Kamchatka

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81. Kamchatka

Lo último que papá me dijo, la última palabra que oí de sus labios, fue Kamchatka.

Ocurrió en el playón de la estación de servicio, después del desayuno. Mamá fue a buscar al Enano, el rey del espacio infinito, que todavía dormía dentro del auto. Más que dormido, estaba desmayado: no se despertó cuando lo alzaron, ni cuando mamá lo llenó de besos y de abrazos, ni cuando fue a dar a los brazos del abuelo. Me acuerdo que el abuelo se lo llevó a la camioneta y entonces me llegó el turno de los besos y los abrazos, mamá me estrujó bastante y después me puso las manos sobre los hombros, como tomando distancia, y me dijo portate bien. No dijo ninguna otra cosa, portate bien, eso fue todo, con la voz que ponía siempre antes de dejarnos solos en casa y que pretendía poner coto a nuestro talento para el desastre, sí, pero además insinuarnos lo que nos pasaría si no le hacíamos caso, mamá va a venir a darnos nuestro merecido, mamá va a venir a darnos, mamá va a venir, te lo garantizo. Yo pensé: La Roca, mamá no afloja nunca, y si papá hubiese estado cerca le habría hecho el signo con el puño cerrado, pero papá no estaba, se había ido al Citroën a buscar algo.

A veces hay variaciones dentro del recuerdo. A veces mamá se da media vuelta y camina hasta el Citroën y se le cae algo en el camino, un bollito rojo, la marquilla de los Jockey Club que garabateó, la levanto y descubro lo que escribió, escribió mi nombre, muchas veces, hasta llenar todo el papel, como si tuviese miedo de que lo olvidase, de que me creyese Harry para siempre, Harry el escapista, yo no soy Harry, ya no al menos, ya no escapo más. Lo entiendo al leerlo, de eso estoy seguro, pero ahora, al recordar la escena por enésima vez, lo entiendo mejor que nunca.

El tiempo es raro. A veces pienso que es como un libro. Está todo contenido ahí entre tapa y contratapa, la historia entera, de pe a pa, uno podría reunir a varias personas y entregarles copias de la misma edición y pedirles que abran en cualquier página y lean lo que ven y voilà, la historia estaría ocurriendo toda al mismo tiempo en voces simultáneas, como si oyésemos varias estaciones de radio a la vez. Claro que sería difícil entender lo que dicen, de la misma forma en que es difícil abrir un libro cualquiera por el medio, leer un párrafo y entender a fondo lo que significa, uno supone que entendería mejor si hubiese leído todo lo que venía antes, pero no siempre es tan así, a veces uno agarra la Biblia o el I Ching o Shakespeare y los abre en cualquier parte y le parece que el párrafo sobre el que cae dice lo que ansiaba saber, lo que necesitaba, lo esencial. Puede fallar, lo acepto. Imaginen que cualquiera me oye cuando estoy hablando del sapo, va a pensar que soy biólogo o que estoy contando un cuento infantil, es cierto. Pero también puede darse que me oiga en este preciso instante, por ejemplo, cuando yo digo: amen con locura, a aquellos que los conocen pero sobre todo a los que los necesitan, porque el amor es lo único real, el faro, el resto es sombras, y a lo mejor el tipo entiende todo sin necesidad de haberme oído desde el principio, sin que necesite cuestionar mi autoridad moral, sin que le haga falta saber por qué digo eso, sin que tenga que saber lo que perdí, lo que todos perdimos.

Viví durante mucho tiempo en el sitio al que llamo Kamchatka, un lugar que se parece un poco a la Kamchatka de verdad (por el frío y por los volcanes, por lo remoto) pero que en realidad no existe, porque ciertos lugares no se encuentran en ningún mapa. Ahora que aprendí la importancia de las despedidas, quisiera decirle adiós. Fueron necesarios todos estos años para que volviese a encontrar la marquilla de los Jockey, pero ya la encontré, acabo de encontrarla, por enésima vez que se ha vuelto primera al contarles mi historia, y ya no necesito más de Kamchatka, de la protección que me otorgaba al estar lejos de todo, inaccesible, entre nieves eternas. Me llegó el momento de estar otra vez en mi lugar, estar por completo allí, todo yo, para dejar de sobrevivir y empezar a vivir.

Vamos a casa, dice el abuelo. Ya es hora.

Papá había ido al auto a buscar el TEG, me lo trae, lo deja en mis manos con una sonrisa, qué chambón, me lo estaba olvidando. Después me besa y me dice te quiero mucho, le sale otra vez con un dejo de Narciso, papá siempre se pone medio duro cuando tiene que decir algo importante. Entonces me raspa con la barba de días y me habla al oído, me dice varias cosas pero lo que más recuerdo es Kamchatka, porque dijo Kamchatka al final pero además porque Kamchatka lo resume todo, las últimas palabras siempre son importantes, Goethe dijo ¡luz!, ¡más luz!, hay que prestarles su atención.

Se sube al auto y se van. Yo corro detrás de la burbuja verde hasta que no doy más. Ellos nunca se dan vuelta para saludar; no quieren convertirse en estatuas de sal.

Desde entonces, cada vez que el partido vino malo me quedé en Kamchatka y sobreviví. Y aunque al principio pensé que papá tenía un partido pendiente conmigo, después entendí que ya no. Me había dicho su secreto, y al hacerlo me convirtió en su aliado. Y cada vez que jugué él estaba conmigo, y cuando las cosas se pusieron feas aguantamos en Kamchatka y al final estuvo todo bien. Porque Kamchatka era donde había que estar. Porque Kamchatka era el lugar desde el que resistir.

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