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Segunda hora: Geografía » 23. ¿De qué escapa Houdini?

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23. ¿De qué escapa Houdini?

Esto es lo que aprendí entonces sobre Houdini:

Que nació en Budapest, el 24 de marzo de 1874. ¡Hacía poco más de un siglo!

Que no se llamaba Houdini, sino Erik Weisz. Era hijo de Mayer Samuel Weisz, que era rabino (esos señores que dan vida a Gólems), y su madre se llamaba Cecilia.

Que su familia viajó a los Estados Unidos cuando él tenía cuatro años, y que viviendo en la pobreza no tuvo más remedio que comenzar a trabajar desde muy chico: lustraba zapatos, vendía diarios. En Nueva York trabajó como mensajero y también cortó telas para unos fabricantes de ropas, Richter & Sons. Pero en ninguna labor se destacó tanto como en la de mensajero. El pequeño Erik no sólo era muy veloz, sino que además tenía una resistencia increíble para sus años: ¡podía correr casi todo el día! Y en la primavera, cuando todavía no se había disipado el recuerdo de la superficie helada del Hudson, siempre estaba entre los primeros en echarse al agua; nadar era una pasión.

Que al comienzo de su carrera artística se hacía llamar Erik el Grande, pero que después, inspirándose en la figura de un célebre antecesor francés, Robert-Houdin, decidió bautizarse Harry Houdini.

Que al comienzo lo asistía en escena su hermano menor, Theo.

Que en 1894 Harry Houdini conoció a Wilhelmina Beatrice Ranner y se casaron dos semanas después. De allí en más ella fue su asistente. (Ese era el papel que en la película hacía Janet Leigh, esposa de Tony Curtis en la vida real.)

Que ofreció recompensas a quien triunfase a la hora de esposarlo, colocarle chalecos de fuerza o grilletes en los pies, encerrarlo en jaulas o prisiones, dentro de ataúdes o arrojarlo al agua lleno de cadenas, y que no hubo traba de la que no pudiese escapar —esto es, no le pagó a nadie recompensa alguna—. A menudo se escapaba de prisiones hechas y derechas, ante la mirada azorada de docenas de periodistas y el beneplácito de los presos que confirmaban que sí, la fuga era posible.

Que el más espectacular de sus escapes fue el de la Tortura de Agua China, donde permanecía sumergido cuatro minutos debajo del agua y se deshacía de sus ligaduras delante de la vista de un público extático.

Que en 1913 Cecilia Weisz, su madre, murió, sumiéndolo en un terrible dolor.

Y que no obstante siguió adelante hasta convertirse en el escapista más célebre de la historia, un verdadero artista, el hombre a quien nadie pudo mantener encerrado y que hizo de la libertad su vocación.

Una distinción para nada menor (de hecho, me abrió los ojos) fue la que el libro establecía entre lo que llamamos mago —un artista de salón, en esencia un ilusionista: no tiene poderes, sino que finge tenerlos— y un escapista. Houdini pertenecía a esta última categoría. Los ilusionistas lo ponían nervioso, porque ensuciaban la pureza de su arte: pretendían hacer lo que de verdad no podían, mientras que el escapista sólo proclamaba ser capaz de hacer lo que en efecto hacía, sin más trucos que su capacidad de controlar el cuerpo y una perfecta condición física. El tema no era menor para Houdini, que dedicó ingentes esfuerzos a desenmascarar tramposos y fraudulentos. Los magos se dedicaban a la mentira. Los escapistas, en cambio, hacían un culto de la verdad.

Aunque en ese momento no noté ausencias, cabe consignar aquí que el libro no daba información sobre tópicos que con el correr del tiempo se me volverían obsesión. Por ejemplo, saber a qué se debió la decisión de la familia Weisz de dejar Budapest y cruzar el Atlántico. O cuál fue la inspiración para que el pequeño Erik comenzara a probar suerte como escapista. Y finalmente, el centro de la cuestión, aquello que yo quería saber por encima de cualquier otra cosa, el conocimiento al que aspiraba y cuya negación me desvelaba: ¿cómo demonios lo hacía?

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