Kanada

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Capítulo 44

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Como tu despacho, Kanada es muy grande y muy pequeño a la vez. Algunos días parece un lugar modesto, casi ridículo en su insignificancia: un cuadrilátero de tierra acotado por estacas de ganado. Poco más que una aldea con pretensiones. Sientes que te falta el aire, que la intemperie en la que vivís es demasiado pequeña para todos, y que si extendieras los brazos traspasarías las alambradas por ambos lados. O te despiertas en mitad de la noche sintiendo una opresión en el pecho, como si durante el sueño tu cuerpo hubiera crecido tanto que ya estuviera de hecho fuera: tú fuera y el campo dentro de ti. Otras veces el espacio se hincha, se expande, se deforma ante tus ojos. Las alambradas se retraen en el horizonte y son de pronto inalcanzables, para llegar a ellas hay que superar infinitos obstáculos, produce cansancio solo pensar en tocarlas, no digamos atravesarlas, lo mismo que parece imposible abandonar el despacho y atravesar la casa entera para llegar a esa fiesta que no cesa —el Vecino dando un discurso, coreado por vítores y aplausos—. Y entonces de pronto Kanada o tu despacho te parecen tan grandes como la misma tierra, o incluso más grandes. Se te ocurre pensar que el mundo que conocías cabe en una de sus barracas. Que toda tu vida ha consistido en salir de una para entrar en otra.

Y esas barracas a veces están llenas y otras veces vacías. Pasan apenas unas horas sin que ningún tren se detenga en la estación y el ritmo de la vida se estanca, se paraliza por completo, como una fábrica sin combustible o un molino sin grano. Kanada tiene la naturaleza contradictoria de las ciudades turísticas. Su doble condición de ofrenda consagrada a las muchedumbres durante el verano que se va afantasmando y ensombreciendo en invierno, cuando de pronto las avenidas desiertas parecen demasiado anchas y las terrazas de los restaurantes demasiado grandes. Esas ciudades balneario en las que hiberna un puñado de supervivientes, que pululan entre las casetas de baño cubiertas de hielo; que con las primeras lluvias se quitan sus disfraces de botones, de mozos de carga, de camareros, de guías de viaje, y regresan a lo que siempre fueron en realidad, es decir, vuelven a no significar nada. Eso eres tú. Cuando no hay trenes —y es terrible que a veces no los haya— habláis de los turistas que no llegan, a menudo con desprecio, pero por otra parte sabes que los necesitáis desesperadamente; que vuestra ciudad al completo ha sido diseñada y elegida pensando en ellos; que sin verano no habría ciudad en absoluto durante el invierno. Ellos son vuestra ofrenda. Vienen en procesión, dispuestos en silencio al sacrificio. Los veis pasar al otro lado de las alambradas de ese campo que nunca llegarán a habitar, esas barracas en las que apenas pasarán unas semanas, un único día, apenas unas horas. Y vosotros ahí, esperando en los pabellones de Kanada para servirlos, para ser sus camareros, sus guías, sus sacerdotes, sus empleados de aduanas, siempre preparados para ellos, porque en el campo puede llegar el verano y de nuevo el invierno dos o tres veces por semana, a veces todos los días, en función de la llegada de los trenes. Es terrible cuando los veis entrar en la estación con su carga, pero más terribles aun las esperas, esos días en que los andenes permanecen vacíos y los presos del comando Kanada paseáis entre las alambradas como sonámbulos o como alucinados, temiendo haber visto llegar el fin de la temporada. Que de ahora en adelante no queden maletas ni turistas a los que dar la bienvenida —hombres a la derecha; mujeres y niños a la izquierda— y en consecuencia seáis vosotros mismos los primeros en ser guiados —¿por quién?— hacia las cámaras. Luego llegan uno, dos más, puede que tres cargamentos en un mismo día, y de pronto hay cientos de riquezas al alcance, relojes con los que comprar el favor de un guardia o un kapo, una alianza de oro que esconderse dentro de la boca, un abrigo de piel buena que intercambiar por una onza de margarina, y durante la hora de la cena se desata una fiesta o algo que parece una fiesta, mientras el campo se va llenando del olor dulzón de la carne quemada. Ese olor que no se extingue nunca: tan intenso que podría tener un color —negro petróleo— y la consistencia de un puño en tu estómago.

