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Cuarta hora: Astronomía » 65. Donde llegamos al campo y me convierto en el Reporter Esso

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65. Donde llegamos al campo y me convierto en el Reporter Esso

El viaje fue plácido, dado que el Enano durmió casi todo el tiempo. Un comentario respecto de su sueño nos reveló la verdad. Durante esa noche, mamá lo había levantado tres veces para llevarlo a hacer pis, no fuese cosa de que volviese a mojar la cama. La cuestión era que yo lo había llevado una vez, cuando me desperté en plena madrugada, y papá otras dos, sin que ninguno supiese del ajetreo a que los otros lo habían sometido. Esa noche el Enano caminó dormido más de lo que habitualmente caminaba despierto.

Apenas el Citroën anunció la llegada con su batifondo los abuelos salieron a recibirnos. El abuelo estaba gordo como siempre; recuerdo el poncho de vicuña que llevaba echado sobre los hombros. Alta y flaca, la abuela poseía una elegancia natural. Parecía un número 1 al lado del 0 rechoncho que era el abuelo; juntos conformaban el sistema binario sobre el que se fundaba ese universo.

Ya despierto, el Enano le dio al abuelo su primer regalo, una caja de Romeo & Julieta. Yo le di el segundo, una botella de Johnnie Walker etiqueta negra. Eran regalos que no podían fallar, sabíamos que el abuelo los disfrutaría. Pero aun así se las ingenió para azuzar a papá.

«Vieja, mirá», le dijo a mi abuela, enseñándole la caja de habanos y la botella de whisky. «¡No sé si me agasajan o me quieren matar!»

Papá miró a mamá como diciéndole ¿viste?, yo sabía.

Para peor el abuelo se encargó de remarcar cuánto tiempo hacía que no nos veía. Dijo la cantidad de meses, de días y de horas; los tenía contados perfectamente, o por lo menos así nos lo hizo creer.

«¡Eso es un montón!», concedió el Enano.

Y el abuelo ya no dijo más nada, considerando que su caso había quedado presentado ante el honorable tribunal.

Tampoco íbamos tan seguido al campo. Son más de quinientos kilómetros desde Buenos Aires, no es broma, y menos a bordo de un Citroën. Por lo general, cuando pasábamos demasiado tiempo sin viajar el abuelo y la abuela venían a visitarnos. Pero se ve que la pelea de las últimas fiestas había sido más ríspida de lo habitual (esa es la ventaja del campo, cuando una conversación se pone desagradable uno tiene muchos sitios a los que escapar) y desde entonces no nos habíamos cruzado.

Durante el almuerzo, que fue opíparo, la conversación tuvo la ligereza requerida para no producir encontronazo alguno. Se dijeron cosas del campo, pero fue el abuelo mismo quien cambió de tema rápidamente. Se comentó algo respecto del país, pero ambas partes coincidieron en que la Argentina se estaba convirtiendo en uno de esos temas de los que mejor no hablar. El Enano y yo terminamos acaparando la atención, aquél parándose sobre la silla para repetir su versión del Himno Nacional —con la participación estelar de Gloria Muñiz— y yo dando una demostración, con la ayuda de dos servilletas, de la variedad de nudos que había aprendido a hacer por cortesía de Lucas.

Al final papá y mamá se fueron a dormir la siesta. El abuelo encendió un Romeo & Julieta en el living (pocas cosas incitan a soñar despierto como el aroma de un buen habano) y se sentó en su sillón, frente a los ventanales, a contemplar la tarde. Un poco más allá, frente a la chimenea, el Enano dialogaba con sus dos Goofys. Le contaba al Goofy duro, el miembro más nuevo de la familia, que en ese preciso lugar yo me había comido un cascarudo. El Enano había heredado la manía recordatoria de la abuela, que actuaba siempre como un guía del Museo de Nuestra Felicidad: cada sitio le despertaba alguna remembranza que debía compartir con quien tuviese al lado, por más que esa persona ya hubiese escuchado la anécdota una y mil veces.

Yo me eché en el sillón grande a disfrutar del momento, de la presencia de los abuelos, del perfume del Romeo & Julieta, de la perfecta indolencia de la tarde del sábado, que parece eterna. No duré mucho así. Había un fondo de inquietud en mi copa que me impedía beberla del todo.

