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Primera hora: Biología » 12. El Citroën

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12. El Citroën

Aquí es preciso detenerse en las características del auto familiar en que emprenderíamos la fuga. Para el hombre común, la mención de un Citroën conjura una máquina elegante que circula por París con el Arco de Triunfo siempre detrás. Si bien es cierto que la marca es la misma y la prosapia, francesa, los Citroën de la Argentina del 76 son tan diferentes de la imagen tradicional de esa fábrica como Rocinante de Bucéfalo.

Primero, su forma. Vista de perfil, podría decirse que está definida por las líneas curvas del clásico escarabajo de Volkswagen, un semicírculo que engloba baúl y cabina del que sale un hemicírculo más pequeño que guarda el motor delantero, pero estaríamos induciendo a engaño. Allí donde el Volkswagen da la sensación de solidez germana, nuestro Citroën se veía ligero como un auto de calesita.

La responsabilidad le cabe al metal de la carrocería. En la eventualidad de toparse con un muro común y silvestre, el escarabajo lo perforaría mientras que el Citroën se plegaría sobre sí mismo como un acordeón con el que tocar La Vie en Rose. El techo también aportaba a esta endeblez. Estaba fabricado con lona, pero es imperioso no asociarlo aquí a los techos plegables de los descapotables europeos. Decir que era de lona significa que se desenganchaba y plegaba en forma de rollito.

La levedad de su masa metálica se manifestaba al andar. En las curvas bruscas, la cabina se escoraba locamente a babor o estribor, una sensación sólo comparable a la de viajar sentado en un flan Ravana. Por fortuna, el motor no desarrollaba grandes velocidades; tan sólo grandes ruidos.

Del interior, basten dos detalles. La palanca de cambios respondía a un modelo único, distante de las por entonces populares palanca al piso (modelos deportivos) o palanca al volante (Dodge, Chevrolet). Era una varilla de hierro incrustada en el tablero del auto, que parecía más apropiada al comando de las naves de Plan 9 del Espacio Exterior que al de automóvil alguno. Y los asientos estaban diseñados sobre una estructura de metal que se hacía notar sobre los cuerpos. Uno tenía que sentarse de esa forma y no de otra, la varilla coincidiendo con la raya del traste, si no quería abrirse otra raya en el medio de un cachete o sufrir un severo caso de escoliosis. Dormir tendido sobre el asiento trasero era una experiencia similar a la de los fakires y sus camas de clavos; puede que la opción del Enano por el ascetismo haya nacido durante aquellas siestas a bordo del Citroën.

Por último, el detalle de la elección familiar. Nuestro Citroën estaba pintado de un color verde lima que, en ausencia de nubes y bajo el rayo preciso, podría haber cegado al más curtido de los conductores.

Pero no piensen que esta descripción implica algún tipo de menosprecio a nuestro corcel de acero. (O aluminio. Vaya uno a saber.) Aquel Citroën era una bestia noble. Jamás nos falló, ni en la primera hora ni en la última. Hasta sus singularidades eran vividas con alegría, como el techo plegable que nos permitía asomar la cabeza al viento y disparar proyectiles hacia otros automóviles con la precisión de un Panzer.

Cada palabra que se le refiera estará escrita con amor; no con embeleso, que significaría creer virtudes a sus defectos, sino con amor verdadero, una clara noción del valor que tuvo y conserva en mi vida.

Quisiera creer que si algo aprendí durante esta aventura, es a ser fiel a quien me ha sido fiel.

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