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Tercera hora: Lenguaje » 45. Donde soy entregado a una tribu caníbal

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45. Donde soy entregado a una tribu caníbal

Quizá por el temor de que volviese a ocurrir un diluvio, o quizá porque temían que la próxima vez incendiásemos la casa, papá y mamá decidieron que debíamos volver al colegio. Lo cual me habría puesto muy contento, si no fuese porque pensaban meternos en un colegio nuevo.

El argumento, contra el que de nada valieron mis protestas, era que no querían que perdiésemos el ritmo escolar. Macanudo, dije yo (esa expresión le encantaba al Enano, para quien ser macanudo significaba tener una macana muy grande), entonces quiero volver a mi colegio, a mi grado y a mi aula. Todavía no se puede, me dijeron; todavía es peligroso. Para mí no es peligroso, dije, si yo no hice nada. Roberto tampoco hizo nada y mirá lo que le pasó, me contestó papá, el muy psicópata.

Fue una batalla larga, que por supuesto perdí. Prometí estudiar solo en la quinta, y nada. Grité y lloré, y nada. Los castigué con mi silencio, y nada. Cuando se ponían de acuerdo en algo eran inquebrantables, un muro sin fisuras. Estaban determinados a que no nos convirtiésemos en salvajes.

El San Roque era un colegio religioso, para colmo. El fin de semana que precedió al lunes fatídico lo dedicamos a un curso intensivo de cristianismo. Una cosa era fingir durante una misa, que aun siendo eterna ocurría tan sólo los domingos, y otra muy distinta fingir durante varias horas y de lunes a viernes. A primera hora del sábado repasamos las oraciones que ya nos habíamos aprendido y después mamá empezó a explicarnos de qué iba todo.

«Dios creó el universo en seis días y al séptimo descansó.»

«¿Cómo se va a cansar si es Dios?», quiso saber el Enano.

«Entonces creó a Adán, el primer hombre. Lo hizo con barro.»

«¿No era mejor con plastilina?»

«Sopló sobre él un soplo mágico y Adán vivió. Pero como Dios no quería que Adán estuviese solo, decidió buscarle una compañera.»

«Lo llevó a Yo me quiero casar, ¿y usted?»

«No te hagas el estúpido. Digo que entonces creó a Eva.»

«¡Evita Perón!»

Hacia el atardecer del sábado habíamos asimilado vagamente una retahíla de historias que parecían extraídas de un festival de cine clase B: Sansón y Dalila, David y Goliat, Los Diez Mandamientos. Al Enano le encantó la parte en que Moisés hacía llover sapos, y presionó a mamá con la historia del Arca hasta que ella aceptó que, si era verdad que Dios había querido salvar dos animales de cada especie, Noé debió haber aceptado a bordo un Goofy duro y un Goofy blando.

El domingo fuimos a misa y entendimos que todo lo que habíamos oído formaba parte de un primer libro, llamado Antiguo Testamento. Después estaba el Nuevo Testamento, que era mucho menos entretenido que el Antiguo (¡hermanos asesinos!, ¡catch con los ángeles!, ¡arbustos que hablan!, ¡sueños proféticos!, ¡diluvios, mares que se abren y otros efectos especiales!), pero más conmovedor. Jesús era hijo de un carpintero y predicaba el amor, la paz y la comprensión entre los hombres. Estaba en contra de la violencia y despreciaba el dinero, ya que el mundo ofrecía todo lo necesario para alimentarse, abrigarse y vivir bien; sólo era cuestión de organizarse y compartir. Sus ideas pusieron nerviosos a los hombres del poder político, económico y religioso, porque sentían que Jesús no reconocía su autoridad y, por ende, hacía que la gente los despreciara y dejara de obedecerles. Entonces lo mataron. De una forma horrible. Como en la lámina del Anteojito a la que prendí fuego. E inútilmente, lo que es peor, porque lo que Jesús decía siguió teniendo sentido después de muerto.

El resto del bagaje atribuido a Cristo era un poco rebuscado y hasta arbitrario. Que los curas fuesen más importantes que las monjas, por ejemplo. (Al Enano le intrigaba por qué había sólo padres y hermanos entre los religiosos, y no primos o tíos.) Que les prohibiesen casarse. Que ya no les molestase la riqueza. Y la cuestión de la hostia: cada vez que la comés te estás comiendo el cuerpo de Cristo, lo cual está al filo de lo caníbal. Ya sé que es un gesto o un símbolo, mamá lo explicó mil veces, pero me sigue sonando parecido a lo de aquellos guerreros primitivos que se comían el corazón de sus víctimas en la esperanza de obtener así su sabiduría; demasiado simplista para mi gusto. El abuelo decía que no hay nada que uno logre con mayor lentitud que la sabiduría. La sabiduría y la línea telefónica, decía.

Mamá planchó los guardapolvos nuevos (el mío era azul, como las fichas del TEG), papá y Lucas salieron a comprar pizza y el Enano y yo nos quedamos al borde de la pileta, viendo a un sapo que pataleaba y pataleaba de aquí para allá sin registrar, el muy estúpido, la presencia salvadora del Antitrampolín. No tendríamos que habernos metido, porque la idea era que el sapo aprendiese solo, pero tanto esfuerzo nos conmovió. Al final lo empujamos con la red hasta la madera.

A veces hace falta que te den una mano.

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