Kamchatka

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Primera hora: Biología » 2. All things remote

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2. All things remote

La palabra Kamchatka suena rara. Mis amigos españoles la encuentran impronunciable. Cada vez que la digo se ponen condescendientes, como quien lidia con un buen salvaje. Me miran y ven a Queequeg, el hombre tatuado del libro de Melville, adorando su estatuilla de un dios contrahecho. Cuán interesante sería Moby Dick contada por Queequeg. Pero las historias las escriben los sobrevivientes.

Yo no recuerdo tiempo alguno en que no supiese de Kamchatka. En el principio era un país de los tantos a conquistar durante mi juego de mesa favorito, el TEG, Tácticas y Estrategias de Guerra. Las características épicas del juego se trasladaban al nombre del lugar, pero mis oídos juraban además que la palabra sonaba a gloria. ¿Se equivocaban, o Kamchatka resuena como un entrecruzarse de espadas?

Soy de los que sienten una comezón eterna por las cosas remotas, al igual que el Ismael de Moby Dick. La distancia representa la dimensión de la aventura que se está dispuesto a emprender: cuanto más lejana la cima, mayor el coraje necesario. En el tablero del TEG, mi país natal, Argentina, está bien abajo y bien a la izquierda. Kamchatka, en cambio, está bien arriba y bien a la derecha, apenas por debajo de la rosa de los vientos. En las planas dimensiones de este universo, Kamchatka era el sitio más distante al que podía aspirar.

A la hora de jugar nadie se disputaba Kamchatka. Los nacionalistas codiciaban América del Sur, los exitistas América del Norte, los cultos soñaban con Europa y los prácticos sentaban sus reales sobre África u Oceanía, que se conquistaban fácil y eran aún más fáciles de defender. Kamchatka estaba en Asia, que era demasiado grande y por ende, difícil de controlar. Y para colmo ni siquiera era un país de verdad: sólo existía como nación independiente en el insólito planisferio del TEG, y ¿quién podía desear un país que ni siquiera era real?

Kamchatka quedaba para mí, que siempre tuve corazón para los despreciados. Kamchatka retumbaba como los tambores de un reino escondido y bárbaro, que me llamaba para hacerme su rey.

Por entonces no sabía nada de la Kamchatka de verdad, esa lengua helada que Rusia enseña al Océano Pacífico para burlarse de sus vecinos de allende los mares. No sabía de sus nieves eternas ni de sus cien volcanes. No sabía del glaciar Mutnovsky ni de sus lagos con aguas corrosivas. No sabía de sus osos salvajes ni de sus fumarolas ni de las burbujas de gas que se hinchan como buche de sapo en la superficie de sus aguas termales. Me bastaba que tuviese forma de cimitarra y que fuese inaccesible.

Papá se sorprendería si supiese cuánto se asemeja la Kamchatka verdadera al paisaje de mis sueños. Una península helada que es, también, la región de más actividad volcánica sobre la Tierra. Un horizonte de picos celestiales y casi intocables, envueltos en vapores de azufre. Kamchatka como reino extremo, paradojal; un ejercicio en la contradicción.

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