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75. Donde debuto como escapista

Los trenes se prestan a la ensoñación. Debe ser por las sacudidas, la rítmica de su andar y la salmodia de los vendedores ambulantes, siempre iguales a sí mismos; la canción de cuna de un mundo post-industrial. O quizá tenga que ver con la idea del dejarse llevar: uno paga el pasaje y se abandona a la máquina, y cuando quiere darse cuenta, tanto si está sentado como si está de pie y en medio de la jauría, se está dejando llevar por sus pensamientos. O quizá no haga falta especular tanto, y la ensoñación sea una consecuencia lógica de la naturaleza del tren, de su misma idea. A fin de cuentas, se trata de toneladas de metal y chatarra lanzadas a toda velocidad sobre una línea recta, una idea que sólo puede habérsele ocurrido a alguien sumido en una ensoñación, alguien hundido en un sueño alucinado, un sueño del que sólo puede surgir un tren.

Me gusta cuando el tren viaja sobre una trocha elevada, porque me deja ver los techos de las casas. La gente trata a los techos como si no existiesen. Arrumba ahí lo que quiere olvidar, los triciclos oxidados, las piletas de lona, las jaulas vacías, las latas de pintura, los zócalos que nunca colocaron, los azulejos que sobraron de la remodelación. También los usan para apartar de la vista aquello de lo que no quieren hacerse cargo, la ropa húmeda entre la que sobresale ese corpiño tan grande, la conexión clandestina de la televisión, las chimeneas de las que sale ese humo de un negro flagrante. Ya sé que se supone que no debo mirar ahí, que lo han puesto ahí arriba precisamente para no verlo, pero a mí me gusta mirar lo que la gente no mira, me cuenta cosas, y a fin de cuentas no tengo la culpa, no soy yo, es el tren.

En mi primer viaje en tren voy a Buenos Aires. Parto de la misma estación de la que se fue Lucas pocas horas antes. La conciencia de estar imitando cada uno de sus pasos —sacar pasaje, esperar el tren, elegir un vagón— me hace sentir que estamos cerca, pero la sensación es efímera. Una vez dentro, no reconozco nada ni a nadie. Los vagones me parecen incompletos, como si los hubiesen sacado del horno demasiado pronto. Hay demasiada gente, y toda concentrada en ignorarse. Los asientos están sucios y rotos. Para peor, detecto un hombre que me infunde miedo. Sostiene su diario con una mano de dedo meñique sospechosamente rígido. Al llegar a la estación cambio de vagón, pero no logro sentirme mejor. Cada vez hay más gente. Me ahogo en un mar de codos y sobacos. Logro sacar la cabeza de ese nudo, casi echándome sobre una mujer sentada que duerme con la boca abierta. Por la ventana, la ciudad parece darse a la fuga a toda velocidad.

La noche de la partida de Lucas decidí que había llegado el momento de probarme como escapista. El plan venía madurando en mi cabeza desde hacía tiempo. Ahora tenía que ejecutarlo con la mayor disciplina y no mirar hacia atrás. Esto último es fundamental para un escapista: cuando los cerrojos están en su lugar y la tapa del cofre ha bajado y hay toneladas de agua apilándose sobre nuestras cabezas, no hay mucho margen para sentir dudas. El atrás no existe, ya, y el aquí es transitorio. Sólo queda el adelante. Hay que escapar. Es la única opción.

El Enano aceptó ayudarme, aunque temía que mamá no comprendiese la sutil diferencia que hay entre ayudante y cómplice. No me quedó otra que apelar al soborno. Le prometí mis revistas de Superman, que por lo demás ya estaban arruinadas, porque el Enano las había llenado con los halos que ahora dibujaba sobre cada personaje al que consideraba bueno. (Lex Luthor no tenía halo.) Salimos juntos rumbo al colegio, como todos los días. Lo acompañé hasta la puerta porque tenía miedo de que se perdiese, pero antes de entrar le di dos revistas —la parte inicial del pago; el resto vendría después, en la medida en que respetase el trato de no revelar mi destino— y me quedé en la calle hasta verlo entrar.

