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Tercera hora: Lenguaje » 53. La Fortaleza de la Soledad

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53. La Fortaleza de la Soledad

Lucas pensaba que yo cometía un error. Que me estaba perdiendo algo. Si la vida había puesto ese colegio en el camino, ¿por qué no aprovechar su parte buena? Yo le decía que no había parte buena, puesto que mis compañeros eran todos estúpidos. Y él porfiaba que era imposible, que al menos tenía que haber un chico piola, aunque más no fuese por ley de probabilidad: uno en treinta no era mucho pedir. Yo pensaba que aun en ese caso me convenía seguir en la mía, porque ¿qué sentido tiene hacerse amigo de alguien a quien en cualquier momento vas a dejar de ver, para ya no encontrártelo nunca más? Ya bastante bronca me daba lo de Bertuccio, a pesar de que contaba con la esperanza de volver a verlo pronto. Lucas entendía, pero decía que mi razonamiento era equivocado. ¿Acaso no hace amigos uno durante las vacaciones, amigos que viven en Salta o en Bariloche y que uno sabe que ya no podrá ver al regresar a casa? ¿Y no la pasa bien uno a pesar de ello, a sabiendas de que existe un final? Como cierre de la argumentación, me presentaba su prueba más concluyente. Si yo tenía razón, y en los tiempos de tránsito e incertidumbre no convenía forjar nuevos lazos ni fundar amistades, ¿qué era lo que estábamos haciendo él y yo, al pie de un álamo, mientras practicábamos nudos bajo el flojo sol del invierno?

Pelear con Lucas era imposible. Lucas escapaba de la confrontación, que era más bien mi estilo. Pero no se trataba de cobardía o de falta de convicción, sino tan sólo de otra manera de plantarse delante de las cosas. Lucas sabía escuchar, y cuando creía llegado su turno explicaba su postura con claridad y delicadeza; nunca se ponía ácido o agresivo, ni cuando estaba en posición de debilidad ni cuando hablaba desde una obvia ventaja, como en este caso. Y aun entonces, después de apilar un argumento inapelable encima de otro y de otro más, siempre dejaba a su interlocutor una puerta abierta para una salida digna. Yo, por ejemplo, usé esa puerta para decir que no era lo mismo, que él era mi entrenador y yo su pupilo, maestro y discípulo, Lucas mi sensei y yo su Pequeño Saltamontes; esta clase de relaciones sí estaba permitida en tiempos de tránsito e incertidumbre. Entonces sonrió, sus dedos moviéndose incansables sobre la soga, y dijo que en todo caso esa relación estaba llegando a su fin, porque con ese nudo, que llamó nudo pañuelo, me estaba enseñando lo último que tenía para enseñarme.

A partir de entonces seríamos iguales. Y todo lo que viviésemos, durase lo que durase, lo viviríamos juntos.

Mis primeras pruebas como escapista fueron un fracaso. Al principio, envalentonado, le pedía a Lucas que siguiese ajustando la soga en torno de mis muñecas. En consecuencia, a los pocos minutos se me cortaba la circulación y se me dormían los brazos; era como estar manco, o peor, puesto que sentía un par de bolsas de arena colgándome a los costados. Después le empecé a encontrar la vuelta a eso de ofrecer resistencia a la soga. Apenas me aflojaba, la tensión cedía un poco, pero entonces me ponía a pelear con el tiento y a tironear y me quemaba y lo único que hacía era fijar más los nudos. El truco volvía a pasar por la relajación. Cuando dejaba de obsesionarme con el escape, mi corazón dejaba de galopar y mi sangre de agolparse en las manos y me ponía flexible en vez de rígido y de a poco iba zafando. Lucas me sugirió que eligiese una canción, o un poema, o algo que decirme a mí mismo durante el proceso, que permitiese focalizar mi atención lejos de los nudos. Le prometí pensarlo, pero mientras tanto, como todavía no estaba solo dentro de una caja en el fondo del mar, prefería conversar con él, que tenía el mismo efecto.

Recuerdo una de esas conversaciones con vividez. Estábamos en el parque, a eso de las cinco de la tarde, que en pleno invierno es la hora en la que cae el sol. Papá y mamá todavía no habían vuelto de su diaria excursión por la jungla de Buenos Aires. El Enano estaba en la casa, y aunque no se lo oía, sí se oía la tele, lo cual era tranquilizador. Lucas ligaba mis manos, mientras yo intentaba trabar los músculos de los brazos para ofrecer la mayor resistencia.

