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Tercera hora: Lenguaje » 44. Me descubro

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44. Me descubro

Papá y mamá se fueron temprano por la mañana. Para compensarnos por su ausencia, prometieron pasar por casa y traer de regreso algunas de nuestras cosas. Los aturdimos con pedidos. Queríamos todo y un poquito más. Mamá intentó ponernos límites, pero papá intercedió y le hizo el gesto de La Roca, para que aflojase; lo hizo disimulado pero yo lo vi. Ante su capitulación, zarandeamos el auto de puro contentos. (Si todavía albergaban dudas respecto de mi veracidad en la descripción del Citroën, aquí está la prueba definitiva: es la clase de automóvil que puede ser sacudido como una coctelera por un niño de diez y otro de cinco.) Pero ni siquiera esa alegría borró de mi ánimo la sensación de que estábamos siendo abandonados, y en manos del enemigo.

El plan era mantenerse lejos de Lucas. Al principio fue fácil, porque teníamos cosas que hacer. Mientras mamá se duchaba yo había sacado el colchón del Enano, con una maniobra discreta, para que se secase al sol. Mamá se dio cuenta igual y preguntó, pero le dijimos que lo habíamos llevado afuera para hacer vueltas carnero. Puso cara de sospecha pero lo dejó pasar. Le hice saber al Enano que mamá ya se olía algo y que había que extremar toda precaución. Por lo pronto, debía abstenerse de beber por las noches. Ni una gota. No coca, dijo el Enano. No coca, corroboré. ¿No agua? Ni agua ni soda, dije yo. ¿No leche? Ni blanca ni con Nesquik, rematé, creyendo haber agotado la variedad de bebidas que el Enano consumía. Le expliqué que no era chiste, que mamá estaba sobre la pista y que si no se cuidaba era número puesto para la Mirada de Hielo, el Grito Paralizador y el Pellizco Fatal. Por eso no dijo ni pío cuando le ordené que lavase las sábanas: ansiaba borrar toda huella de su crimen.

Por mi parte, me había propuesto iniciar un entrenamiento físico intensivo. Quería ponerme en condiciones, para encarar lo antes posible mi carrera de escapista. Esto se dice fácil, pero para mí entrañaba la realización de una hazaña. Nunca fui muy deportista que digamos. Cuando en el colegio me obligaban a correr, muchas veces se me cerraban los bronquios y me ahogaba, produciendo un silbido cada vez que respiraba; parecía que me había tragado el silbato de un tren. Ni siquiera me gustaba el fútbol, esa obsesión nacional. Mi relación con la pelota se truncó temprano. Una vez pateaba una de goma en la calle y me corté el tobillo con el vidrio de una botella; seis puntadas indelebles. A los pocos meses, en Santa Rosa de Calamuchita, pateé una de cuero para arriba y le pegué a una rama en la que había un panal de abejas. Allí sucumbió definitivamente mi interés en el deporte, y al mismo tiempo se inició una relación de inquebrantable empatía con los personajes de los dibujitos que caían en barrancos, atajaban pianos con la cabeza y eran perseguidos por enjambres de furiosas abejas: de allí en más preferí al Coyote sobre el Correcaminos, a Silvestre sobre Tweety y a Lucas sobre Bugs. Cuando recibía peroratas sobre el valor del deporte, recordaba mi sangre y mis picaduras y me decía para adentro que el deporte será todo lo sano que quieran, pero mi claustrofilia es lo más sano de todo.

El plan de acción incluía varias vueltas de carrera alrededor del parque, flexiones de brazos y abdominales. Para añadir un poco de autocoerción, había diseñado unas planillas de columna doble: la vertical señalaba los ejercicios y la horizontal la fecha, empezando por ese mismo día. Todo lo que había que hacer era anotar en los casilleros la cantidad que había realizado; eso, y los ejercicios.

La primera vuelta la toleré bastante bien. Cuando pasé a la altura del piletón, vi que el Enano estaba enjabonando la sábana sucia, justo en el sitio de la mancha, serio y concentrado como se debe.

La segunda vuelta fue agónica. El Enano seguía enjabonando el mismo lugar.

La tercera vuelta nunca la completé. Ver que el Enano había abandonado la tarea fue un triste consuelo, pero consuelo al fin. Enjuagué la sábana casi con alegría.

Lucas preparó bifes a la plancha y nos dejó comer con la tele prendida. Para ser honesto, hacía los bifes mejor que mamá. No quedó ni la grasita de los costados.

Por la tarde intenté retomar los ejercicios, pero ya había perdido la fe. Me daba vergüenza anotar en las casillas las cantidades que había hecho en realidad. ¿Dos vueltas y pico alrededor del parque? ¿Ocho abdominales? Un gusano estaba en mejores condiciones que yo, y hasta tenía mejores perspectivas con las flexiones de brazos. Me sentía acalorado, agitado, me dolía y me picaba todo; regresé a la casa con el peor de los humores.