El único imprevisto fue Denucci, mi compañero de clase. Estaba adentro del colegio, del otro lado de la reja, viéndome en silencio. Supongo que le llamó la atención que el Enano y yo no entrásemos juntos. Durante un instante eterno, ninguno de los dos supo qué hacer. Yo lo vi mirar en dirección al padre Ruiz, que estaba al pie de la escalera, saludando a los recién llegados como todos los días. Si Denucci alertaba al padre Ruiz, mi escape fracasaría antes de empezar.

Pero Denucci no hizo nada. Se quedó ahí, mirándome a través de los barrotes, con la misma cara que ponía en los recreos cuando me invitaba a jugar a las figuritas y yo lo rechazaba. Di el primer paso hacia atrás, reculando. Denucci no se movió. Seguí yéndome como un cangrejo, y Denucci nada. Me había alejado unos cuantos metros, ya, cuando alcé la mano en un saludo mudo. Respondió con discreción. No fuera cosa de que el padre Ruiz se diese cuenta.

Bertuccio almorzaba siempre en su casa. Yo planeaba encararlo cuando saliera del colegio. Estaba convencido de que me invitaría a comer, y si la fortuna se mostraba de mi lado, habría milanesas de plato principal.

Entre trenes y colectivos llegaría a Flores a media mañana. No me quedaba otra que hacer tiempo hasta el mediodía. La perspectiva no me disgustaba. Podía ver qué daban en los cines, el Pueyrredón, el San Martín. Podía entrar en la librería Tonini y comprobar si había llegado una nueva versión de Robin Hood. Podía meterme en la galería Boyacá y quedarme viendo las vidrieras del negocio de modelismo, siempre llenas de Zeros y Spitfires. La única precaución que debía tomar era quitarme el guardapolvo, para que no pareciese que me había hecho la rata y circulaba sin patente. (En mi ingenuidad, creía que un chico que vaga por el barrio con una valija en la mano era menos sospechoso que uno con valija y guardapolvo.)

Me sorprendió descubrir que todo estaba igual. No sé qué esperaba. Imagino que un signo de que algo se había extraviado en mi ausencia, qué sé yo, colores más desvaídos, los kioskos de revistas cerrados por duelo (habían perdido un gran cliente, era lo menos que podían hacer), una grieta en la fachada de la iglesia San José, no sé, ¡algo! Pero todo parecía inalterado. Los mismos colores. Los mismos kioskos con los mismos kioskeros. La misma iglesia desangelada.

La gente también parecía intocada. Caminaban por Rivadavia, entrando y saliendo de negocios, de bancos, de galerías, esperando colectivos, cruzando la avenida, con el aire nervioso de quien tiene mucho por hacer, con el paso apretado de quien debe llegar a algún lugar. Tanta diligencia me hizo desconfiar, al final. Dejé de sentir que nada había cambiado y empecé a sospechar, todo estaba demasiado igual, como si se tratase de una puesta en escena y yo no hubiese vuelto a Flores sino a un decorado que reproducía Flores tal como yo lo había conocido, una reconstrucción en lugar de lo verdadero, fiel pero artificial, llena de actores que interpretan a la gente que yo conocí, gente común, kioskeros, jubilados, bancarios, parecidos a los reales (deben haber usado fotos y filmaciones de la época para realizar el casting), pero actores al fin, atenazados por esa tensión de las primeras escenas, cuando todavía están demasiado ocupados en recordar cada parlamento y cada acción como para que la actuación fluya, es eso lo que noto, el énfasis y la exageración hasta en los gestos más elementales, la mano que se alza para detener al colectivo, la forma en que el viejo saca su billetera, la risa de esas nenas, demasiado forzada; me he colado en un set sin darme cuenta, o bien actúan para mí. En cualquiera de los casos, no me gusta.

No veo la hora de que salga Bertuccio.

