es el único soldado con el que hablas. Puede que el único con el que llegues a hablar nunca. A veces no se limita a preguntarte, sino que incluso te ofrece fuego y se arranca a hablar contigo, desde la altura de los grandes señores. Dice cosas extrañas. Conversaciones de espera en el patio de un manicomio o al pie de un patíbulo. Te dice, por ejemplo, que estás haciendo un trabajo esencial para acabar con la guerra. Que los mandos hablan constantemente del acero y del petróleo para construir miles de tanques y aviones, del uranio para fabricar bombas secretas, pero que, en su modesta opinión, el oro es el único metal que os llevará -a él y también a ti- a la victoria. Si tuvierais el oro suficiente para construir un solo tanque de oro en lugar de muchos de hierro, entonces ese único tanque bastaría para detener la guerra. Claro que para eso se necesitan muchas toneladas, reflexiona como para sí, y luego te pregunta si alguna vez has visto un tanque con tus propios ojos. Contestas que sí, que los viste una vez desde la ventana de tu casa, rodando por la avenida Andrássy hasta el río. Con sus cruces negras y blancas pintadas sobre el chasis te parecieron gigantescos ataúdes, pero eso no llegas a decirlo. Ataúdes para los que iban dentro y también para los que estabais fuera. ¿Y tú sabes cuánto pesa un tanque, 122892? Te encoges de hombros; qué sabes tú sobre eso. ¿Diez? ¿Veinte toneladas quizá? El oficial ríe y niega con la cabeza, no, no, de eso nada, veinte toneladas no las tiene ni una tanqueta de los italianos, los carros de combate de su país pesan al menos cuarenta o cincuenta toneladas, y él para colmo está pensando en un Tiger II, el tanque más grande de su país, es decir, el tanque más grande del mundo. El tanque que acabará con esta maldita guerra, tanto si es de oro como de acero. Nada menos que setenta toneladas: eso es lo que vais a conseguirle. Setenta toneladas de oro y ni siquiera necesitaréis luchar por la victoria: bastará con comprarla.

El oficial ríe, como si él mismo no tomara sus palabras en serio. Puede que bromee o puede que no: cómo saberlo. Pero tú te quedas pensando en ese tanque. Lo ves brillar detrás de tus párpados, rodar por encima de las barracas y de las alambradas, aplastar los cuerpos de todos por igual, presos, soldados y kapos, sin detenerse ante nada. Un ataúd de oro en el que a su debido tiempo podéis llegar a caber cada uno de vosotros: la humanidad entera. Tratas de calcular cuántos dientes, cuántas alianzas, cuántas monedas son necesarias para igualar el peso de ese tanque; cuántos cuerpos necesitas moler para amasar un único kilo de oro. Lo piensas en tu despacho, mirando el cuenco de sopa que la Esposa insiste en que bebas, y también ahora, ante los ojos enrojecidos del oficial, ante su risa que no cesa, que no se acaba de borrar nunca del todo. Y luego deja su pitillera encima de la mesa, como si la olvidara, y antes de despedirse te dice que tienes que esforzarte más: que todos, desde el primero al último, debéis esforzaros para lograr la victoria.

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