Puede que siempre haya sido de esa manera, desde que me extrajeron del vientre de mi madre para lanzarme a este mundo: sé lo que quiero y en consecuencia lo que busco, pero aun cuando lo he obtenido hay parte de mí que se resiste a relajarse, a disfrutar, y que ya está pensando en lo que vendrá, lo que me queda pendiente, lo todavía informe. Aquella tarde figura en mis recuerdos como la de la primera vez, el momento que me iluminó y me hizo consciente de mi limitación. Nunca vivo del todo en este momento. Siempre hay parte de mí que no está aquí, donde se me ve, donde parezco estar, sino instalada en el futuro, llamándome a zafarrancho de combate.

«¿Cuándo me vas a enseñar a manejar el tractor?», dije al abuelo, que estaba abstraído en su propia ensoñación. (De chico, uno no imagina siquiera cuántas cosas hay en la cabeza de un adulto que parece tener cara de nada.)

El abuelo echó una nube de humo gris y respondió: «Ahora».

Cuando estábamos en el campo, al abuelo le gustaba llevarme a todas partes. Si manejaba el tractor, yo estaba a su lado, paradito sobre una ceja de metal. Si tenía que cabalgar (porque, gordo y todo, cabalgaba muy bien), pedía siempre que le ensillaran dos caballos. Si había que recoger tomates salíamos juntos, cada uno con su canasta. Yo no decía nada, pero estaba seguro de que había hecho lo mismo con papá cuando era chico, y que mi presencia lo ayudaba a disimular un vacío a su lado que ya tenía más de veinte años.

«Che, ¿y las cosas cómo andan?», me preguntó con inocencia aparente mientras yo practicaba los cambios en el tractor. «¿Qué es de la vida del chino, tu compañero?»

«¡Japonés!», lo corregí, tal como hacía siempre. Al abuelo le gustaba hacerme chistes bobos. Yo debía estar en primero o segundo cuando me dijo que era adivino y que podía ver en su mente que yo tenía un compañero japonés. En ese momento me asombró, pero más tarde, cuando perdí parte de mi credulidad, comprendí que se había tratado de un disparo a ciegas. En casi todos los colegios del Estado había chinos, japoneses y coreanos. Las probabilidades estaban de su lado. De cualquier forma, siempre me cuidé bien de cuestionar sus dotes de adivino.

«Chino, japonés…»

«No sé. Se fue del colegio el año pasado.»

«No me digas. ¿Y el otro? Cómo era, Bertolotti, Bergamotti…»

«¡Bertuccio!»

«¿Cómo anda, Bertuccio?»

El cambio no me entraba. Traté de meterlo por la fuerza.

«Eh, eh, despacio, che. Esto es cuestión de maña, no de brutalidad.»

El abuelo se dio cuenta entonces de que algo me pasaba. No hacía falta ser adivino.

«No me digas que Bertuccio se fue, también.»

Aquí debería decir que medité profundamente las posibles consecuencias de mis acciones, pero estaría mintiendo. Fue como si durante el almuerzo me hubiesen dado de beber pentotal sódico; habría respondido cualquier pregunta del abuelo, por más íntima y vergonzante que fuese la respuesta.

«No. Yo me fui. Y el Enano también. Vamos a un colegio religioso, ahora. El cura es amigo de papá. Desde que vamos ahí el Enano quiere ser santo. A mamá la echaron del laboratorio. Papá se quedó sin el estudio. Entraron unos tipos y le rompieron todo. Por un tiempo trabajó en los bares, pero ahora hay mucha policía y trabaja en casa. Que no es nuestra casa, es otra. Vivimos en una quinta, ahora. Está llena de sapos suicidas.»

El abuelo se quedó mudo. Durante un instante pensé que no había oído nada de lo que le dije. Me pregunté cómo habría dado la información el tipo del Reporter Esso, el noticiero que hubo durante tanto tiempo a la medianoche, antes del momento de meditación. Tenía cara y voz fúnebres, si no recuerdo mal se llamaba Repetto, Armando Repetto, pelo oscuro y engominado a la Lugosi. Casi podía oír su tono de barítono, diciendo: Se agrava la situación de la familia Vicente. A las dificultades de la clandestinidad se añaden ahora consideraciones económicas. El despido de Flavia y la precariedad del empleo de David echan sombras sobre la solvencia de este grupo humano. Consultado por la prensa, el padre de David dijo no sentirse sorprendido, y manifestó su intención de tomar medidas…

«Abuelo. Abuelo, ¿me oís?»

«… Sí, mi amor.»

«No se peleen. Esta vez no.»

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