Cuando sale no lo abordo, sino que camino en forma paralela, por la vereda de enfrente. Bertuccio también parece igual que siempre. El mismo guardapolvo, la misma valija. Canta algo, al caminar, que no puedo oír bien. La idea era esconderme atrás de un árbol y aparecer de repente, una entrada bien teatral, como le gusta a Bertuccio, pero tenía miedo de no verlo y que se me escapase mientras yo me escondía. Cuando quise darme cuenta Bertuccio ya estaba ahí, caminando, cantando bajito, y todo lo que pude hacer fue marchar a buen paso por enfrente y preguntarme cuándo los autos me dejarían cruzar Yerbal y qué iba a decirle, hola era muy soso, desaparezco por no sé cuánto tiempo y todo lo que se me ocurre es decir hola, debe haber algo mejor. Las cuadras pasan y yo sigo observándolo sin lograr decidirme, registrando cada paso suyo, cada mueca, preguntándome si son naturales o ligeramente exageradas, si es Bertuccio de verdad o el actor que eligieron para hacer de Bertuccio, y cuando quiero darme cuenta llegamos a su casa, son apenas tres cuadras, pasan rápido.

Toca el timbre. Suena el portero eléctrico aunque no lo oigo.

Bertuccio entra.

Me quedo enfrente, trasquilado, respirando con agitación; no he mantenido el ritmo. Ya no camino, pero mi corazón sigue en tren y la tres eles del l-l-lup-dup parecen una sola. Me digo cosas feas, me pregunto qué hacer, recuerdo lo que dije que no iba a olvidar, no hay que mirar hacia atrás, una vez lanzado, la duda es mortal, sólo queda el adelante, el escape.

Me vuelvo a poner el guardapolvo. Cruzo la calle y me quedo entre dos autos estacionados. La idea de tocar el timbre ni siquiera cruza por mi cabeza; mi intuición ya está funcionando, mi natural dominio del tiempo, pero no comprenderé su agudeza hasta dentro de algunos minutos. Espero en cambio que alguien entre o salga del edificio de Bertuccio. Ocurre pronto, una señora que sale con el changuito de la feria, pongo mi mejor cara de alumno y entro como si hubiese vivido siempre ahí, la señora me deja pasar, le digo buenos días y me saluda, qué chico más educado.

La que abre la puerta del departamento es la mamá de Bertuccio. Le ofrezco mi mejor sonrisa y el cómo le va, señora me sale un tanto confianzudo, un poco exagerado, como si yo no fuese yo sino el actor que me interpreta, y ya casi estoy metiendo el pie dentro de la casa cuando pregunto por Bertuccio por pura formalidad y la mamá me dice no está, se fue a comer a lo de una tía y yo me quedo congelado como Houdini on the rocks, hundido en una bañera con hielos hasta el cuello. Cómo que no está, pienso. Si yo lo vi entrar. ¿Se habrá demorado en las escaleras? Durante un instante se me ocurren cosas absurdas como las cosas que se piensan en el tren, que hay un vecino degenerado que secuestró a Bertuccio al entrar y lo metió en su propio departamento, o que Bertuccio se hizo la rata de su propia casa y se fue a comer un sándwich a la terraza, porque los techos están siempre llenos de trastos interesantes, los techos cuentan cosas, y recién ahí caigo.

Qué lástima, digo. Tenía tantas ganas. Dígale que vine.

Por suerte la señora que dormía con la boca abierta bajó antes que yo. Me pude sentar, aunque más no fuere por dos estaciones. No quedaba mucho que ver por las ventanas. La ciudad ya se había escapado y los techos de las casas me miraban desde arriba, como con desprecio, preservando sus secretos. Yo sabía que en cuestión de minutos todo iba a estar bien, que papá y mamá me iban a gritar un poco porque lo que hice fue temerario y hasta peligroso, pero que a esa altura el Enano ya habría confesado y ellos habrían optado por esperar mi regreso porque sabían que conocía el camino y que me manejaba bien en la calle y sabían, cosa fundamental, que iba a volver. Y quizá ni siquiera me gritasen mucho al verme llorar, yo sabía que iba a llorar, mi intuición ya estaba funcionando, o mi natural dominio del tiempo, que es otra manera de decir lo mismo, yo no lloro mucho, pero cuando lloro papá y mamá se ponen blanditos como el mazapán. Cuando entendí que iba a llorar me quedé tranquilo, en cuestión de minutos iba a estar todo bien, y me distraje con el señor que tocaba la armónica y vendía billetes de lotería, era ciego, me pregunté cómo hacen los ciegos para que no los engañen con la plata, los ciegos no necesitan techos para arrumbar cosas porque igual no las ven, en fin, cosas que se piensan en los trenes.

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