Y encontré a Lucas leyendo mi libro de Houdini.

Debo haberle puesto mala cara, porque lo cerró con delicadeza y lo dejó despacito sobre la mesa, como si se tratase de un frasco de nitroglicerina o uno de esos animalitos de cristal que tanto cuidaba la abuela Matilde.

«¿Te gusta la magia?», preguntó, escudándose detrás de su interés.

«Houdini no era mago. Era escapista. Los magos son mentirosos. Hacen que tienen poderes, pero no tienen», retruqué, mientras recuperaba mi libro con un gesto airado. Pero se ve que el retruque no me dejó satisfecho, porque aunque ya estaba a mitad de camino rumbo a mi habitación me di media vuelta y le dije:

«Vos no te llamás Lucas, ¿no es cierto?»

En el silencio que sucedió a mi pregunta, Lucas dejó caer el aire de inocencia con que me había hablado, como quien se quita un disfraz. Un brillo nuevo, de astucia, relumbró en sus ojos. Hasta ese momento me había dado la impresión de que se trataba de un chico atrapado dentro de un cuerpo que le quedaba grande. Ahora parecía un viejo atrapado en un cuerpo flamante y falto de uso.

«No, no me llamo Lucas», dijo. Pensé que iba a revelarme su identidad. El momento de la verdad había llegado, como en los melodramas. Me equivoqué. «Y vos tampoco te llamás Harry, ¿no es cierto?»

Me encerré en mi habitación sin siquiera responderle. En realidad estaba indignado conmigo mismo. Había regalado la ventaja otorgada por mi investigación en la billetera y lo había dejado sorprenderme. ¿Cómo sabía que yo también tenía una personalidad secreta? Debí poner cara de póker y negarlo todo. Pero no supe cómo. Cerré con un portazo y me zambullí en mi cama.

Me despertó un ruido fuerte, como de lluvia, y enseguida escuché los gritos del Enano. Lo de la lluvia era improbable; todavía entraba el sol a través de la ventana. Y los gritos del Enano eran de júbilo y sonaban con el eco de los pasillos de la casa.

Cuando abrí la puerta, lo vi chapalear como Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia. La casa se inundaba. El pasillo estaba lleno de agua que salía por la rejilla del piso del baño. El desnivel de la casa ayudaba a que el agua fluyese rumbo al comedor.

El tanque se había llenado y Lucas no sabía cómo apagarlo. Papá y mamá se habían tomado el trabajo de explicarme cómo hacerlo, porque era chico y era lógico que no supiese, pero habían pasado por alto el hecho de que Lucas, más allá de su cuerpo desproporcionado, no tenía por qué saber estas cosas que habitualmente sólo saben los grandes. El tanque empezó entonces a desbordar (he ahí el ruido de «lluvia») y Lucas salió de la casa y empezó a girar todas las llaves que encontró sobre los caños de afuera y entonces oyó que el Enano gritaba se inunda, se inunda y regresó al baño y quiso tapar la rejilla con un trapo y el agua empezó a salir por el lavatorio. Desesperado, Lucas regresó a probar suerte con las llaves y el Enano empezó a disfrutar de las ventajas del asunto, what a glorious feeling / I’m happy again y entonces aparecí yo.

Cerré las llaves que había que cerrar y el agua dejó de salir. Después me fui a revisar la pileta con el Enano, para ver cómo había funcionado el Antitrampolín (no había sapos muertos; auspicioso) mientras Lucas secaba solo toda la casa.

La vida es injusta pero tiene sus momentos.

Esa noche no estuvo mal. Papá y mamá me trajeron el TEG, mi bloc de dibujo y la revista de Dennis Martin que no había podido leer en lo que había sido la última noche en casa. Dennis Martin pertenecía al gremio de James Bond, pero yo lo encontraba más simpático: era irlandés, tenía el pelo largo, le gustaba regalar rosas amarillas a las chicas y tiraba cuchillos con una puntería endiablada. Por su parte el Enano se reencontró con el Goofy blando, recuperó el vaso de plástico rojo con piquito (que tenía prohibido usar, al menos por la noche: lo había prometido) y el pijama con que decía soñar sueños lindos. No hubo comentarios sobre el estado de la casa, lo cual sugería que todo estaba en orden, aunque pesqué a papá diciéndole a Lucas que había controles en todas las rutas y que era indispensable cambiar de recorrido cada vez.

Durante la cena nos reímos mucho con la historia del tanque de agua. El Enano exageraba, diciendo que el nivel había llegado hasta acá y que había nadado y todo. Lucas se puso colorado como un tomate y, entre avergonzado y divertido, confesó que yo le había salvado la vida. Entonces quiso agarrar la ensaladera, pero yo le gané de mano.

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