Para organizar los cargamentos necesitáis muchas manos y muchas barracas, un día completo o varios días, porque los visitantes traen toda clase de cosas consigo y cada una requiere su propio espacio. Atados de cigarrillos, conservas, frascos de confitura, encendedores de plata, joyas, abrigos de pieles, cuberterías de plata, violines. Por no hablar de las cosas que no llegaron a meter en sus maletas y que igualmente han ido a parar a Kanada: gafas, fardos de cabello, dientes de oro, piernas ortopédicas, ojos de cristal. Los artículos se clasifican en montones dispersos a lo largo de cada barraca, separados entre sí por un buen puñado de metros. Pero es una precaución inútil. A medida que los trenes llegan y salen, los montones van creciendo desmesuradamente, se enseñorean cada vez de más espacio, hasta que una montaña acaba invadiendo la ladera de otra, y así puede suceder por ejemplo que la montaña de lencería acabe desparramándose sobre la montaña de zapatos o la montaña de abrigos, o incluso sobre la más modesta colina de gafas. Hay que tener especial cuidado con la montaña de álbumes de fotografías, una de las más altas e inestables de Kanada, sacudida por aludes que apenas hacen ruido. Con frecuencia el kapo se pasea entre sus laderas de cartulina, dando puntapiés a la muchedumbre de rostros y paisajes que vuelan planeando hasta el suelo. Maldice por lo bajo. Quizá se lamenta por todo el espacio desaprovechado en las maletas. Cada barraca semejante a un desierto erizado de pirámides y vosotros el pueblo esclavo que trabaja entre ellas, entre esos monumentos levantados en el curso de un solo día que a su modo son también tumbas.

A veces, al vaciar las maletas, dais con artículos que no es fácil asignar a una pirámide concreta. Entonces tenéis que deteneros un momento para pensar. Los recién llegados saben que solo deben traer consigo el equipaje esencial, sus bienes más valiosos, los más preciados, pero cada familia entiende cosas muy distintas por valioso o esencial. Así, junto con la ropa, los víveres y los objetos de lujo, encuentras una colección de soldados de plomo. Una botella de Burdeos cosecha de 1889, con su corcho ya mohoso y el vino picado. Un paquete de fósiles marinos. Un álbum de sellos. El borrador de una novela de ciencia-ficción. Un fajo de postalitas pornográficas. En una maleta particularmente ligera encuentras el cuerpo de un bebé, con los dedos sin uñas ensangrentados de escarbar el cartón. Los padres intentaron que burlara el control y a su modo lo lograron. El kapo mira el cuerpecito por encima de sus gafas —el cuerpo inflándose allí dentro, rígido y arriñonado; la piel enrojecida y como acecinada por el calor; la boca hinchada en un grito que nadie escucha—. Quién puede saber lo que piensa entonces. Solo cierra la maleta y se la lleva colgada del brazo en silencio, como un ejecutivo de cuentas o un vendedor de muestras a domicilio. Ríete. Hay que reírse. Lo deposita en el montón que le corresponde, junto a su familia y sus compañeros de viaje, que a estas alturas ya están desnudos y muertos, componiendo su propia pirámide. Porque los muertos también levantan pirámides: al menos eso es lo que cuenta uno de los presos, que conoce a alguien que conoce a alguien que trabaja en las cámaras. Dice que por algún motivo los prisioneros tienden a concentrarse en la puerta antes de morir, a apelmazarse, a pelear entre sí, a trepar los unos encima de los otros clavándose las uñas y los dientes, hasta formar una pirámide perfecta. Tal vez buscan alejarse del respiradero por donde se filtra el gas. Tal vez su instinto los empuja a precipitarse hacia la entrada, a congregarse como un rebaño acosado. Eso nadie puede saberlo. El caso es que la pirámide siempre está ahí cuando se disipa la neblina azul, una montaña de dos mil o tres mil cuerpos arracimados, como si también los muertos se esforzaran en dejar el trabajo hecho. Y al abrir la puerta blindada —los alaridos han durado diez o quince minutos, y luego el silencio— con frecuencia sucede, como sucede con el equipaje o los zapatos, que la montaña se viene abajo y los cuerpos se desparraman y ruedan hasta obstruir la entrada. Hay que recogerlos y transportarlos hacia los crematorios —¿cuánto pesa una pirámide de tres mil seres humanos?—, y para eso se usan palas y ganchos con los que separar la raigambre de brazos y piernas; arriba los hombres más fuertes y cada vez más abajo las mujeres, los ancianos, los niños, algunos con el cráneo reventado y la piel empapada de sangre o de mierda. Cállate, dice repentinamente uno de los presos, no ves que vas a asustar a los niños, algo a todas luces absurdo, porque hace mucho que no quedan niños. Pero así y todo el hombre obedece y continúa su trabajo en silencio.

Ese hombre tal vez eres tú.

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