«Si te soltás en un minuto, sos Houdini», dijo al ajustar el nudo final. «Si te soltás en dos, sos Mediocrini. Y si tardás más, sos Desastrini.»

Le pedí que se quedase del otro lado del árbol. No quería que me viese en pleno esfuerzo, mientras luchaba contra los nudos.

Ese era el momento en que debía relajarme, exhalar, dejar que la soga aflojase su presión sobre mis músculos laxos; el momento en que la conversación debía ayudarme a apartar de mí el cáliz de los nervios, convocado por mi despótica conciencia. Sintiéndome forzado a elegir un tema para hablar, recurrí a una obsesión de los últimos días. Me había desvelado en busca de argumentos para probar la preeminencia de Superman. El ataque de Lucas me tomó por sorpresa, y desde entonces me preparaba para el contraataque.

«Superman puede salvar más gente en menos tiempo.»

«Claro», dijo Lucas desde atrás del tronco; era como si el árbol mismo me hablase. «Pero la mayor parte de las veces está ocupado salvando a Luisa Lane y a Jaime Olsen.»

«Superman tiene alcance mundial. ¡En cuestión de segundos puede estar en cualquier punto del planeta!»

«Es cierto. Pero nunca lo viste ocuparse de algún problema ajeno a los Estados Unidos, ¿o sí? ¿Alguna vez viste un pobre en la historieta? ¿O un negro? ¿Alguna vez lo viste combatir a un dictador latinoamericano? ¡Y eso que trabaja en un diario!»

Me había equivocado al escoger el tópico de conversación: Lucas me estaba vapuleando, y el saberme en desventaja me daba bronca, y la bronca me tensaba y mi tensión hacía que la soga me mordiese las muñecas como un perro rabioso. Para colmo me cantó un minuto. Ya no sería Houdini. Con un poco de suerte, podía aspirar a Mediocrini.

«Además hay un error de construcción en la historia», dijo Lucas, inclemente.

«¿Eh?»

«Superman tiene supervelocidad, ¿o no? Y cuando gira a mil por hora alrededor de la Tierra es capaz de ir hacia atrás en el tiempo.»

Con pesar, le concedí la razón:

«Una vez Luisa Lane se murió y Superman fue al pasado e impidió que la matasen.»

«Y si puede hacer eso, ¿por qué no retrocede más años e impide que Kriptón se destruya y sus padres mueran?»

Me dejó de una pieza. Nunca lo había pensado de ese modo. ¿Era Superman, como Lucas insinuaba, un hijo desaprensivo y un mal kriptoniano? Si Lucas tenía razón, ¿significaba que Superman era un idiota que nunca había considerado esa posibilidad… o un ególatra insensible, que había elegido cortar con su pasado para seguir siendo un superhombre entre corderos?

«Veinte segundos y sos Desastrini.»

La idea vino del cielo y se clavó en mi cerebro; una pica que reclamaba el terreno para la victoria. No pregunten cómo, pero lo cierto es que de repente sabía la respuesta al enigma, el argumento que probaría que yo tenía razón y no Lucas, que demostraría que Superman era buena persona y el mejor de los superhéroes. Abrí la boca para gritarlo al mundo. Me costó reconocer la voz que salió de mi garganta: sonó gangosa, a flema, como si la soga hubiese trepado por mis brazos y se enroscase ahora en mi cuello.

«Superman puede ir hacia atrás en el tiempo acá, en este sistema solar, porque es nuestro sol el que le da poderes. Si volase hacia el sistema solar de Kriptón los perdería, y entonces no podría hacer nada. No es que no quiera salvar a sus padres. ¡Es que no puede! No puede salvarlos, ¿entendés? ¡No puede!»

Dejé de graznar y caí de rodillas. Estaba exhausto.

Se ve que mi voz también sorprendió a Lucas, que salió de su escondite y se hincó a mi lado para quitarme las ligaduras.

«No siento nada», dije con un hilo de voz.

Lucas empezó a frotarme los antebrazos con tanta velocidad que me quemó. Era casi tan rápido como Superman.

«¿Y si no vuelven?», pregunté en un soplo. «Papá y mamá. ¿Y si no vuelven?»

Me envolvió con sus brazos y empezó a frotarme la espalda, como si también se me hubiese dormido.

Estuvimos así un rato largo. Cuando nos quisimos dar cuenta era casi de noche y el frío nos pellizcaba la nariz.

No fue una tarde perdida. Por lo menos entendimos por qué, de tanto en tanto, Superman volaba hacia el Ártico y se encerraba en la Fortaleza de la Soledad.

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