Kanada

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Capítulo 47

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Te acercas a la ventana, tan parecida al palco de un teatro. Descorres el telón y solo entonces la función comienza. Ves llegar una camioneta abarrotada de hombres que agitan carabinas y banderas. Ves un fuego que arde sin prisa en dirección al río y una columna de humo negro que evoluciona perezosamente por encima de los tejados. Un anciano que comprueba el cerrojo de su rifle. Un montón de trapos que parecen un hombre muerto. Ves también una barricada precaria que obstruye la calle, y una cuadrilla de muchachos que la refuerzan con adoquines y maderas, con basureros y aparadores. Algunos sacan de las casas sus propios muebles. Apoyado contra los sacos terreros, un reloj de péndulo que emerge por encima de las cabezas como el mástil de un barco o el estandarte de una batalla. Luego se sientan tras la barricada, encienden un cigarro tembloroso, esperan. Con los rifles en las manos los muchachos parecen más niños todavía, como escolares sorprendidos en el ensueño de un juego. Entre ellos hay muchachas con botas de caña y fusiles recién aceitados. También ellas fuman. También de sus bocas se escapan juramentos y órdenes. Sobre los alféizares de las ventanas, tres o cuatro transmisores de radio encendidos al mismo tiempo, arrojando cifras de muertos y heridos, nombres de calles tomadas y de calles que resisten. La espera.

De pronto, ves pasar a un hombre con la gabardina cerrada y las manos en los bolsillos. Al doblar la esquina dice algo cuando debería estar callado o quizá se queda callado cuando debería hablar. El caso es que hace algo que no, de ningún modo, puede que un gesto sospechoso, tal vez una mirada levemente despectiva a la barricada miserable o a los niños con aire de soldado que la defienden. Tiene un arma o no la tiene; debajo de la gabardina lleva los galones de un oficial soviético o bien un peto de obrero; murmura una maldición en ruso o solo bosteza, qué importa, ya es tarde para entender por qué ha recibido un puntapié en la rodilla, por qué dos estudiantes lo arrastran hacia el centro de la calle, un vacío en torno al cual van congregándose más y más personas que de pronto desatienden animosamente la barricada, como imantados por la orden del sargento que no tienen. En la confusión no eres capaz de distinguir quién da el primer puñetazo, quién lo empuja, quién lo zarandea y derriba. No escuchas tampoco sus gritos, suponiendo que grite. El hombre de la gabardina intenta ponerse en pie, lo logra por un instante para recibir un culatazo en la cabeza. Entonces ya no se levanta más; al menos no por sus propios medios. Son las manos de los niños soldados, las manos de los ancianos, las manos de las mujeres las que de pronto lo alzan por encima de sus hombros, como se expone la ofrenda que será arrastrada a la piedra de sacrificio. Por un momento te parece que la víctima clava en ti sus ojos; en ti, que asomado al palco sobre su cabeza pareces la imagen aérea de un dios, el vértice de la pirámide. La liturgia del rito se vuelve entonces feroz e incomprensible. Unos devotos le escupen, otros le increpan, otros continúan golpeándolo con un fervor demencial. No se escuchan oraciones ni cánticos: ni siquiera hay pirámide. Solo un árbol joven que cruje al soportar el peso de la soga. El cuerpo que es izado cabeza abajo y todavía se retuerce unos instantes, con el torso desnudo y la gabardina volada por encima de la cabeza.

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