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Cuarta hora: Astronomía » 64. Dorrego

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64. Dorrego

La tranquera se abría en medio de la nada. Eso veían mis ojos de niño, el camino que bordeaba la alambrada interminable hasta dar con una puerta en el centro mismo del infinito, porque uno cruzaba la tranquera y del otro lado no había nada, puro campo, un horizonte en comba, un verde mar sobre el que Cristo habría caminado en alpargatas. Aun en el Citroën era necesario andar un buen rato para llegar a algún lado. Primero veías los olivos, que tenían pocos años y no eran más altos que yo. (Nos gustaba jugar ahí con el Enano; nos sentíamos gigantes.) Después venía una arboleda y más allá los sembradíos y la hacienda y recién entonces, a la distancia, veías el molino a través del parabrisas; la casa estaba cerca.

Era bonita pero sencilla, techo de tejas por encima de una planta única, un living-comedor con enormes ventanales y chimenea (delante de la cual, según la leyenda, al año de vida me comí medio cascarudo), un pasillo largo que conducía a las habitaciones y al estudio del abuelo y una cocina tan amplia que el Enano y yo jugábamos al frontón sobre la pared del fondo. Le decíamos el Gallinódromo, desde que papá pretendió pasar por un hombre de campo y quiso matar un pollo quebrándole el cuello de una sola maniobra. El pobre bicho pareció sucumbir, enfriándose sobre los mosaicos del suelo, pero de repente reaccionó y empezó a correr por toda la cocina, con el cuello doblado en perfectos noventa grados y aleteando como loco.

Pileta no había, pero sí un tanque australiano en el que nos metíamos con los tres Salvatierra. Cuando queríamos nadar, lo preferíamos a la laguna, que seguía estando helada aun en lo más tórrido del verano. Pero para la aventura, la laguna era insuperable: pescábamos desde el muelle o en los botes, practicábamos patito con piedras chatas, juntábamos cañas para armar balsas que jamás terminábamos y patrullábamos las orillas en busca de esas sorpresas que la naturaleza nunca retacea, lagartijas, peces muertos, huesos pelados a los que atribuíamos orígenes macabros. (Sin los huesos, escribió Margaret Atwood, no habría historias.)

Eran igualitos, los Salvatierra, tamaños distintos de la misma muñeca rusa. Dos varones y una nena en el medio, Lila, de lejos la más brava. Callados pero simpáticos, de sonrisa fácil, un sol que se les abría en plena cara curtida. Tenían un sexto sentido para la diablura, olían la oportunidad como si la precediese el azufre. Allí donde había algo con lo que podían salir lastimados —la cal, el hacha, los toros, la marrana con sus lechones—, los encontrabas rondando, en espera del momento preciso. Salvatierra padre terminaba llevándoselos a la casa de las orejas. Como no le daban las manos para agarrar a los tres, hacía que Lila agarrase la oreja del más chico y ahí se iban los cuatro, encadenados.

Cuando yo era chico, Salvatierra padre le pidió a Lila que me enseñase a andar a caballo. Recuerdo mi aprensión, aumentada por el hecho de que el caballo de Lila quería salir al galope a cada rato en contra de mi voluntad. Me la pasaba tironeando de las riendas para que frenase, hasta que la sombra sobre el suelo me reveló el porqué del apuro. Sentada a mis espaldas, Lila lo taconeaba, incitándolo. Yo lo detenía en seco y ella lo azuzaba otra vez, conteniendo la risa.

Por debajo del juego había una tensión muda entre ellos y yo, que venía de un mundo distinto a hollar su terreno. Con un instinto casi animal instaban a que me probase digno de integrar la manada y yo aceptaba el desafío con la misma ceguera, como un toro delante de la muleta, algunas veces con fortuna y otras con resultados desastrosos, que nunca terminaron en sangre aunque sí en huesos rotos. Ni siquiera entonces dejaron de trazar líneas imaginarias sobre el polvo, que yo atravesaba de forma inexorable, decidido a demostrar que podía ser como ellos al precio que fuere, raspones, retos, yesos, no importaba. En cambio, cuando yo regresaba a mis trucos de ciudad —los libros, mis soldaditos—, ellos elegían la distancia, como si temiesen verse expuestos a los efectos de una magia cuyos códigos no dominaban. Sólo aceptaban involucrarse cuando me veían consagrado a un juego que implicaba ser otro, un cowboy, Robin Hood o Tarzán. Ser personajes en una historia de mi diseño les parecía natural, y los desempeñaban con energía y una inspiración que superaba en mucho mis torpes indicaciones; eran actores naturales.

Mi piel conserva cicatrices de aquellas «pruebas» a las que los Salvatierra me sometieron. Curiosamente, no tengo recuerdo alguno del dolor pero sí la memoria del gozo que sentí al ganarle una carrera a Lila por primera vez —andábamos en patas y el estribo me rajó el empeine—, o al obtener la nuez más alta del nogal, despellejándome las manos. En el mapa de mi cuerpo, esas marcas señalan momentos de aprendizaje por los que no siento más que agradecimiento. A su manera, los Salvatierra conocían el Principio de Necesidad. Si no hubiesen creado las condiciones para que me fuese irremediable cambiar, todavía hoy seguiría siendo un extraño en Dorrego, un intruso, un extranjero.

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